sábado, 9 de marzo de 2024

¡El constante fluir de la Eucaristía! - P. Edgar Díaz

Dios nada hizo en vano. Si hoy vemos ingratitud, indiferencia y, peor aún, olvido y pecado contra Él, llegará el día en que “Vendrá toda carne a postrarse ante Él” (Isaías 66, 23), porque “todo cuanto quiso ha hecho el Señor, así en el cielo como en la tierra”, como nos recuerda el Ofertorio, el Gradual y el Tracto de la Santa Misa de hoy.

¡Toda carne; todo hombre! ¡Mensaje lleno de esperanza que nos encamina hacia la casa del Señor! “Me alegré cuando me dijeron: ¡Vamos a la casa del Señor!” “Porque jamás será derribado el que habita en Jerusalén. Porque Jerusalén está rodeada de montañas; y el Señor rodea a su pueblo, desde ahora y para siempre”.

San Pablo contrapone la figura de Agar, la esclava, y Sara, la libre; o sea, los descendientes de Abrahán según la carne, y los descendientes según la fe. Estos serán hijos de la Jerusalén celestial en oposición a la Jerusalén actual mundana y corrupta por la idolatría.

Es frecuente ver en las Sagradas Escrituras el misterio de Israel como esposa adúltera y por eso abandonada, aunque después perdonada por Dios, que se figura en Agar, y el de la Iglesia, como virgen prometida a un solo Esposo, Nuestro Señor Jesucristo, figurada en Sara.

Los que tienen la fe de Abrahán aun antes de ser circuncidado (cf. Romanos IV, 12), los hijos de la promesa (cf. Gálatas IV, 23), por oposición al Israel según la carne (cf. 1 Corintios X, 18; Romanos IX, 6-8); y los que por la fe en Jesús fueron hechos hijos de Dios (cf. San Juan I, 13), conforman el “Israel de Dios” (Gálatas VI, 16), la parte fiel que formó el núcleo primitivo de la Iglesia, y que serán los habitantes de la Jerusalén celestial.

De la “Israel de Dios” (Gálatas VI, 16) se apartaron los judíos empedernidos, que por no reconocer a Nuestro Señor Jesucristo como el Mesías, se hicieron a sí mismos adúlteros por seguir la Ley de Moisés. Estos, que pertenecían una vez al pueblo elegido por Dios, dejaron de serlo por el pecado en contra de la verdad que la primera venida de Nuestro Señor les mostraba, pecado contra del Espíritu Santo.

Pero por amor a los Patriarcas, Dios Padre les ofrece a estos empedernidos nuevamente formar parte, pero esta vez, del nuevo pueblo elegido, la Santa Iglesia Católica, los hijos de la libre Sara, fundada por Nuestro Señor Jesucristo, pues Él no ha venido para “abrogar la ley o los profetas ... sino a cumplir” (San Mateo V, 17).

Antes de la Parusía la conversión de los judíos (aunque al principio parcial) será obrada por la predicación de los Dos Testigos y de San Juan, el tercer heraldo del Apocalipsis. El empecinamiento de los judíos en su error se muestra en el Evangelio de hoy, cuando dicen de Jesús: “Éste es verdaderamente el profeta, el que ha de venir al mundo” (San Juan VI, 14), y Jesús se les escapó de las manos.

No era el momento para Jesús. La Iglesia entendería más tarde que primero era el Cristo Sufriente, y luego el Cristo Triunfante. Así lo entendieron los Apóstoles, los Padres de la Iglesia, y aquellos que hoy aman con toda sinceridad la pronta venida de Nuestro Señor.

El amor de Dios Padre siempre anhela ser reconocido y adorado por los judíos a quienes eligió primero, y por toda la humanidad, y hacia ese sublime momento encamina Dios el acontecer mundial.

Quien no lo entiende así sigue en el adulterio por seguir a los ídolos, en amarga imitación de Agar, la esclava, por no soportar y ni siquiera querer pensar y entregarse a la única solución de este nefasto y degenerado mundo, que es amar y desear vehementemente la pronta venida de Nuestro Señor.

El adulterio de la idolatría del pecado viene impuesto hoy en el mundo por el desdichado y funesto clima de la sociedad contemporánea en su conjunto, creado por el pecado de liberalismo. Insistimos en este pecado de la sociedad, como también individual, porque urge entender su muy especial gravedad y consecuencias.

