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Asociarnos con el mal, o dicho de otra manera, hacernos cómplices del mal, es algo gravísimo en lo cual fácilmente podemos caer. Se comete este pecado cuando uno se asocia o se hace cómplice del pecado ajeno.
Hay una complicidad querida o buscada cuando se comparte la intención del pecador. Un pecador propone a otro cometer un cierto pecado y éste acepta. O una persona ve a otra cometer pecado y le ayuda intencionalmente. Esta complicidad es culpable y es un pecado atribuible también al cómplice que acepta ser parte de la empresa.
Pero hay una complicidad encubierta cuando sin compartir la intención se ayuda, la mayoría de las veces por conveniencia, con la presencia y la asistencia material. No compartimos la intención de cometer fraude, por ejemplo, pero cooperamos con nuestros medios o nuestro silencio a cometerlo.
Su culpabilidad depende del grado de conocimiento que se tenga de estar siendo cómplice del mal ajeno. En la medida en que haya más conocimiento, y menos reacción (es decir, no hacer nada por no ser parte), constituye un peligro gravísimo, pues es casi ineludible no ser cómplice material de otro o de la sociedad en un mundo lleno de pecado.
En la oración secreta del Sábado de la II Semana de Cuadragésima le rogamos a Dios “ser absueltos de nuestros pecados propios y de no cargar con los ajenos”. Debemos hacer este ruego a menudo, pues nadie puede saber ni ponderar los pecados que otros cometen por causa suya, de pensamiento, obra o deseo.
Hay pecados graves que serán perdonados, si se toma conciencia y hay arrepentimiento de ellos. Pero hay pecados graves que no serán perdonados, como el pecado contra el Espíritu Santo: “Todo pecado y toda blasfemia será perdonada a los hombres, pero la blasfemia contra el Espíritu no será perdonada” (San Mateo XII, 31; San Marcos III, 29).
Solo el pecador contra el Espíritu Santo no será perdonado, porque es pertinacia en la malicia y endurecimiento del corazón, y de ahí la imposibilidad de ser perdonado.
El Evangelio de hoy nos presenta una acusación falsa en contra de Jesús: el ser cómplice del mal. Como los fariseos no podían negar el milagro, atribuían el poder de Jesús de expulsar demonios a la connivencia con Satanás: “Él expulsa los demonios por Beelzebul, príncipe de los demonios” (San Lucas XI, 15).
¡Qué descarados! Sostener que Jesús estaba confabulado con el mal es oponerlo al Espíritu Santo; es crear división en el seno íntimo de Dios. Asociarlo a Satanás es atribuir el origen del bien logrado por Jesús a Satanás y no a Dios, y ésta es una flagrante blasfemia en contra del Espíritu Santo que no tiene perdón.
Esta subversión es gravísima. San Beda explica que los fariseos se esforzaban en negar o dar mala interpretación a los hechos del Señor, haciéndolos aparecer no como obra de la divinidad, sino del espíritu inmundo.
Y los fariseos recurrían a esta subversión por conveniencia. En este caso, ya estaban determinados a eliminar a Jesús, y uno de sus sórdidos movimientos era dejar mal parado a Jesús ante la gente.
Jesús venía a ser así reprensible por ocasionar el daño y la ruina espiritual del pueblo, lo cual era ciertamente un hecho inmoral y condenable que causaba gran indignación e impacto públicos.
Así, [1] convenía sembrar duda acerca de que Jesús era el Rey Mesías profetizado por Isaías: “Hoy esta escritura se ha cumplido delante de vosotros” (San Lucas IV, 21).
Hoy conviene sembrar dudas sobre la Parusía y el inmediato reino de Jesús sobre la tierra adjudicando a las profecías solo valor de alegoría. La Catena Aurea de Santo Tomás de Aquino dice que “terrible será la segunda venida de Jesucristo para los malos cristianos”.
Lo que es un gran bien para la humanidad es subvertido y se lo toma como un mal. Se le tiene horror a la Parusía y por no explicar bien este misterio se escandaliza y desmoraliza a los fieles. Esta perversidad es denunciada hoy gracias a la Salmodia de la Santa Misa.
“¡Levántate, Señor, (¿De dónde? De su lugar en el cielo) para que no prevalezca el hombre perverso; juzgadas sean las naciones (Juicio de las Naciones en la Parusía) en tu presencia; y cuando hayas puesto en fuga a los enemigos (El Anticristo, y los anticristos que niegan su venida en carne), quedarán deshechos y aniquilados en tu presencia!”
Incluso en Cuaresma, la Iglesia no deja de proclamar la Parusía y el reino de Nuestro Señor sobre la tierra, como en este caso en la Salmodia del Gradual.
