sábado, 22 de junio de 2024

La esperanza en que vivimos - p. Edgar Díaz

“Estad siempre prontos a dar razón de la esperanza en que vivís” (1 Pedro III, 15)

A los fariseos de entonces y a los judíos en general se les acusa no solo de Deicidio sino también de algo mucho peor aún, el de no haber pedido perdón por ello, y por no haber querido cargar con la propia cruz de presentarse ante el mundo como la causa material de tan afrentosa muerte que produjo la Redención con Dios.

Para satisfacer a cualquiera que nos pida razón, no solamente de nuestra fe, sino también de nuestra esperanza, debemos estar muy bien preparados en el conocimiento de la Revelación, las Profecías, la Doctrina, y la Historia de Nuestra Iglesia: 

“Estad siempre prontos a dar respuesta a todo el que os pidiere razón de la esperanza en que vivís” (1 Pedro III, 15). Estar siempre pronto es, ante todo, una delicadeza para con Dios y sus intereses, y una muestra de nuestro afecto.

Providencialmente hoy la Primera Carta de San Pedro nos trae esta enseñanza del Antiguo Testamento: “Quien quiere amar la vida y ver días felices, aparte su lengua del mal, y sus labios de palabras engañosas…” (1 Pedro III, 10). San Pedro—el Primer Papa—tomó esta cita del Antiguo Testamento y la reprodujo fielmente en sus ideas. 

Se trata de una cita del Salmo 33 [34] como figura en la Septuaginta—el canon judío del tercer siglo antes de Cristo, que obviamente, circulaba entre los primeros cristianos. El texto original del Salmo que San Pedro reprodujo dice así: 

“¿Ama alguno la vida? ¿Desea largos días para gozar del bien? Pues guarda tu lengua del mal, y tus labios de las palabras dolosas. Apártate del mal, y obra el bien; busca la paz, y ve en pos de ella. Los ojos de Yahvé miran a los justos; y sus oídos están abiertos a lo que ellos piden. Yahvé aparta su vista de los que obran el mal, para borrar de la tierra su memoria. Claman los justos y Yahvé los oye, y los saca de todas sus angustias” (Salmo 34, 13-18; según la LXX).

Este texto es uno de tantos que estando presentes en la Septuaginta han sido quitados por la maniobra de adulteración del primer siglo.

Desde sus comienzos Nuestra Santa Madre Iglesia se vio obstaculizada por la obra del diablo, la antigua serpiente, que busca perder las almas, y sus secuaces—fariseos entre los judíos y hoy la corrupción en los hombres de la Iglesia. Estos hacen todo lo posible para impedir el acceso a la Verdad y a la “santificación de Cristo como Señor en los corazones” (1 Pedro III, 15).

En nuestra preparación para dar razón de nuestra fe y esperanza debemos conocer muy bien la Revelación, las Profecías, la Doctrina, y la Historia de Nuestra Iglesia, para no caer y repetir el engaño. La Versión griega de la Septuaginta es entonces para nosotros un resguardo de estos errores.

La importancia de la Septuaginta radica en que nos brinda el canon del Antiguo Testamento tal como lo tenían los judíos en el siglo III a. C., que fue el texto que usaban tanto Jesucristo como los Apóstoles.

Es la Septuaginta, pues, un documento inamovible y seguro. Gracias a Ella se puede garantizar que la Revelación, las Profecías, y la Doctrina, se mantuvieron fuera del alcance de toda manipulación judío-farisaica posterior a la muerte de Nuestro Señor Jesucristo.

Después de la destrucción del Templo y de Jerusalén en el año 70 los judíos-fariseos se establecieron en Jamnia, ciudad que se volvió el centro intelectual y religioso del judaísmo rabínico.

Mas en ausencia de los textos originales, tuvieron que recurrir a la Septuaginta para la recomposición de estos textos del griego al hebreo. Muy probablemente se haya aprovechado la ocasión para cometer fraude.

En particular quitaron los textos que hoy el Catolicismo llama deuterocanónicos (son 7 libros del Antiguo Testamento más algunas adiciones). 

