La Transfiguración de Nuestro Señor en el Monte Tabor |
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Jesús toma para Sí algunos privilegiados y se transfigura ante ellos: “tomó a Pedro, Santiago y Juan, su hermano” (San Mateo XVII, 1). La razón por la que Jesús escoge a estos tres son las siguientes.
A San Pedro, porque Pedro le amaba y le confesaba. A San Juan, porque Juan era el discípulo amado. Y a Santiago, el teólogo elocuente, porque sería el primero en dar su vida por Cristo cuando más tarde Herodes le mandara a matar instigado por los judíos.
Solamente Judas no merecía ver la Divinidad. Por delicadeza, Jesús no le deja solo al pie del monte, sino en compañía del resto de los Apóstoles, para que no pareciese que solo Judas quedaba privado de tan grande espectáculo.
El amor a Cristo es, entonces, la razón última por la cual fueron estos escogidos. En la Parusía algunos serán escogidos por el amor que le tuvieron, y recibirán mayor premio que otros.
A San Pablo, “solo le resta aguardar la corona de justicia que me dará el Señor, justo Juez, en aquel día, no solo a mí, sino también a los que aman su venida” (2 Timoteo IV, 8).
Esta razón última explica un curioso texto del discurso apocalíptico de los Evangelios Sinópticos cuando Jesús, hablando de su Parusía (cf. San Mateo XXIV, 37), señala que de “dos en el campo, el uno será tomado, y el otro dejado; dos estarán moliendo en el molino, la una será tomada y la otra dejada” (San Mateo XXIV, 40-41).
De entre dos personas que tienen la misma ocupación, y que aparentemente son iguales, a uno lo tomará por encontrarle dispuesto, a otro lo dejará, como no bien preparado para vivir con Él, por estar moliendo en vano, por no producir el pan del alimento espiritual.
De dos Católicos que profesan la misma fe; uno, por creer, esperar y amar la venida del Señor, será tomado, el otro, por el contrario, será dejado. A estos, el día del Señor los alcanzará, por así decirlo, en los trabajos de esta vida y en los deleites de este mundo, mas los santos serán reunidos en el granero de Dios.
Jesús “los llevó aparte, a un alto monte” (San Mateo XVII, 1), que según la tradición, es el monte Tabor en Galilea, una graciosa colina aislada sobre el llano adyacente.
Tal vez este Monte sea el granero, el punto de encuentro, donde serán reunidos los tomados para ser transformados, pues fue el lugar donde Nuestro Señor se transfiguró ante los Apóstoles: “resplandeció su rostro como el sol, y sus vestidos se hicieron blancos como la luz” (San Mateo XVII, 2).
En la Parusía, habrá separación de amantes. Los que amaron su venida; y los que amaron más su vida y este mundo. Los que amaron su venida, como San Pablo, recibirán la corona de justicia como premio.
Muy probablemente este premio sea el ser transformado y arrebatado por los aires para recibir a Nuestro Señor: “Y nosotros (los que amamos su venida) seremos transformados” (1 Corintios XV, 52), y luego “arrebatados” (1 Tesalonicenses IV, 17).
La Transfiguración de Nuestro Señor no ocurre en los cielos sino en la tierra. La transfiguración de los vivientes, asimismo, tampoco será en los cielos, sino en la tierra.
San Juan Crisóstomo señala que a los discípulos Jesús “no les manifestó su gloria en una casa, sino en un elevado monte, puesto que convenía la elevación de un monte para manifestar la elevación de su gloria”.
San Pablo explica el porqué de la transformación en la Parusía.
“La carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios, ni la corrupción puede poseer la incorruptibilidad. He aquí que os digo un misterio: No todos moriremos, pero todos (los que hayamos amado su venida) seremos transformados en un momento, en un abrir y cerrar de ojos, a la trompeta final (la Parusía)”
“Porque sonará la trompeta y los muertos (los santos) serán resucitados incorruptibles, y nosotros (los que amamos su venida) seremos transformados. Pues es necesario que esto corruptible se vista de incorruptibilidad, y esto mortal se vista de inmortalidad (para recibir a Nuestro Señor y estar con Él)” (1 Corintios XV, 50-53).
Luego explica el arrebato que seguirá a la transformación en otro maravilloso texto. Es para ir a recibir a Nuestro Señor Jesucristo y estar siempre con Él.
“Nosotros los vivientes que quedemos, seremos arrebatados juntamente con ellos (con los santos resucitados) en nubes hacia el aire al encuentro del Señor; y así estaremos siempre con el Señor” (1 Tesalonicenses IV, 17).
La transformación del cuerpo de los que estén vivos en ese momento y hayan amado la venida de Nuestro Señor es entonces en vistas a eliminar toda corrupción para ser aptos para ser arrebatados y así recibir a Nuestro Señor en los aires y estar siempre con Él.
El factor determinante es el amor por la venida de Jesús.
“Haga el Señor que crezcáis y abundéis en el amor de unos con otros, y con todos, tal cual es el nuestro para con vosotros; a fin de confirmar irreprensibles vuestros corazones en santidad, delante de Dios y Padre nuestro, en la Parusía de nuestro Señor Jesús con todos sus santos” (1 Tesalonicenses III, 12-13).
