domingo, 28 de abril de 2024

El Rapto de San Juan al Cielo - p. Edgar Díaz

Después de muchos años de estudio sobre el tema un amigo llegó a la conclusión de que la mayoría de las propuestas dadas a la presente crisis de la Iglesia caen, de un modo u otro, en una flagrante contradicción.

En general se piensa y se desea que a la crisis de la Iglesia le ponga un freno un Papa. Pero he aquí que algunas de estas corrientes sostienen, a la vez, la posibilidad de que un Papa pueda caer en herejía, en sí mismo en contra del Dogma de la Infalibilidad. ¿Cómo conciliar esto?

Hay quienes son “conclavistas” o “restauracionistas” que proponen elegir un Papa entre los obispos hoy presentes. Pero es consabida la contienda sobre la validez y licitud de las consagraciones de los de la línea de Lefebvre, y de los de la línea de Mons. Thuc, y de los véteros católicos, quienes se arrojan piedras unos a otros. 

¿Cómo van a ponerse de acuerdo? ¿De dónde escogeríamos a un Papa de doctrina inmaculada cuando en la presente crisis de la Iglesia nadie sabe dónde está parado? Al Papa lo elige Dios, no los hombres. Y ya Dios ha dado suficiente tiempo y motivos para decirnos que no quiere un Papa. Él quiere positivamente la venida de Nuestro Señor Jesucristo, y previamente a Él, San Juan, como su precursor.

Hay quienes sostienen que los actuales usurpadores son “Papa solo materialmente” pero no formalmente, una aberración al intelecto realmente, pues un Papa es Papa solo si tiene la forma de Papa (el Dogma de la Infalibilidad), y no solo lo es por la materia. 

¿Qué materia es este hombre vestido de blanco, es o parece? Quienes mantienen esto dicen ser “sedevacantistas” pero en realidad no lo son, pues van en contra del Dogma de la Infalibilidad, al sostener que alguien pueda tener los poderes de jurisdicción del Papa mas no la sana doctrina. Contradicción.

Finalmente, sin haber sido exhaustivos, algunos sostienen que el famoso “katejón” de San Pablo (cf. 2 Tesalonicenses II, 6-7) es la remoción del Papado y del Papa. Si el papado y el Papa, que eran quienes detenían la manifestación del inicuo, han sido removidos, ¿cómo podríamos esperar entonces un Papa? Contradicción.

La oración colecta del Domingo pasado dice: “Oh, Dios, que, a los que yerran les muestras la luz de tu verdad, para que puedan volver al camino de la santidad …”

A todos aquellos que mantienen estas posiciones erróneas y heréticas, ¿hasta cuándo van a insistir, engañando a millones de personas?

¿Acaso no ven que Dios ya les ha dado las luces necesarias en la Sagrada Escritura para que puedan discernir los tiempos?

A todos los que yerran, Dios les muestra la luz de su Verdad, para que puedan volver al camino de la santidad y salvarse. Pero estos no quieren ver…

En cambio, la oración colecta de este Domingo IV de Pascua nos dice: “… concede a tus pueblos la gracia de amar lo que mandas, y de desear lo que prometes; a fin de que, en medio de los vaivenes de las cosas humanas, tengamos fijos nuestros corazones allí donde están los verdaderos goces…”

Amar lo que Él dispone. Hoy se trata de amar la presente crisis, el sedevacantismo, y que no es otra cosa que abrazarse a la cruz, pues por ahí Él quiere que vayamos a los goces eternos.

Desear lo que promete. Promete la Venida de Nuestro Señor Jesucristo a reinar. Y propone la mejor solución al caos: “tener fijos nuestros corazones allí donde están los verdaderos goces”. Esto lo dice la Iglesia, en la oración colecta de este Domingo.

El Dogma de la Infalibilidad, establecido en el Concilio Vaticano I, resuelve, junto con la Parusía, el presente drama. Infalibilidad y Parusía van de la mano. No se puede entender una cosa sin la otra. Quienes disocian o disuelven no les enseñan a los fieles a amar la venida de Nuestro Señor, sino a odiar al otro por tener una posición diferente de la de ellos. Y en esta batalla nos encontramos...

El correcto entendimiento del Dogma de la Infalibilidad nos lleva a sostener el “sedevacantismo”; mientras que la Parusía nos lleva al correcto entendimiento de que el actual sedevantismo es permitido por la santísima voluntad de Dios en vistas al reinado universal de su Hijo. ¿Quién podrá oponerse a los planes de Dios? Infalibilidad y Parusía van de la mano. No pueden ni deben ser disociadas.