Los pecados graves o mortales se distinguen de los pecados veniales en cuanto que los graves matan el alma, mientras que los veniales solo la debilitan. Por el pecado mortal se hace uno enemigo de Dios; mas no así por el venial.

En la clasificación de pecados graves o mortales no todos tienen igual gravedad. Hay una gradación, y algunos son especiales por ultrajar directamente a Dios.

Así, el pecado directo contra Dios, como la blasfemia, es pecado mortal más grave que el pecado directo contra el hombre, como el aborto o el robo. La gravedad se distingue en este caso por la dignidad de la persona agraviada.

Estos pecados que hieren directamente a Dios son el odio formal, la desesperación absoluta, y el pecado contra la fe.

El odio formal y la desesperación absoluta son los pecados propios del demonio y de los condenados en el infierno; raramente se dan aquí en la tierra en grado extremo. Pero sí es común entre los hombres el pecado contra la fe.

La razón es evidente. La fe es el fundamento de todo el orden (de la vida) sobrenatural; el pecado es pecado en cuanto ataca cualquiera de los puntos de este orden sobrenatural; es, pues, pecado máximo el que ataca el fundamento máximo de dicho orden, que es la fe.

Un ejemplo lo aclarará. Mayor es la herida al árbol que se le corta una rama, cuanto más importante sea la rama; pero la herida máxima o más grave o radical es la de cortar el árbol por su tronco o raíz, pues es la extinción del árbol entero.

Hablando del pecado contra la fe, Santo Tomás de Aquino cita esta fórmula incontestable de San Agustín: “En este pecado se contienen todos los pecados”. 

Y continúa discurriendo Santo Tomás, siempre con su acostumbrada claridad. “Más grave es un pecado cuanto más le separa de Dios. El pecado contra la fe produce la más grave separación de Dios, pues se priva el hombre del verdadero conocimiento de Dios; por dónde—concluye Santo Tomás—el pecado contra la fe es el mayor que se conoce”.

Pero el pecado contra la fe es más grave aun cuando no es simplemente carencia culpable de esta virtud y conocimiento, sino que es negación y combate formal contra dogmas expresamente definidos por la Revelación Divina y la Santa Iglesia. Así, de suyo gravísimo, el pecado contra la fe adquiere una gravedad mayor que se llama herejía.

La herejía incluye toda la malicia de la infidelidad más la protesta expresa contra una enseñanza de la fe o la adhesión expresa a una enseñanza que por falsa y errónea es condenada por la misma fe.

Al pecado gravísimo contra la fe se añade la terquedad y la contumacia y una cierta orgullosa preferencia de la razón propia por sobre la razón de Dios. Estas características hacen de la herejía el pecado mayor de todos, y el más sancionado que se conoce en el código de la ley de la Iglesia Católica.

En otra oportunidad ya habíamos hablado de la esencia del liberalismo. Ésta es la negación directa, sutil y radical de la soberanía de Dios sobre toda su creación, y la falta de fe del hombre al no reconocer esa soberanía.

Los principios del liberalismo se basan en estas dos ideas. Luego, la sociedad que sigue esos principios, y cada integrante en particular, viven constantemente en un estado de pecado gravísimo contra Dios y la fe. 

De consiguiente, (salvo los casos de buena fe, de ignorancia y de falta de deliberación), seguir los principios del liberalismo es más pecado que insultar a Dios, o ser un ladrón, o un adultero u homicida, o cualquier otra cosa de las que prohíbe la ley de Dios y castiga su justicia infinita.

Así la ley de la Iglesia lo establece y así juzga y condena el Tribunal de Dios. El liberalismo es de su propio género el mal sobre todo mal. Es el mal que infecta nuestra sociedad y cada individuo que se deja inocular por él.

La defensa de Dios y de la fe en Él es un combate feroz. Hay, ciertamente, muchos ataques gravísimos. Nos referimos ahora al perpetrado en contra del Dogma de la Infalibilidad.

Este ataque consiste en restringir la infalibilidad del Papa a solo las definiciones solemnes. Se dice entonces que el Papa habla “ex cathedra” solamente en estos casos, cuando en realidad el Papa siempre habla “ex cathedra”, ya sea solemne u ordinariamente.

La enseñanza ordinaria del Papa se da a través de Cartas Encíclicas, Bulas, Decretos, y otros documentos afines, y no a través de pronunciamientos solemnes. Si el Papa no fuera infalible también en su magisterio ordinario, habría que concluir entonces que estos documentos son dudosos (o falibles) solo por no haber sido pronunciados solemnemente.