El amor confirmará irreprensibles a los vivos en la Parusía junto con los santos.
Luego distingue San Pablo la Parusía y su reino, del fin, cuando le entregue el reino al Padre.
“En Cristo todos (los que aman) serán vivificados. Pero cada uno por su orden: como primicia Cristo; luego los de Cristo en su Parusía; después el fin, cuando Él entregue el reino al Dios y Padre, cuando haya derribado todo principado y toda potestad y todo poder. Porque es necesario que Él reine ‘hasta que ponga a todos los enemigos bajo sus pies’” (1 Corintios XV, 22-25).
Da San Pablo la razón de su reino en la tierra, para poner a todos sus enemigos bajo sus pies.
La transfiguración de Cristo y la compañía de los Santos vistas en un solo instante deleitaron de tal modo a Pedro que quiso brindarles su obsequio. “Hagamos tres tiendas…” (San Marcos IX, 5).
San Marcos y San Lucas hacen notar que Pedro “no sabía lo que decía” (San Marcos IX, 6). Y es que Pedro creyó que era ya la Parusía de Nuestro Señor, y, por su efusividad, quería levantar allí mismo tres tiendas.
Pedro quiso permanecer allí para siempre, por eso habla de tiendas. Pensó que con la presencia de Elías, que hizo bajar fuego del cielo (cf. 4 Reyes I), y Moisés, que entró en una nube y habló a Dios (cf. Éxodo XXIV y XXXIII), los profetas y la ley, era suficiente como para comenzar a vivir feliz junto al Señor. Quería evitar la cruz.
El Señor se transfiguró para que creyeran en el misterio de su Segunda Venida no solo de palabra sino también con obra. Les dio un anticipo de su reino y la gloria con la que volverá al fin de los tiempos.
Así lo sostiene San Pedro, testigo ocular de la transfiguración.
“Porque no os hemos dado a conocer el poder y la Parusía de nuestro Señor Jesucristo según fábulas inventadas, sino como testigos oculares que fuimos de su majestad”.
“Pues Él recibió de Dios Padre honor y gloria cuando de la Gloria majestuosísima le fue enviada aquella voz: ‘Éste es mi Hijo amado en quien Yo me complazco’; y esta voz enviada del cielo la oímos nosotros, estando con Él en el monte santo (es decir, el Tabor)” (2 Pedro I, 16-18).
San Pedro confirma el dogma de la Segunda Venida de Cristo, la Parusía. Habla de estabilidad, de vida feliz, precipitadamente, como si ya se hubiese arreglado todo sin la cruz; mas Dios Padre interviene, y con su voz le hace callar, porque aún no era el momento.
“No había terminado de hablar cuando una nube luminosa vino a cubrirles, y una voz se hizo oir desde la nube” (San Mateo XVII, 5), interrumpiendo así a Pedro.
“Éste es mi Hijo, el Amado, en quien me complazco; escuchadle” (San Mateo XVII, 5).
Muchos en su Primera Venida le habían escuchado y creían en su Segunda Venida. En la resurrección de Lázaro, Jesús le dice a Marta: “todo viviente, y creyente en Mí no morirá jamás. ¿Lo crees tú?” (San Juan XI, 26).
Jesús no está haciendo referencia a toda persona que haya vivido, pues estos están ya muertos, como los Santos, sino solo quien esté vivo y crea en Él en el preciso momento de su Segunda Venida.
“Cuando Marta supo que Jesús llegaba, fue a su encuentro … (y le) dijo…” (San Juan XI, 20-21) “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que viene a este mundo” (San Juan XI, 27).
“El que viene”, en griego, ho erjómenos, traduce literalmente la expresión hebrea: Ha-ba, con que el Antiguo Testamento anunciaba al Mesías Rey venidero. En el Nuevo Testamento, como ya había venido y estaba hablando con Marta, “el que viene” no puede sino anunciar al Mesías Rey venidero en su Segunda Venida.
Similar situación encontramos en las palabras que San Juan el Bautista le dirige a dos de sus discípulos para que le pregunten a Jesús, que sirven de ocasión para dejar bien en claro las dos venidas de Nuestro Señor: “¿Eres Tú el que ha de venir, o debemos esperar a otro?” (San Lucas VII, 19).
San Juan el Bautista ya lo había visto y le había señalado como el “Cordero de Dios que quita los pecados del mundo” (San Juan I, 29). ¿A qué otro se refiere San Juan el Bautista con la expresión “el que ha de venir”?
Más en acorde con esto aún es la expresión de los hombres ante el milagro de la multiplicación de los panes y de los peces: “Éste es verdaderamente el profeta, el que ha de venir al mundo” (San Juan VI, 14). Lo habían visto hacer el milagro, y, sin embargo, se refieren a Él como “el que ha de venir” al mundo en un futuro.