Nuestra felicidad entonces debe estribar en la Venida de Nuestro Señor Jesucristo, quien nos traerá los verdaderos e imperecederos goces del cielo, a los que se llega amando y observando las divinas disposiciones. Todo lo demás es edificar sobre arena, y tejer tela de araña.

La semana que acaba de concluir el Breviario Romano nos presentó algunas partes del libro del Apocalipsis que hablan precisamente de esos goces del cielo. Se trata del capítulo IV, que nos presenta una descripción del Cielo. San Juan es raptado al cielo…

“Después de esto tuve una visión y he aquí una puerta abierta en el cielo, y aquella primera voz como de trompeta que yo había oído hablar conmigo dijo: ‘Sube acá y te mostraré las cosas que han de suceder después de éstas’” (Apocalipsis IV, 1).

El capítulo IV bien podría llamarse el libro del “drama del fin de los tiempos”, ya que predice lo que sucederá en los últimos días de la Iglesia y del mundo, según nos informa Fillion.

San Juan comienza a describir el lugar de su visión. Esto es en el “Cielo”, a donde ha sido transportado de repente en espíritu. Rodeado de otros seres superiores a él San Juan allí contempla.

Ve a Dios, todo Santo y Poderoso, que dirige las acciones más pequeñas de la historia del mundo y de la Iglesia y a Quien, en consecuencia, todos los eventos que se predecirán en el resto del libro, están conectados como su fuente de origen.

Majestuosamente Dios está sentado sobre su Trono en el Cielo.

Después de “estas cosas”, es decir, las contadas al principio del libro, capítulos II y III, que no son otras cosas que el desenvolvimiento de la historia humana en la tierra, sucederán estas otras, que invitamos a conocer a quienes esperan un Papa.

“El que revela los secretos te hizo saber lo que ha de venir” (Daniel II, 29), le dijo Daniel al rey. “El gran Dios ha mostrado al rey lo que ha de suceder en lo porvenir” (Daniel II, 45).

Estas solemnes introducciones del libro de Daniel nos avisan que lo que está por contar es algo “muy importante”; y nos señala la característica inesperada de la naturaleza de los acontecimientos que están por suceder.

San Juan es transportado al Cielo en espíritu para contemplar de más cerca los misterios que deberá revelar a la Iglesia, es decir, los eventos futuros. “Al instante me hallé (allí) en espíritu” (Apocalipsis IV, 2). 

Ya había mencionado San Juan “haberse hallado en espíritu en el día del Señor” (Apocalipsis I, 10), es decir, en un día determinado y conocido; el gran día de juicio que lleva el nombre del “Día del Señor”, entendiendo que San Juan fue transportado en espíritu a la visión anticipada del gran día de la Parusía.

Se convirtió así San Juan en testigo fiel e inmediato de lo que sigue.

“Y he aquí un trono puesto en el cielo y Uno sentado en el trono” (Apocalipsis IV, 2). ¡Una descripción muy solemne!, que recuerda la visión del profeta Daniel:

“Estuve mirando hasta que fueron puestos tronos; y se sentó el Anciano de días cuyo vestido era blanco como la nieve, y el cabello de su cabeza como lana blanca. Su trono era de llamas de fuego, y las ruedas del mismo, fuego ardiente. Un río de fuego corría saliendo de delante de él; millares de millares le servían, y miríadas de miríadas se levantaban ante su presencia. Se sentó el tribunal y fueron abiertos los libros” (Daniel VII, 9-10).

Y también la de Ezequiel: “Sobre las cabezas de los seres vivientes había algo semejante a un firmamento, como de cristal deslumbrante, que se extendía por encima de sus cabezas” (Ezequiel I, 22).

Este firmamento que se extiende sobre los Querubines como plataforma del Trono de Dios recuerda el oro transparente como cristal, que forma el piso de la Jerusalén celestial (cf. Apocalipsis XXI,19.21). 

Una imagen natural y sugestiva para nuestra esperanza de “esa Jerusalén de arriba que es nuestra Madre” (Gálatas IV, 26), parece querer brindarnos Dios a menudo en esos esplendores, como de fuego y oro cristalino que el sol presenta en la hora del crepúsculo.