¿Por qué se insiste en esta herejía? Para justificar la posición por la cual no se debería admitir como ley las enseñanzas y mandatos oficiales del Papa que no sean solemnes. Así, sería tema de discusión la condena contra del liberalismo, pues ésta es un documento del magisterio ordinario del Papa.

Además, se insiste en ella para justificar que un Papa “puede caer en herejía”, lo que es una herejía en sí misma. Esto da pie a mantener que los “Papas” del Conciliábulo Vaticano II son o fueron verdaderos Papas a pesar de sus tremendas herejías. 

Para decir esto se basan en acusaciones en contra de algunos Papas, que falsamente dicen que cayeron en la herejía, como Honorio y Juan XXII (22). Un dato muy significativo sobre el Papa Juan XXII (22) es que él fue quien canonizó a Santo Tomás de Aquino el 18 de Julio de 1323. Veamos el absurdo que sigue. 

Si Juan XXII (22) es acusado de hereje, luego no es un verdadero Papa. Y Santo Tomás de Aquino no sería, por consiguiente, un santo canonizado por la Iglesia, y la Iglesia se habría equivocado posteriormente al señalarlo como Patrono de las instituciones de enseñanza católica, y sus escritos no deberían estar en la ratio studiorum (el plan de estudios) de todo seminario. 

Incluso, algunos han llegado a decir que San Pedro cayó en herejía por el incidente de Antioquía. En ese incidente, San Pedro—el Primer Papa—es reprendido por San Pablo. No “por haber caído en herejía”, ya que su falta no era en contra de la fe y de las costumbres, como establece el Dogma de la Infalibilidad, sino por un proceder inconsecuente y peligroso que usó para no escandalizar a los cristianos de origen judío. 

San Agustín, comentando este pasaje, alaba a ambos apóstoles: a San Pablo, por su franqueza; a San Pedro, por la humildad con que acepta el reproche del “queridísimo hermano Pablo” (cf. 2 Pedro III, 15). Nadie tilda a alguien de hereje con un reproche.

El mismo San Agustín reprende a San Jerónimo que explicaba este encuentro como maniobra táctica convenida de antemano entre los dos apóstoles con el fin de aclarar la verdad, y le dice que Dios no necesita de nuestras ficciones.

Si el Papa solo es infalible en las declaraciones solemnes, y dado que solo muy pocos Papas han hecho declaraciones solemnes, se sigue entonces que la mayoría de los Papas no gozaron de esta prerrogativa, y fueron falibles, y su enseñanza debería ser tachada de dudosa.

Así, hasta el año 431 en que se promulgó la Primera Definición Solemne, María la Madre de Dios, ningún Papa hizo una declaración solemne, ni siquiera San Pedro—el Primer Papa—sobre quien Jesucristo edificó la Iglesia, y le confío la confirmación de sus hermanos. Concluir, entonces, que San Pedro no gozó de la infalibilidad es un absurdo y contradictorio.

Otro rudo combate en la defensa de Dios y de la fe es el que viene siendo librado en contra de la posición que pone dudas sobre el Dogma de la Segunda Venida de Nuestro Señor Jesucristo.

La luz del fin del hombre y del mundo debe iluminar la vida cristiana. En la predicación de la Santa Iglesia Católica, la escatología (la consideración de los “novísimos” o misterios de los tiempos finales) es la parte más importante, en cuanto que sólo a su luz se puede mostrar el pleno sentido de todo el cristianismo.

Sin esta mirada al fin del hombre y al fin del mundo se pierde la razón de ser de toda nuestra religión, pues el hombre para moverse necesita un fin grande, un objetivo, una esperanza…

Quien no ve en el dogma de la segunda venida de Cristo, y la proximidad del Reino de Dios, más que un símbolo espiritual o una representación sensible de este Reino, rompe, en su mismo fundamento, la indisoluble unidad de la realidad visible con la realidad invisible que Dios en su Providencia tiene planeado para el futuro. 

Es verdad que el Reino de los Cielos ya está aquí, y que el venidero, Jesús en su Parusía, ya ha irrumpido espiritualmente en este mundo desde el día en que hubo Espíritu sobre la tierra. Desde la Encarnación, desde la Crucifixión y desde Pentecostés, está espiritualmente presente el “último tiempo”.

