En su maravilloso sermón sobre el Cuerpo y la Sangre de Cristo Santo Tomás nos dice: Los inmensos beneficios de la divina largueza concedidos al pueblo cristiano (Católico), le confieren una dignidad inestimable.
En efecto, no hay, ni hubo jamás ninguna nación que tuviese sus dioses tan cerca de ella, como nuestro Dios está cerca de nosotros (cf. Deuteronomio IV, 7).
El Hijo único de Dios, queriendo hacernos “partícipes de su divinidad” (cf. 2 Pedro I, 4), tomó nuestra naturaleza, a fin de que, hecho hombre, divinizase a los hombres.
Además, todo cuanto tomó de nosotros, lo entregó por nuestra salvación. Porque, por nuestra reconciliación, ofreció su cuerpo como víctima a Dios, su Padre, sobre el altar de la cruz; derramó su sangre, ya como precio de nuestra redención, ya como el baño sagrado que nos lava, para que fuésemos rescatados de una miserable esclavitud y purificados de todos nuestros pecados.
Pero, a fin de que guardásemos por siempre jamás en nosotros la memoria de tan gran beneficio, dejó a los fieles, bajo la apariencia de pan y vino, su cuerpo para que fuese nuestro alimento, y su sangre para que fuese nuestra bebida.
¡Oh, convite precioso y admirable, convite saludable y lleno de toda suavidad!
¿Qué puede haber, en efecto, de más precioso que este convite en el cual se nos ofrece para comer, no la carne de becerros o de machos cabríos, como antes bajo la Ley, sino Jesucristo, verdadero Dios?
¿Qué de más admirable que este Sacramento?
En efecto, sustancialmente el pan y el vino se cambian en él en cuerpo y sangre de Jesucristo, de tal modo que Jesucristo, Dios y hombre perfecto, está allí contenido bajo la apariencia de un poco de pan y de un poco de vino.
Es, pues, comido por los fieles, sin que en manera alguna sea dividido en trozos; por lo contrario, si se divide el Sacramento, permanece entero en cada una de las partes después de la división.
Subsisten en él los accidentes sin su sujeto o sustancia, a fin de que se ejercite la fe al recibir de un modo invisible este cuerpo, visible en sí mismo, pero oculto bajo una apariencia extraña; y para que los sentidos sean preservados de error, ya que los sentidos juzgan de accidentes, cuyo conocimiento les pertenece.
Ningún Sacramento es más saludable que éste; por él se borran los pecados, se aumentan las virtudes, y el alma se nutre de la abundancia de todos los dones espirituales.
Se ofrece en la Iglesia por los vivos y por los muertos, para que sirva a todos, lo que ha sido establecido para la salud de todos.
Finalmente, nadie es capaz de expresar la suavidad de este Sacramento, en el cual gustamos en su misma fuente la suavidad espiritual, en el cual celebramos la memoria del exceso de caridad que Jesucristo manifestó en su Pasión.
Por eso para que la inmensidad de esta caridad se imprimiese más profundamente en el corazón de los fieles, en la última cena, cuando después de celebrar la Pascua con sus discípulos “el Señor Jesús, sabiendo que su hora había llegado e iba a pasar de este mundo a su Padre, habiendo amado a los suyos en el mundo, los amó hasta el extremo” (San Juan XIII, 1), e instituyó este Sacramento, como el memorial perpetuo de su Pasión, “que debemos anunciar hasta que Él venga” (1 Corintios XI, 26), sacramento que es el cumplimiento de las antiguas figuras y la más maravillosa de sus obras; y lo dejó a los suyos como singular consuelo—un gozo poderoso—en las tristezas de su ausencia, finaliza Santo Tomás.
Unos veinticinco años después de la última cena de Jesús San Pablo escribe estas palabras: “que debemos anunciar hasta que Él venga” (1 Corintios XI, 26). Así, pues, lo mantenía la tradición inmediata después la muerte de Nuestro Señor.
“Hasta que Él venga de nuevo”, cuando esto ocurra en su Parusía, “(los) corazones se regocijarán, y (el) gozo no podrá ser(nos) jamás quitado” (San Juan XVI, 22).
Tanto Mons. Straubinger como el Padre Fillion observan que “hasta que Él venga” hace referencia a que el Memorial de la Pasión (la Santa Misa; la Eucaristía) subsistirá hasta la segunda venida de Cristo, porque entonces “esperaremos (de este evento), conforme a su promesa, cielos nuevos y tierra nueva en los cuales habite la justicia” (2 Pedro III, 13).
