Es imposible alcanzar por la razón natural el conocimiento de la Trinidad de las Personas Divinas, Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, enseña Santo Tomás de Aquino.
No podemos conocer a Dios por la razón natural, sino por medio de las creaturas. Y éstas nos permiten conocer a Dios en la medida en que reflejan a Dios.
Dios tiene cualidades o propiedades que llamamos atributos. Algunos de estos son comunes a toda la Trinidad y otros no.
Así, por ejemplo, la omnipotencia del Padre es la misma que la del Hijo, y que la del Espíritu Santo. Esto es así por la unidad de esencia en Dios que es la Divinidad. Omnipotencia es un atributo común.
Mas el atributo “ser padre” y el atributo “ser engendrado” son propios de determinadas Personas, y, por eso, no son comunes, e indican diferencia entre las Personas en la Santísima Trinidad.
Entre los seres humanos, solo puede ser padre quien tiene un hijo. Mas entre los seres inanimados, como una piedra, este atributo no se da.
Vemos, entonces, que el “ser padre” y el “ser hijo” solo competen a algunas creaturas.
Si en la Santísima Trinidad hay Padre es porque hay Hijo; y si hay Padre e Hijo debe correr entre ellos un amor indecible que solo se da en la relación paternal y filial. Ese amor recíproco es el Espíritu Santo.
La razón natural puede conocer a la Santísima Trinidad por los atributos que las Personas Divinas tienen en común, como la “bondad”, porque este atributo puede ser reflejado por todas las creaturas.
Todas las creaturas son “buenas” en el sentido de que Dios las ha creado. Dios no ha creado el mal. El mal es ausencia de bondad.
Mas la razón natural no puede conocer la Santísima Trinidad por aquellos atributos que las Personas Divinas no tienen en común, como la “paternidad” o el “ser engendrado”, porque estos atributos no son reflejados por todas las creaturas.
Es por eso por lo que a partir de un atributo común, reflejado por todas las creaturas, se puede remontar al conocimiento (aunque imperfecto) de Dios. Mas no a partir de un atributo que no es reflejado por todas las creaturas.
Por los atributos que no son comunes nuestra mente se encuentra ante una limitación imposible de superar para que a partir de ellos pudiera remontarse a Dios. Rompen la lógica humana.
Así como llamamos “buenas” a cada una de las Personas Divinas, querríamos llamar “Padre” a cada una ellas también, es decir, al Hijo y al Espíritu Santo, y esto es imposible. ¡Dios es un Misterio!
Solo al Padre le corresponde ser “Padre”, y al Hijo “ser engendrado”. Y solo al Espíritu Santo le corresponde ser “el amor de relación” entre Padre e Hijo.
Dice el Introito de la Misa de hoy: ¡Bendita sea la Trinidad santa y la indivisible Unidad que usó con nosotros de su misericordia! (Del Introito, cf. Tobías XII, 6), por habernos revelado un Misterio que de otra manera nunca habríamos podido descubrir.
Dios es un Misterio porque necesariamente debe superar la capacidad natural del conocimiento humano, y, por ser Misterio, es la garantía de ser el verdadero Dios.
No podría ser verdadero un dios al cual una creatura le pudiera igualar en conocimiento. Por eso, la incomprensibilidad de la Santísima Trinidad es la Firma de Dios, la Certificación de que es el Dios verdadero.
El Diablo quiso estar por encima de Dios, y este atrevimiento le valió ser desterrado al infierno. Creyó que con sus propias luces podía estar por encima de Él. Lo mismo se puede decir de cualquier orgullo humano que sigue los pasos de Satanás. Por eso, Dios detesta a los soberbios.
Dice la Epístola de la Misa de hoy: “Oh, profundidad de los tesoros de la sabiduría y de la ciencia de Dios: ¡Cuán incomprensibles son tus juicios, y cuán impenetrables sus caminos! Porque, ¿quién conoció los designios del Señor? ¿O quién fue su consejero? ¿O quién le dio primero a Él, para que pretenda ser recompensado? Puesto que de Él, por Él y en Él tienen ser todas las cosas” (Romanos XI, 33-36).
La distinción de Personas en la Santísima Trinidad no constituye un impedimento para la unidad con que adoramos a Dios.
Nuestra unidad de adoración se basa precisamente en la Unidad de Dios. Adoramos a Dios con unidad de adoración porque la Unidad de Dios es inseparable de la Trinidad de Personas. Aun cuando haya Tres Personas en Dios, nuestra adoración no podría dirigirse sino a Dios Uno.