Pero cuando en el Credo decimos “credo in vitam aeternam”, no sólo confesamos la fe en el último tiempo venidero, sino también en el que “ya ha venido”, la misteriosa existencia de Cristo en y entre nosotros.

Ciertamente, la existencia de Nuestro Señor en nosotros es misteriosa. Casi al final del recorrido hacia la Crucifixión, Nuestro Señor quiso dejarnos su misma existencia en la Eucaristía, camino seguro para arribar al feliz término de la Parusía.

Mientras no lo creamos del todo, no podemos decir que vivimos la fe. Sin considerar al mismo tiempo el gozo de tenerlo presente sacramentalmente en la Santa Misa, y el gozo del reino de Dios al que nos lleva la Eucaristía, no podemos decir que vivimos la fe.

“Yo soy el pan, el vivo, el que bajó del cielo. Si uno come de este pan vivirá para siempre, y por lo tanto el pan que Yo daré es la carne mía para la vida del mundo” (San Juan VI, 51).

En la multiplicación de los peces y los panes Nuestro Señor Jesucristo nos dio un maravilloso ejemplo de saciedad en el sentido de satisfacción. 

A la saciedad de pan de los 5000 hombres ante quien Jesús hizo el milagro le sigue la saciedad de la presencia misteriosa de Jesús en la Eucaristía, de la que los panes eran figura: “Cuando se hubieron saciado…” (San Juan VI, 22).

Y a la saciedad de la Eucaristía le seguirá la saciedad de la abundancia de la Gloria de Dios cuando finalmente se diga en su Reino que “toda carne se postrará ante Él” (Isaías 66, 23).

San Pablo enseña que la Eucaristía nos lleva como de la mano hacia la Parusía, “porque cuantas veces comáis este pan y bebáis el cáliz (la Santa Misa), anunciad la muerte del Señor hasta que Él venga” (1 Corintios XI, 26).

La Santa Misa, el Memorial Eucarístico subsistirá, como observa Fillion, hasta la segunda venida de Cristo, porque entonces habrá “nuevos cielos y nueva tierra” (cf. 2 Pedro III,13; Isaías 65, 17; Apocalipsis XXI, 1.5, etc.), con lo que se indica una nueva economía.

¿En qué consistirá esa nueva economía? “Escribe, estas palabras son fieles y verdaderas: ‘He aquí, Yo hago todo nuevo’” (Apocalipsis XXI, 5). 

Ya había hablado Dios de “cielo nuevo y tierra nueva” y de “la Jerusalén santa bajada del cielo” en otras oportunidades (cf. Apocalipsis XXI, 1.10). ¿Qué nueva novedad encierra todavía esta asombrosa declaración? 

El Padre acumula uno sobre otro los prodigios de su esplendidez hasta más allá de cuanto pudiera fantasear el hombre. 

Crampon considera “la nueva economía” simplemente como una nueva creación, algo que no está ya expuesto a un “fracaso” como el de Adán y Eva. 

“Es una renovación de este mundo donde vivió la humanidad caída, el cual desembarazado al fin de toda mancha, será restablecido por Dios en un estado igual y aún superior a aquel en que fuera creado … la restitución de todas las cosas en su estado primitivo (cf. Hechos III, 21)”.

Pero bien puede ser que Dios vaya más lejos en ese empeño que el hombre no puede sino adorar sin comprenderlo ya, a causa de la estrechez de nuestra mente y la mezquindad de nuestro corazón. 

En Isaías Dios dijo: “Mira ejecutado todo lo que oíste... Hasta ahora te he revelado cosas nuevas, y tengo reservadas otras que tú no sabes” (Isaías 48, 6; cf. Isaías 42, 9; 43, 19).

Tal vez sea el caso de “volvernos locos para con Dios” según la expresión de San Pablo (cf. 2 Corintios V, 13) y admitir “un fluir de creación eternamente renovado” para nuestro éxtasis.

Será un fluir inexhausto de “la sabiduría infinitamente variada de Dios” (Efesios III, 10) y de su amor en Cristo “que sobrepuja a todo conocimiento”, para que seamos “total y permanentemente colmados de Dios…” (Efesios III, 19-21).

Reafirma el Papa Pío XI: “Mientras las promesas de los falsos profetas se resuelven en sangre y lágrimas, brilla con celeste belleza la gran profecía apocalíptica del Redentor del mundo: ‘He aquí que yo renuevo todas las cosas’” (Pío XI en la Encíclica “Divini Redemptoris”).