Así, [2] convenía presentar a Jesús como piedra de tropiezo y crear duda sobre Él. Sus apariencias eran la de ser un carpintero (pobreza y humildad), y se creía que era oriundo de Nazaret, cuando en realidad lo era de Belén, como estaba profetizado.
También hoy conviene presentar a lo que queda de la jerarquía de la Iglesia como piedra de tropiezo y crear dudas acerca de ellos. Jesús anunció que los obispos y los sacerdotes correrían igual suerte: “Un profeta no está sin honor sino en su país y en su familia” (San Mateo X, 57).
La misma falsa acusación que le hicieron a Jesús, la de hacer un pacto con el mal, es dirigida constantemente a algunos obispos y sacerdotes. Es parte del misterio de ceguera. En vez de alegrarse por un obispo o un sacerdote, se escandalizan, justificándose a sí mismos. A estos, San Pablo les exhorta: “Vivid unidos en la caridad, a ejemplo de Cristo” (Efesios V, 2).
Jesús fue profetizado signo de contradicción. También sus discípulos más pequeños, los obispos y los sacerdotes, son signo de contradicción. Por lo que pueden bien marcar lo que es de Dios y lo que no es de Dios.
“Fornicación, impureza, avaricia, torpeza, vana palabrería, bufonerías, cosas que no convienen ... (todo esto) es lo mismo que idolatría (y ningún) idólatra tiene parte en el reino de Cristo y de Dios” (Efesios V, 3-5).
Los fariseos no podían oír la verdad sin enfurecerse. Sus parientes le llamaban loco: “Ha perdido el juicio” (San Marcos III, 21). Es el misterio de iniquidad, el poder diabólico que subvierte los valores.
El movimiento de “los solos en casa” (Home-Aloners) tienen un fuerte juicio propio que los empuja a separarse y a depender de su libre interpretación, como los protestantes. No aman la verdad, sino su cómoda excusa, y por eso no buscan consultar a un obispo.
Nadie puede por sí y ante sí decretarse exenciones. Nadie está dispensado de cumplir con la ley de la Iglesia, a menos que esté moralmente impedido, y para la dispensación es requerido el fallo de un confesor y el dictamen de un facultativo.
Es cierto, la situación en la que está la Iglesia hoy nos sirve para mortificación, y como tal, debemos aceptarla y observarla, pues viene de Dios, como medio de satisfacerle por las culpas cometidas.
Así también, [3] convenía tachar la doctrina de Jesús de inadmisible, por ser contraria a la de los hombres tenidos por sabios y virtuosos, como los fariseos.
Igualmente hoy—dicen—conviene tildar la radicalidad del Evangelio como insostenible por oponerse al estilo de vida que dicta el mundo, y está dicho que “quien no está conmigo, está contra Mí; y quien no acumula conmigo, desparrama” San Lucas XI, 23).
¡Solo Dios y la Iglesia cumplen con esta verdad! De todos nosotros podemos bien decir que desparramamos. Ésta es una afirmación de suprema autoridad, es proclamar que solo hay un Bien y una Verdad, y que no hay alianza posible entre el Bien y el mal, entre la Verdad y el error.
Decirse católicos, pero asistir a misas bastardas en comunión con los herejes, y exponerse a los peligros que estos herejes proponen, es una contradicción.
Por eso San Pablo nos aconseja hoy: “Que nadie os engañe con palabrerías, pues por estas cosas descarga Dios su ira sobre los hijos de la desobediencia. No os hagáis, pues, copartícipes de ellos” (Efesios V, 6-7).
La fe de los fariseos se contradecía a sí misma. La fe que se contradice a sí misma se divide. La fe que se divide se destruye. Aunque se dicen creyentes, no creen, por ser duros como el pedregal: “cuando llega la tribulación o la persecución por causa de la palabra, se escandalizan” (San Mateo XIII, 21).
Pero la fe de la iglesia subsistirá para siempre porque es indivisible y su cuerpo es uno solo. El reino del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo no es un reino dividido, como el del mal, sino que está establecido con estabilidad eterna, dice San Beda.
El Padre Castellani, en su libro sobre los fariseos, sostiene que en los últimos tiempos, después de haber devorado insaciablemente innúmeras vidas de hombre, los fariseos serán peores que los del tiempo de Jesús.
Y esto es verdad cuando vemos que el espíritu que mueve a los de hoy se ve reflejado en el aberrante estilo de vida anticristiano del mundo, el olvido de Dios, forjado por la herejía universal y radical, porque comprende todas las herejías, que llamamos “liberalismo”.
El liberalismo es un pecado de herejía. Una herejía niega con malicia y pertinacia un dogma de la fe cristiana. Permanecer en la herejía es un pecado contra el Espíritu Santo que no tiene perdón. Es obstinarse en el mal.
El liberalismo niega todos los dogmas en general y cada uno en particular. Afirma y supone la independencia absoluta de la razón del individuo, y la independencia también absoluta del criterio o pensar de la mayoría, en el caso de la sociedad.