Quizá por eso la tarde se llama la hora de la oración, porque ese espectáculo, tan llamativo con sus colores de insuperable pureza —aunque sólo suele ser observado y admirado de unos pocos— parece atraernos, al final del día transitorio, para que, en esa otra biblia que es la naturaleza, olvidemos todo lo que pasa, al recordar la belleza de Dios y la felicidad de nuestro destino eterno. 

Dios nos ha reservado estas maravillas para el final de nuestra existencia, que terminará en un instante cuando llegue el esperado día en que Jesús, después de habernos preparado un lugar y reservado la corona de la justicia venga, como Juez supremo, a tomar hacia Él a todos aquellos “que aman su venida” (II Timoteo IV, 8).

Sobre el Trono hay Alguien sentado. El contexto nos da a entender que se trata de Dios Padre, la Divina Presencia simbolizado por forma humana. Todo lo que es más brillante en la naturaleza sirve para pintar o reflejar el brillo de la manifestación divina.

El jaspe, transparente y precioso; la sardónice, un cuarzo-ágata marrón de tonalidad naranja… se hace a veces difícil identificar con seguridad las piedras preciosas mencionadas en las Sagradas Escrituras.

Hay un arco iris formando un semi-círculo alrededor del trono, de un aspecto semejante al de una esmeralda (cf. Apocalipsis IV, 3). La esmeralda tiene magníficos reflejos verdes, que son, al mismo tiempo, de una gran dulzura y esperanza por su venida.

“Y en torno del trono, veinticuatro tronos; y en los tronos veinticuatro ancianos sentados, vestidos de vestiduras blancas y llevando sobre sus cabezas coronas de oro” (Apocalipsis IV, 4).

Y los veinticuatro tronos y los veinticuatro ancianos rinden a Dios sus homenajes sin fin. Los ancianos ocuparán este puesto de honor en todas las escenas hasta el fin del libro. 

Su presencia da gran relieve a la pintura, y representan toda la Iglesia de Cristo, según el significado que “ancianos” tenía entre los judíos. Ancianos del Antiguo Testamento, y Ancianos del Nuevo Testamento, doce por cada uno, que por su parte representan a todos los santos del Cielo, y verdaderamente forman una sola y misma Iglesia.

Los Ancianos visten de blanco, que es el color de los elegidos, y son presentados como ya habiendo ganado la victoria.

“Y del trono salían relámpagos, voces y truenos; y delante del trono había siete lámparas de fuego encendidas, que son los siete espíritus de Dios” (Apocalipsis IV, 5).

La majestad del Señor se manifiesta con relámpagos y truenos. Y con lámparas, que en la visión fueron vistas como antorchas de fuego. Representan al Espíritu Santo mismo, los “siete espíritus de Dios”, llamados así por el carácter séptuple, es decir, perfecto, de sus operaciones y de sus dones.

“Y delante del trono algo semejante a un mar de vidrio, como cristal; y en medio ante el trono, y alrededor del trono, cuatro vivientes llenos de ojos por delante y por detrás” (Apocalipsis IV, 6).

En la antigüedad el vidrio era más transparente que el actual. Por eso San Juan queriendo significar que el mar era claro y limpio añade que era similar al cristal.

Según se nos describe, el trono de Dios estaba colocado sobre una plataforma a la que conducían unas escaleras. San Cirilo de Alejandría dice que el trono elevado de Dios significa la soberanía de Dios. Los cuatro seres misteriosos que se mencionan estaban hacia el centro de las escaleras, a los cuatro lados del trono, y formaban un círculo mucho más estrecho que el de los ancianos. 

Los seres vivientes estaban “llenos de ojos” lo que es una manera de decir que siempre velaban, ya sea para contemplar las perfecciones de Dios, ya sea para rendirle homenaje. 

“El primer viviente era semejante a un león, el segundo viviente semejante a un toro, el tercer viviente con cara como de hombre, y el cuarto viviente semejante a un águila que vuela” (Apocalipsis IV, 7).

Cada viviente tiene su rostro. Es fácil de ver que para expresar muy vivamente la característica más notable de cada uno de estos vivientes fue elegida de entre las creaturas que con razón se consideran “las obras maestras de la creación animada”. 

Uno tiene la majestad del león; el otro, el vigor del toro; el tercero, la inteligencia del hombre; el cuarto, la velocidad y la perspicacia del águila.

Por tanto, constituyen la representación ideal de las fuerzas vivas de la naturaleza, de las criaturas terrestres en su forma más perfecta. Son símbolos, no seres reales.