Según estas palabras de San Pedro hemos de suponer que Dios no destruirá por completo la tierra, sino que el fuego que enviará (cf. 2 Pedro III, 11-12) será un medio para purificarla. Toda la naturaleza estará libre de la maldición, y la justicia habitará en el mundo.
Fillion explica que “esto mismo es lo que Jesucristo poco antes (cf. San Mateo XIX, 28) había expresado con el expresivo nombre de palingenesía (en la Vulgata “restauratio”), el nuevo nacimiento, la regeneración, la renovación del mundo presente; idea que ya en tiempos pasados había expresado el profeta Isaías” (cf. Isaías 65, 17).
El Papa Pío XI, en su Encíclica “Divini Redemptoris” expresa que “mientras las promesas de los falsos profetas se resuelven en sangre y lágrimas, brilla con celeste belleza la gran profecía apocalíptica del Redentor del mundo: ‘He aquí que yo renuevo todas las cosas’” (Apocalipsis XXI, 5).
Hasta que Él venga tendremos el Cuerpo de Cristo visible bajo las apariencias de pan y vino; lo que quiere decir que tendremos verdadero sacerdocio y verdadera Santa Misa.
Después habrá un nuevo orden de cosas: “desde ahora no beberé de este fruto de la vid hasta el día aquel en que lo beba con vosotros, nuevo, en el reino de mi Padre” (San Mateo XXVI, 29).
“Nuevo e inaudito”, dice San Juan Crisóstomo. Y Teofilacto, “nuevo, mejor, y superior”.
Fillion comenta que “en el reino mesiánico alcanzará (el fruto de la vid) su bendita y gloriosa consumación. Así, al finalizar la Última Cena, Jesucristo asocia el pensamiento gozoso de su futuro reinado al cuadro triste de sus sufrimientos (el Cáliz). Para nosotros, la Sagrada Eucaristía … es, por tanto, al mismo tiempo un memorial y un emblema profético: un memorial desde el punto de vista del pasado, porque nos recuerda la Pasión de Cristo; un emblema profético desde el punto de vista del futuro, ya que es el tipo de la cena de las bodas del Cordero (cf. Apocalipsis XIX, 9) que celebraremos eternamente en el cielo”.
El buen ladrón le pedía encarecidamente un lugar en su Reino: “Jesús, acuérdate de mí, cuando vengas en tu reino” (San Lucas XXIII, 42).
Lo volveremos a ver, cuando venga a juzgar a los vivos y a los muertos y “nuestra tristeza se convertirá en gozo” (San Juan XVI, 20).
La falsa alegría del mundo y las persecuciones del tiempo presente, ni nadie—indica Santo Tomás de Aquino—nos quitará el gozo cuando Él vuelva.
“Vendré otra vez, y os tomaré a Mí, a fin de que donde Yo estoy, estéis vosotros también” (San Juan XIV, 3). ¡Revelación única! Será exactamente incorporarnos a Él mismo, o sea el cumplimiento visible y definitivo de esa divinización de la que dijo Santo Tomás en el comienzo de su sermón: “El Hijo único de Dios, queriendo hacernos ‘partícipes de su divinidad’ (cf. 2 Pedro I, 4), tomó nuestra naturaleza, a fin de que, hecho hombre, divinizase a los hombres”.
Es la segunda venida de Nuestro Señor Jesucristo, que San Pablo explica en la Primera Carta a los Tesalonicenses (cf. 1 Tesalonicenses IV, 13-17) y en que los primeros cristianos fundaban su esperanza en medio de las persecuciones.
De ahí la aguda observación de un autor—dice Mons. Straubinger—“a primera vista, la diferencia más notable entre los primeros cristianos y nosotros es que, mientras nosotros nos preparamos para la muerte, ellos se preparaban para el encuentro con Nuestro Señor en su Segundo Advenimiento”.
“No os dejaré huérfanos; volveré a vosotros” (San Juan XIV, 18).
“Acabáis de oírme decir: ‘Me voy y volveré a vosotros’” (San Juan XIV, 28).
Amén.
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Corpus Christi – 2024-05-30 – 1 Corintios XI, 23-29 – San Juan VI, 56-59 – Padre Edgar Díaz