Luego, solo es monoteísta quien adora a Dios Uno y Trino, la Santísima Trinidad, el verdadero Dios.
Recordemos aquí la cita de San Agustín con respecto a la visión que Abraham tuvo de los tres jóvenes (cf. Génesis XVII, 2-3): “Abraham vio a Tres, y adoró a Dios Uno”.
Es falso, pues, decir que los musulmanes son monoteístas, porque no adoran al único Dios verdadero que es Trino, sino a un solo ídolo supremo, el demonio Allah, y, por eso, mejor es decir que son monólatras.
Lo mismo vale para los judíos, cuando rechazaron la revelación de la Santísima Trinidad, lo cual significa rechazar al verdadero Dios, y de ahí la desgracia de este pueblo.
Aunque muchos de ellos no lo supiesen, se apartaron de la adoración al verdadero Dios Trino, para inclinarse ante un ser inexistente, un dios que no es tres personas, en definitiva, un ídolo creado por sus mentes. Los judíos son monólatras también.
Solo hay, pues, una religión monoteísta y ésta es la Religión Católica, que adora a la Santísima Trinidad, único Dios verdadero, Uno y Trino.
Dice la Oración Colecta: “¡Oh, Dios omnipotente y eterno! Por profesar la verdadera fe, diste a tus siervos la gracia de conocer la gloria de la Trinidad eterna, y de adorar la Unidad en el poder de tu majestad”.
Aunque Dios comunique su bondad infinita a las creaturas, no por eso la bondad que hay en cada creatura es infinita. Todas las creaturas son buenas pero limitadamente.
Basta que cada creatura reciba de Dios las perfecciones que su naturaleza reclama. Hay, luego, una desproporción entre los efectos y las causas.
Enseña Santo Tomás de Aquino que para probar los dogmas de fe no se deben dar otras razones que las de autoridad.
Algunos pretenden que la Santísima Trinidad debería ser probada suficiente y radicalmente por argumentos racionales.
Pero este tipo de argumentación solo sirve para demostrar la existencia de Dios, y no para demostrar a Dios.
Otros aciertan en admitir que la Santísima Trinidad solo puede ser justificada por la legítima deducción de sus efectos en las creaturas, en íntima conexión con su fuente ya reconocida, la Santísima Trinidad.
Ésta es la única forma que le compete a la creatura racional, ya sea un ángel o un ser humano, entender la Santísima Trinidad: el reconocimiento de la Santísima Trinidad por la fe en la afirmación de la autoridad, aunque con ello no alcance a demostrar convenientemente la Trinidad de las Personas.
Solo la razón de autoridad puede probar un dogma de fe. Pero para los que no creen en la autoridad deben insistir en la demostración racional.
Para quien tiene fe no hay repugnancia ni imposibilidad de creer las enseñanzas de la fe. Dionisio dice que razonamos fundados en el testimonio de la autoridad de las Sagradas Escrituras reveladas por Dios y confirmadas por la Iglesia.
Solo se puede creer en los dogmas por la afirmación de la autoridad del Magisterio de la Santa Iglesia. No podemos pretender creer en ellos con las pobres luces de nuestra mente.
Un buen católico no deber ser ignorante de los dogmas, y esto implica el esfuerzo por conocerlos y estudiarlos y entender sus consecuencias.
La falta de este esfuerzo por conocer el dogma y sus implicancias lleva lamentablemente a distorsionarlo, a crear confusión y poner mal espíritu, y, eventualmente, a caer en herejía.
Al error y a la falsedad no se les debe tolerar porque extravían y condenan al alma. No hay salvación para quien se extravía. Debemos, pues, defender nuestra vida eterna de los ataques que ésta pueda sufrir a través del error.
Nuestra vida espiritual no es más que un feroz combate espiritual y ésta es la posición correcta para el alma. No dejarse llevar por el sentimentalismo sino por el espíritu de lucha para defender el preciado tesoro, y esta lucha contra el error debe ser implacable y tajante.
A veces se la evita para no causar división entre las personas. Pero peor que la división es permitir y comprometerse con el error, pues, como ya hemos dicho, está en juego nuestra salvación.
La división causada entre las personas por el combate en defensa del bien y la verdad es real y necesaria como autodefensa.
No es división querida por sí misma sino por defensa de valores altísimos como la verdad y el bien, y la propia salvación.
Luego, quien se compromete con el error y el mal y calla la verdad es quien se hace objeto a sí mismo de separación. Quien calla la verdad es el causante de la división, y no quien la dice.