“Los cuatro vivientes, cada uno con seis alas, están llenos de ojos alrededor y por dentro, y claman día y noche sin cesar, diciendo: ‘Santo, santo, santo el Señor Dios, el Todopoderoso, el que era, y que es, y que viene’” (Apocalipsis IV, 8).

Como los veinticuatro ancianos, los cuatro seres vivos también rinden homenaje a Dios. Los santos del cielo y las fuerzas vivas de la naturaleza están constantemente alabando al Señor, día y noche, expresión tomada del lenguaje terrestre, porque en el cielo no hay día ni noche.

El célebre trisagio “santo, santo, santo” es tomado de Isaías, en donde se describe a los santos que forman dos coros que alternativamente cantan las alabanzas del Señor (cf. Isaías VI, 3).

Nada más sencillo y, sin embargo, nada más grandioso que este canto: Sanctus, sanctus, sanctus... Es el famoso “trisagio”, que tan bien define la naturaleza íntima de Dios, el santo, puro y perfecto por excelencia. 

La triple repetición del adjetivo hebreo qadôs (cuyo significado probable es “separado”), marca ante todo, a la manera hebrea, el carácter completo y absoluto de la santidad de Dios.

Los comentadores católicos ven con razón, siguiendo a los Padres, una indicación de la trinidad de las personas divinas en la unidad de la naturaleza.

“Yo soy el Alfa y la Omega … el que es, y que era, y que viene, el Todopoderoso” (Apocalipsis I, 8) es el testimonio solemne del Señor, que proclama su inmortalidad (las dos letras que abren y finalizan el alfabeto griego) y su omnipotencia.

Esta característica también tiene por objetivo marcar la perfecta certeza del segundo advenimiento de Jesucristo; es Dios mismo quien lo garantiza.

“Y cada vez que los vivientes dan gloria, honor y acción de gracias al que está sentado en el trono, al que vive por los siglos de los siglos, los veinticuatro ancianos se prosternan ante Aquel que está sentado sobre el trono y adoran, al que vive por los siglos de los siglos; y deponen sus coronas ante el trono…” (Apocalipsis IV, 9-10).

Es al Santísimo de los Santos a quien se dirigen las alabanzas de los cuatro vivientes.

Como el trisagio de los cuatro animales simbólicos era sin cesar, los veinticuatro ancianos a su vez rinden también solemne homenaje al Señor sin cesar.

Muestran los santos así que a Dios le deben toda su gloria. El lenguaje de los Ancianos no es menos elocuente que sus gestos. Mientras los seres vivientes se dirigían a Dios en tercera persona, los representantes de su Iglesia lo tratan directamente.

“Digno eres Tú, Señor y Dios nuestro, de recibir la gloria y el honor y el poder, porque Tú creaste todas las cosas y por tu voluntad tuvieron ser y fueron creadas” (Apocalipsis IV, 11).

El deber que incumbe a toda creatura de ofrecer a Dios perpetua alabanza está así vinculado al acto creador y a la voluntad del Creador. De hecho, la creación fue el principio y la causa de todas las demás manifestaciones de la bondad divina hacia los hombres.

Cuando llegue el esperado día en que Jesús, después de habernos preparado un lugar y reservado la corona de la justicia, venga como Juez supremo, a tomar hacia Él a todos aquellos “que aman su venida” (II Timoteo 4, 8), exclamaremos lo que hacía exclamar a los primeros cristianos:

“Acuérdate, Señor, de tu Iglesia;

Líbrala de todo mal (en particular de la distorsión del Dogma de la Infalibilidad; y del Dogma de la Parusía);

Consúmala en tu caridad, y de los cuatro vientos reúnela, santificada, en tu reino que para ella preparaste porque tuyo es el poder y la gloria en los siglos (reino que los primeros cristianos no veían a su alrededor sino que lo esperaban).

¡Venga la gracia, pase este mundo (inicuo)! 

¡Hosanna al Hijo de David! 

¡Acérquese el que (quiera ser) santo; arrepiéntase el que no lo (quiera)!

¡Ven pronto, Señor, Jesús! Amén” (Didajé).

¡Arrepentíos! Especialmente aquellos que adulteran el Dogma de la Infalibilidad, y el de Parusía. Especialmente los que tienen autoridad, que siguen predicando el error y dividiendo a los hombres de Iglesia. No os neguéis a la gracia de Dios. ¡Escudriñad las Escrituras!


*

Dom IV post Pascha – 2024-04-28 – Santiago I, 17-21 – San Juan XVI, 5-14 – Padre Edgar Díaz