A Jerusalén Jesús le dirige su queja amarga: “Ya no me volveréis a ver, hasta que digáis: ‘¡Bendito el que viene en nombre del Señor!’” (San Mateo XXIII, 39). Estas palabras Jesús las dijo después de su entrada triunfal en Jerusalén en el Domingo de Ramos.
Luego, hacen referencia a la vuelta de Cristo como Juez al mundo, y a la conversión de los judíos, día en el que reconocerán y saludarán al Redentor con la aclamación mesiánica: “¡Bendito el que viene en nombre del Señor!”
Lo mismo le dice al Sumo Sacerdote Caifás: “Desde este momento veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y viniendo sobre las nubes del cielo (con gran poder y gloria)” (San Mateo XXVI, 64; San Marcos XIII, 26; XIV, 62). En su juicio anunció su futuro Juicio.
Es decir que aunque Jesús ya vino, sigue siendo “el que viene”, o sea “el que ha de venir”, pues cuando vino no lo recibieron (cf. San Juan I, 11) y entonces Él anunció a los judíos que vendría de nuevo: “Otra vez aparecerá … a los que le están esperando para salvación” (Hebreos IX, 28).
Y San Pedro añade: “De modo que vengan los tiempos del refrigerio de parte del Señor y que Él envíe a Jesús, el Cristo …” (Hechos III, 20).
Pues, dice San Pablo, “nuestra ciudadanía es en los cielos, de donde también, como Salvador, estamos aguardando al Señor Jesucristo; el cual vendrá a transformar el cuerpo de la humillación nuestra conforme al cuerpo de la gloria Suya …” (Filipenses III, 20 s.), como ya hemos indicado.
Tomando la palabra de Habacuc San Pablo declara que “todavía un brevísimo tiempo, y el que ha de venir vendrá y no tardará” (Hebreos X, 37),
Habacuc había anunciado, como dice Crampon, al Cristo venidero en los últimos tiempos, o como dice la Biblia de Pirot, cuando venga a juzgar al mundo: “Porque la visión tardará en cumplirse hasta el tiempo fijado, llegará a su fin y no fallará; si tarda, espérala. Vendrá con toda seguridad, sin falta alguna” (Habacuc II, 3).
¡Asombrosas maneras de Dios para hacernos saber sobre la Segunda Venida de Nuestro Señor!
Mientras tanto, San Pablo nos exhorta a consolarnos mutuamente con estas palabras: “Consolaos, pues, mutuamente con estas palabras” (1 Tesalonicenses IV, 18).
Porque dice el Gradual que “las tribulaciones del corazón se han multiplicado, junto con el abatimiento y la pena. Debemos pedir perdón a Dios por nuestros pecados”.
Porque el Tracto dice que “el Señor es bueno, y eterna su misericordia. En todo tiempo viene a salvarnos”.
¡Amad la venida de Nuestro Señor! “¡Buscad a Dios mientras puede ser hallado, invocadle mientras está cerca!” (Isaías 55, 6).
¡No os entretengáis en arreglar este mundo! ¡Buscad a Dios; no los pensamientos y caminos humanos! Poco sirven el buen sentido y la lógica de los hombres para entender el Evangelio.
Ya Dios no tolera más la absoluta soberanía del hombre con entera independencia de Dios y de su autoridad; ni la soberanía de la sociedad con absoluta independencia de lo que salga de ella misma; ni la soberanía nacional del pueblo para legislar y gobernar con absoluta independencia de todo criterio que no sea el de su propia voluntad.
“Lo que entre los hombres es altamente estimado, a los ojos de Dios es abominable” (San Lucas XVI, 15). Tumba del humanismo ha sido llamada esta sentencia de irreparable divorcio entre Dios y los valores humanos.
Dios no tolera más la libertad de pensamiento sin limitación alguna; ni la libertad de cultos y la supremacía del estado por sobre la Iglesia; ni la enseñanza laica o independiente sin ningún lazo con la religión; ni el matrimonio legalizado y sancionado por la intervención única del estado; ni la no intervención de la religión en la vida pública, verdadero ateísmo social, última consecuencia del liberalismo.
“Deje el impío su camino, y el hombre inicuo sus designios, y conviértase a Dios misericordioso y rico en perdón” (Isaías 55, 7).
Por estos principios liberales “muchos (de los nuestros se hicieron) impostores (que) han salido al mundo, que no confiesan que Jesucristo viene en carne. En esto se conoce al seductor y al Anticristo” (2 Juan I, 7).
Dios no piensa ni obra como nosotros, ni nosotros como Dios. “Mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos son mis caminos” (Isaías 55, 8).
Por olvidar esta gran verdad hemos venido a estar en contra de los planes de la Divina Providencia, como queriéndola reducir al mezquino pensar y obrar humano y su particular conveniencia del momento.
Jesús ha ya triunfado: “‘Yo soy el Alfa y la Omega’ … el que es, y el que era, y el que viene, el Todopoderoso” (Apocalipsis I, 8).
Amén.
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Domingo II de Cuadragésima – 2024-02-25 – 1 Tesalonicenses IV, 1-7 – San Mateo XVII, 1-9 – Padre Edgar Díaz