Es como si dijéramos, porque hay mal Dios es causa del mal. ¡No! El mal ocurre porque se autoexcluye del bien. Es el pecador quien se envía a sí mismo al infierno, y no Dios.
Sería impropio de un buen padre de familia no advertir a sus hijos de los peligros de la vida, para que estos no caigan en complicidad con el mal. Es una lucha de prevención.
Sería impropio de un buen pastor no indicar a sus ovejas el camino correcto a seguir y no avisarles el precipicio que deben evitar.
Nuestro Señor Jesucristo nos ha advertido muchas veces sobre esto.
“¿Pensáis que vine aquí para poner paz en la tierra? No, os digo, sino división” (San Lucas XII, 51); “No creáis que he venido a traer la paz sobre la tierra. No he venido a traer paz, sino espada” (San Mateo X, 34).
Es la espada necesaria para defenderse en la lucha contra el mal y el error. Es una espada de dos filos, más que suficiente para separar.
“Porque la Palabra de Dios es viva y eficaz y más tajante que cualquiera espada de dos filos, y penetra hasta dividir alma de espíritu, coyunturas de tuétanos, y discierne entre los afectos del corazón y los pensamientos” (Hebreos IV, 12).
Penetra hasta dividir: “Porque nuestra predicación no se inspira en el error, ni en la inmundicia … hablamos, no como quien busca agradar a hombres, sino a Dios, que examina nuestros corazones” (1 Tesalonicenses II, 3-4).
De ahí que se deba amonestar, y quien no acepte esta amonestación por falta de humildad cae por sí mismo en división: “También os exhortamos, hermanos, a que amonestéis a los desordenados …” (1 Tesalonicenses V, 14); “Predica la Palabra, insta a tiempo y a destiempo, reprende, censura, exhorta con toda longanimidad y doctrina ...” (2 Timoteo IV, 2).
Más controvertidas aún son estas declaraciones que implican necesaria división para resguardar la verdadera fe: “He venido, en efecto, a separar al hombre de su padre, a la hija de su madre, a la nuera de su suegra; y serán enemigos del hombre los de su propia casa” (San Mateo X, 35-36), por causa de la fidelidad de ese hombre a Dios.
“Porque desde ahora, cinco en una casa estarán divididos: tres contra dos, y dos contra tres. Estarán divididos, el padre contra el hijo, y el hijo contra el padre; la madre contra la hija, y la hija contra la madre; la suegra contra su nuera, y la nuera contra su suegra” (San Lucas XII, 52-53).
Como se ve, la defensa de la fe está por encima de las relaciones más importantes en la vida.
Jesucristo expresa además un profundo deseo de desterrar por completo el error y el mal de la tierra. Hay una purificación necesaria: “Fuego vine a echar sobre la tierra, ¡y cuánto deseo que ya esté encendido!” (San Lucas XII, 49).
Este fuego es entendido como el sufrimiento y la desdicha que abruma a los hijos de Dios por la necesaria purificación (o división) que ocurrirá sobre la tierra en los últimos tiempos.
Hay más textos aún que hablan de división que solo mencionamos de pasada:
De dos en el campo se dejará a uno; de diez vírgenes cinco no entrarán; de los cabritos se separarán las ovejas; del trigo se cortará la cizaña… la división por la lucha contra el mal y el error es manifiesta.
Es imposible que la Iglesia esté dividida; su doctrina permanece intacta, y, por eso, no necesita una restauración. Son los hombres de la Iglesia que dividen por causa del error quienes necesitan una restauración. En esto es necesario ser precisos.
En los últimos tiempos vuelven a florecer con más fuerza las herejías que desde siempre han perturbado la paz de la Iglesia.
La herejía de Arrio ya fue condenada por la Iglesia. Sin embargo hoy se ataca a la Iglesia con esta herejía con más ferocidad aún.
San Agustín enseña que Arrio sostuvo que Cristo es una criatura; que Cristo no es Dios verdadero puesto que el Dios verdadero lo hizo.
Y sostener que Cristo es una creatura es negar la Santísima Trinidad, porque no considera al Padre, el que no cree que el Hijo le es igual.
Los judíos que no creyeron que Jesucristo era el Mesías enviado por Dios, el Hijo de Dios, Dios como el Padre, cayeron en esta herejía.
Se puede decir que a Arrio no le atrajo el Padre, pues no entendió al Padre, cuyo Hijo negó como Dios. Una cosa es el Hijo y otra cosa es lo que Arrio dice que el Hijo es.