En una sociedad liberal, donde los principios liberales se dan por supuestos y admitidos, no cabe el catolicismo, porque los principios liberales niegan, en primer lugar, [1] la jurisdicción absoluta de Dios sobre las personas y las sociedades, derecho que Dios tiene y que lo delega a la Iglesia y su Cabeza, el Papa.
Aun cuando hoy no hay Papa, este derecho de Dios y de la Iglesia no caduca. No recurrir culpablemente a la jerarquía es no reconocer este derecho de Dios, y es, por lo tanto, una subversión del bien y una obstinación en el mal.
También niegan los principios del liberalismo [2] la necesidad de la Divina Revelación (la Sagrada Escritura) y la obligación que tiene el hombre de admitirla, si quiere alcanzar su último fin.
El amor por la Sagrada Escritura nace del amor por la verdad, que el hombre está obligado a buscar. Contentarse con una mezcla de verdad y falsedad es un desprecio por la Revelación de Dios, la Verdad que salva.
Las apariciones no aprobadas por la Iglesia; el ocultismo (brujería, horóscopo, cartas, piedras, etc.) son un prodigio de Satanás. Creer en eso es un atentado contra uno mismo; es no amar su propia alma. Es atribuir el origen del bien—la fe—al mal.
Los principios liberales niegan, además, [3] el motivo formal de la fe, esto es, la autoridad de Dios que revela, admitiendo de la doctrina revelada solo aquellas verdades que alcanza su corto entendimiento.
Las verdades deben ser aceptadas no por el entendimiento que se tenga de ellas (lo cual es legítimo) sino por la autoridad de Dios que revela. Aun cuando sea Dios (y la Iglesia) quien garantice la verdad, no aceptarla por no entenderla es una obstinación en el mal. Es poner al propio entendimiento por sobre Dios.
Los principios del liberalismo niegan también [4] el magisterio infalible de la Iglesia y del Papa, y en consecuencia todas las doctrinas por ellos definidas y enseñadas. Niegan la infalibilidad del Papa cuando rehúsan admitir como ley sus oficiales mandatos y enseñanzas.
Para justificarse dicen conclusiones erróneas, tal como que un papa puede caer en herejía, y de eso acusan a San Pedro en la disputa de Antioquía. Sostienen que ningún Papa hasta el año 431 fue infalible por no haber proclamado una definición solemne, y con esto niegan la infalibilidad del Papa en su magisterio ordinario, de donde se sigue que tendríamos que dudar incluso de la canonización de los santos.
En el orden de los hechos el liberalismo es radical inmoralidad, porque destruye el principio o regla fundamental de toda moralidad que es la razón eterna de Dios imponiéndose a la humana.
Canoniza el absurdo principio de la moral independiente, que es en el fondo la moral sin ley, o lo que es lo mismo, la moral libre, o sea una moral que no es moral, pues la idea de moral además de ser la que dirige nuestros actos, incluye esencialmente también la idea de la limitación de nuestros actos.
Si en el orden de las ideas el liberalismo es el error absoluto, en el orden de los hechos, es el absoluto desorden.
Y por ambos conceptos es pecado gravísimo; es obstinación en el mal; es atribuir el origen del bien al mal; es el fariseísmo moderno del que habla Castellani, peor que el del tiempo de Jesús.
Todos están ocupados en el presente, como si no hubiera ningún riesgo para el futuro. Todos están resueltos a contentar el cuerpo como si no hubiera alma que salvar; todos se inclinan solamente hacia las necesidades de la tierra como si no hubiera un cielo que ganar. Se vive como si la vida presente no fuese nunca a acabar o la eternidad nunca a comenzar.
Todos somos víctimas insensatas de los prejuicios del mundo en que vivimos, de los engaños del demonio que lo forjan, del delirio de las pasiones que lo fabrican, ante una muerte que sufrir, un juicio que enfrentar, y una eternidad que soportar.
Todo esto es un reino divido y “todo reino dividido contra sí mismo queda destruido, y caen casas sobre casas. Si, pues, Satanás está dividido contra sí mismo, ¿cómo subsistirá su reinó?” (San Lucas XI, 17-18).
Desde la Sinagoga de Satanás, el Islam, el Budismo, el Protestantismo y el Falso Cristianismo, y todas las demás religiones que no pueden sino ser falsas, y todos los grupos separatistas desviados de la verdadera fe, atacaron y continuarán atacando a la Única y Verdadera Religión, la Santa Iglesia Católica y Apostólica.
Vemos claramente lo que sucede. Porque son de Satanás, y están confabulados entre sí, atacan a la Iglesia con mayor vehemencia que nunca, porque son los últimos tiempos, y al enemigo ya poco tiempo le queda y no le queda más que causar mayor confusión.