Es por eso por lo que el Introito de la Santa Misa nos invita hoy a alegrarnos: “¡Regocijaos con Jerusalén (la celestial) y alegraos en ella, todos los que la amáis! Exultad con ella cuantos por ella estáis llorando, para que maméis hasta saciaros de los pechos de sus consolaciones; para que os empapéis con fruición de la abundancia de su gloria” (Isaías 66:10-11).

Asombrosa consolación y fruición en la abundancia en el milagro presentado hoy en el Evangelio como figura de la Eucaristía. San Hilario describe este tan grande milagro, en el que sucede algo realmente nuevo, totalmente extraordinario. 

“Se le ofrecen cinco panes a la turba y se le distribuyen; pero se observa que los pedazos (de pan) se aumentan en las manos de los que los distribuyen (los discípulos); no se partía un pan en pedazos más pequeños, sino, por el contrario, los panes llenaban siempre las manos de los que estaban distribuyendo, a medida que los iban dando”. 

Y continúa San Hilario: “Ni los sentidos, ni la vista, podían seguir la marcha de aquello que sucedía; es lo que no era, se ve lo que no se comprende, y solo queda el recurso de creer que Dios puede hacer todas las cosas (de nuevo)”.

El constante “fluir” de panes sirve para darnos una tenue idea de lo que será el “fluir de creación eternamente renovado”.

Lo mismo vale para la multiplicación del poco aceite de las muchas vasijas vacías con el que la acreedora pudo pagar su rescate y el de sus hijos, gracias al milagro de Eliseo (cf. 4 Reyes IV, 1-7).

Lo mismo vale para el milagro de Elías de multiplicar un puñado de harina en la tinaja y un poco de aceite en la vasija que la viuda de Sarepta usaría para cocinar para luego morir de hambre, ella y su hijo, “porque la harina en la tinaja no se agotará, ni faltará nada en la vasija de aceite, hasta el día en que Dios deje caer lluvia sobre la tierra” (1 Reyes XVII, 7-16).

La Eucaristía es un milagro porque está fuera del curso y del orden regular de la naturaleza. Se multiplica constantemente en el día a día del Sacrificio de la Santa Misa. Es el constante “fluir” de Jesucristo entre nosotros, para conducirnos al constante “fluir de una creación eternamente renovada”. ¡Muy pocos acuden a ver maravilloso milagro!

Y por esa flojedad, por ese amor por la idolatría de este mundo forjado por el liberalismo, no tendrán a Jesús por Rey, cuando vuelva, como tampoco lo tuvieron los 5000 hombres que se hartaron de comer pan y peces, por tener sus mentes embotadas solo en lo material. Los 5000 hombres querían hacer Rey a Jesús, pero Jesús se les escapó.

Jesús “temía que le hicieran rey”, observa San Agustín. “Él no era un rey de tal condición que podía ser elegido por los hombres. Sucederá alguna vez que su reino será bien conocido (según lo habían anunciado los profetas) … después del juicio que Él habrá de celebrar”.

¿En dónde estará este reino? En la “Jerusalén de arriba, la libre, la madre de todos nosotros” (Gálatas IV, 26), pues “no somos hijos de la esclava, sino de la libre” (Gálatas IV, 31), afirma enfáticamente San Pablo sobre la Iglesia Católica.

Después del juicio que habrá de celebrar, los adoradores del verdadero Dios, “saldrán (de la ciudad santa), y verán los cadáveres de los hombres que se rebelaron contra (Dios); cuyo gusano nunca morirá, y cuyo fuego nunca se apagará; y serán objeto de horror para todos los hombres” (Isaías 66, 24)

Verán, yacentes sin sepultura sobre el campo de batalla, bajo los muros mismos de la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, a todos los enemigos de Dios roídos por los gusanos y quemados por un fuego inextinguible.

Verán en lo que terminaron aquellos que vivieron según el liberalismo, y despreciaron la Eucaristía. 

¡Que la Segunda Venida de Nuestro Señor nos sorprenda esperándolo o, si no, que nos encuentre preparados para una buena muerte amando su venida! 

Amén.

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Domingo IV de Cuaresma – 2024-03-10 – Gálatas IV, 22-31 – San Juan VI, 1-15 – Padre Edgar Díaz