¿A quién atrae el Padre? A aquel que dice: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo” (San Mateo XVI, 16).
Se muestra a una oveja un ramo de olivo verde y le atrae. A un niño dulces y le atraen. Sin violencia exterior, por el solo estímulo del corazón. Cada cual es atraído por su placer.
Si las cosas deleitables y agradables atraen a los corazones amantes, ¿por qué no tiene este atractivo Jesucristo que nos es manifestado por el Padre?
¿A quién no le atraería ver venir a Jesucristo de entre las nubes en la Parusía montado sobre su caballo blanco?
¿Quién no gritaría con todos sus pulmones esta maravillosa verdad? Sin embargo, por nostalgia de lo antaño, no se la da a conocer.
Jesucristo ya les recriminó: “Hipócritas, sabéis conocer el aspecto de la tierra y del cielo; ¿por qué entonces no conocéis este tiempo?” (San Lucas XII, 56).
En la reciente visita de Putin a China se alcanzó consenso sobre un cambio drástico para todo el mundo. Inmediatamente después de su partida China rodeó la isla de Taiwán para tomarla.
Y con respecto a la guerra en Ucrania el plan es prolongar la guerra lo más posible hasta derribar toda Europa y América del Norte.
Creemos que el motivo último de China, que se mueve junto o por detrás de Rusia, es lograr una devastación tal que permita arrasar todo vestigio de cristiandad y Dios se sirve de este mal para desterrar la apostasía.
Esto coincide con la profecía apocalíptica que dice que la tercera parte de la tierra será incendiada (tal vez por una guerra nuclear; ¿de qué otra manera se podría incendiar la tercera parte de la tierra?): “Y fue incendiada la tercera parte de la tierra” (Apocalipsis VIII, 7).
Y coincide también con la profecía que dice que la tercera parte de los hombres será exterminada por un ejército de doscientos millones. ¿Un ejército de doscientos millones?
“Estaban dispuestos para la hora, el día, el mes y el año, a fin de exterminar la tercera parte de los hombres. Y el número de las huestes de a caballo era de doscientos millones. Yo oí su número” (Apocalipsis IX, 15-16).
Esta carnicería tendrá lugar por un ejército de crueles invasores que aparecerán de repente en escena. Serán los instrumentos de la cólera de Dios al final de los tiempos.
Solo un país con una gran población como la de China podría contar con un ejército de doscientos millones.
El objetivo es, como ya dijimos, terminar de eliminar de la tierra los pocos valores cristianos que aún quedan, y así poder establecer el nuevo orden mundial del Anticristo.
En este plan, luego de haber destruido todas las naciones que otrora fueran cristianas, se dividirá el mundo en diez partes: “Son diez reyes que aún no han recibido reino, mas con la bestia (¿el Anticristo o el Falso Profeta?) recibirán potestad como reyes por el espacio de una hora” (Apocalipsis XVII, 12).
Nuestro mundo será dividido en diez, y cada parte será gobernada por un anticristo, aunque por poco tiempo, y harán una guerra a muerte contra Cristo.
“Y estos (diez reyes) tienen un solo propósito: dar su poder y autoridad a la bestia (el Anticristo)” (Apocalipsis XVII, 13).
¡Es Palabra de Dios! ¡Severísimos castigos para la humanidad y la cristiandad apóstata!
Cuantos por su ceguera ignoran lo que está sucediendo, o por su soberbia desprecian conocerlo.
Nadie tiene esperanza cierta y verdadera de vivir para siempre, a no ser que conozca a Cristo, sin componendas con el mal y el error.
Dios Padre atrae hacia el Hijo a los que creen en el Hijo, y lo conocen por la fe y la autoridad de la Iglesia, en cuanto están persuadidos de que Jesucristo tiene a Dios por Padre, y que juntamente con el Él y el Espíritu Santo son la Santísima Trinidad, Único Dios Verdadero, que salva.
Si nos equivocamos en algo de lo dicho, nos retractamos. Honestamente, solo nos interesa la verdad. Pedimos a Dios el arrepentimiento de nuestros errores, y su clemente perdón para todos los hombres de buena voluntad.
Señor, Señor nuestro: ¡Cuán admirable es tu nombre en toda la tierra! ¡Ven pronto, Señor Jesús! Amén.
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Santísima Trinidad – 2024-05-26 – Romanos XI, 33-36 – San Mateo XXVIII, 18-20 – Conmemoración del Primer Domingo después de Pentecostés – Padre Edgar Díaz