Por eso, y muy particularmente quien se llama católico pero no lo es, es descrito como el “espíritu inmundo que sale de un hombre, y recorriendo los lugares áridos, buscando dónde posarse, y, no hallándolo, se vuelve a su casa de donde salió” (San Lucas XI, 17-18).
El espíritu inmundo salió del hombre, porque el hombre se había convertido a Dios y a su Iglesia. Pero este hombre luego retrocede yendo en contra de la Doctrina y Preceptos de la Iglesia, de la Fe y las Costumbres, de la Disciplina y Mandatos de Dios que ya había visto y aprendido. El demonio regresa a este lugar vacío.
“A su llegada, encuentra la casa barrida y adornada. Entonces se va a tomar consigo otros siete espíritus aun más inmundos que él mismo; entrados, se arraigan allí, y el fin de aquel hombre viene a ser peor que el principio” (San Lucas XI, 25-26).
Porque Dios lo permite. Quien no avanza, retrocede, pecando contra el Espíritu Santo. Quien permanece estático no avanza. Ya no está más en comunión con la Verdad. La ha abandonado, y desparrama, como nos dice Jesús.
¡Que difícil para estas pobres almas! Porque “a todo aquel a quien se haya dado mucho, mucho le será demandado; y más aún le exigirán a aquel a quien se le haya confiado mucho” (San Lucas XII, 48).
¡Qué descaro inusitado con el que se desacredita a Jesús y a su Iglesia! ¡Acusar a Jesús de obrar milagros por el poder de Satanás, el origen del mal! Por eso, muy pocos se beneficiarán de la Sangre derramada por Jesús. “¿Qué beneficio se obtendrá con la sangre de Jesús” (Salmo 29 [30], 10).
Por eso, los habitantes de este reino, los santos y los justos que aspiran a ser santos, los que se beneficiarán de esa Sangre, estarán en lugar de refrigerio, “porque agradó a Dios, (y) fue amado de Él; y cómo vivía entre los pecadores, fue trasladado (por Dios) a otra parte” (Sabiduría IV, 7.10).
Por la misericordia de Dios serán trasladados a otra parte; ya no más en contacto con los pecadores que por su obstinación en el mal en contra del Espíritu Santo no tienen perdón.
“(El justo será) arrebatado para que la malicia no altere su modo de pensar, ni seduzcan su alma las apariencias” (Sabiduría IV, 11). El contacto con la malicia, disfrazada de bien, cambia nuestro recto pensar.
“Pues el hechizo de la vanidad oscurece el bien; y la inconstancia de la concupiscencia pervierte el ánimo inocente” (Sabiduría IV, 12). Es “la fascinación de la bagatela”, sin llegar a ser malicia.
“De donde da a entender el Espíritu Santo—dice San Juan de la Cruz en la Subida del Monte Carmelo, III, 18—que aunque no haya … malicia … sólo la concupiscencia y el gozo de estas (bagatelas) basta para hacer en (el alma) el primer grado de daño, que es el embotamiento de la mente y oscuridad del juicio para entender bien la verdad y juzgar de cada cosa como es”.
La fascinación de la bagatela termina oscureciendo la mente y el juicio por lo que se llega a subvertir los valores y caer en el pecado en contra del Espíritu Santo.
“Porque el alma (del justo) era grata a Dios … (Dios) se apresuró a sacarle de en medio de los malvados … la gracia de Dios y la misericordia son para sus santos, y Él fija su mirada sobre los escogidos” (Sabiduría IV, 14-15).
“¡Dichoso el que no se escandalizare de Mí!” (San Mateo XI, 6).
Dichoso el que cree a pesar de las apariencias, porque ve las obras que Jesús hace y oye las palabras que ningún otro hombre dijo, y juzga con un juicio recto y no por las apariencias.
Porque los que dudan de los escritos de Moisés y de los Profetas—como los fariseos—no creerían aunque un muerto resucitara y les hablase.
Dichoso el que sabe reconocer, en los milagros de Jesús, las profecías gloriosas sobre el Mesías Rey que, junto con dominar toda la tierra, tiene esa predilección por los justos.
Dichoso, en fin, el que, al pie de la Cruz, siga creyendo todavía, como Abrahán, contra toda esperanza, como creyó la Santísima Virgen María, y comprenda las Escrituras según las cuales era necesario que el Mesías padeciese mucho, muriese, resucitase y viniese de nuevo en un futuro a reinar sobre la tierra.
Por eso nadie puede ir a Jesús si no le atrae especialmente el divino Padre, porque es demasiado escandaloso el misterio de un Dios víctima de amor (cf. 1 Corintios I, 23).
Amén.
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Domingo III de Cuaresma – 2024-03-03 – Efesios V, 1-9 – San Lucas XI, 14-28 – Padre Edgar Díaz