El motivo es que los textos deuterocanónicos hablan muy claramente de cosas como el cielo y el infierno, y de profecías que innegablemente se refieren a Jesucristo.

Por ejemplo, en la cruz le gritaron a Jesús: “A otros salvó, a sí mismo no puede salvarse. Rey de Israel es: baje ahora de la cruz, y creeremos en Él. Puso su confianza en Dios, que Él lo salve ahora, si lo ama, pues ha dicho: ‘De Dios soy Hijo’” (San Mateo XXVII, 41-43), cumplimiento de una de las profecías del libro de la Sabiduría que fue obstaculizado.

El Justo debía sufrir una muerte afrentosa, dice la Sabiduría, y la identifica con la muerte de Nuestro Señor en la Cruz por causa de los judíos-fariseos. Aún espera Dios que estos pidan perdón por el Deicidio cometido, y por haber rehusado la vergonzosa cruz que les tocó cargar:

“Armemos lazos al Justo … (que) se llama a sí mismo hijo de Dios … y se gloría de tener a Dios por Padre … si es verdaderamente hijo de Dios, Dios le salvará, y le librará de las manos de sus adversarios … condenémosle a la más infame muerte (la cruz); pues según sus palabras él será atendido (por Dios Padre)” (Sabiduría II, 12.13.16.18.20).

Al reducido y nuevo elenco de la Biblia Hebrea se lo llama Canon Palestinense, en contraposición al canon de la Septuaginta, o Canon Alejandrino. Así es el estado de cosas entre los judíos desde el primer siglo.

Unos 1400 años después se produjo en el Catolicismo el lamentable cisma protestante. 

Este movimiento tuvo sus raíces en el humanismo  y también en la devoción moderna, una piedad laica anti-eclesiástica centrada en Cristo desvestida de toda sobrenaturalidad.

Comenzó con la predicación del sacerdote Martín Lutero, que revisó la doctrina de la Iglesia católica según el criterio de su conformidad a las Sagradas Escrituras.

En particular, en lugar de la Septuaginta, adoptaron para su versión del Antiguo Testamento el Canon Palestinense—Biblia Hebrea judía-farisaica, supuestamente establecido en el supuesto Concilio de Jamnia.

Los mal llamados por el Vaticano II “hermanos separados” son en realidad “separados enemigos o traidores”. Defienden la existencia del “canon de Jamnia o palestinense” mostrando así su fidelidad a sus fundadores, los de la Sinagoga de Satanás, como un bloque que se distingue de ellos en la sedienta guerra en contra de la Iglesia Católica.

Son, como dice Jesús, “hijos del diablo, que quieren cumplir los deseos de su padre … homicida y mentirosos y padre de la mentira” (San Juan VIII, 44).

Sumados los libros del Nuevo Testamento a los del Antiguo Testamento, las biblias protestantes tienen 66 libros, 7 menos que la Biblia Católica. 

Pero el Concilio de Jamnia, en el cual se basan para conformar el canon del Antiguo Testamento de sus biblias, jamás existió. Éste es un punto clave. Si bien había en Jamnia una escuela rabínica-farisea, no hay evidencia histórica que demuestre la celebración de algún concilio en ese lugar. 

El “Concilio” es sólo una hipótesis propuesta en 1871 por el protestante Heinrich Graetz para explicar y justificar el canon de sus biblias.

Como hipótesis la existencia del Concilio de Jamnia es muy débil, pues no existen fuentes tempranas que hablen de ningún Concilio de Jamnia. En todo caso, la mayoría de los expertos finalmente reconoce lo obvio: no existe ninguna razón para creer que tal concilio existió.

Incluso tampoco es claro que la escuela rabínica-farisea de Jamnia se haya referido alguna vez a la cuestión del canon de la Escritura. 

Lo que se puede asegurar es que esta escuela era totalmente anti-cristiana. Obviamente, los judíos convertidos al cristianismo no formaban parte de ella ya que estaba conformada sólo por quienes rechazaban a Jesucristo.

El canon judío-fariseo estaba ya decidido, y no tenían necesidad de convocar ningún concilio para cubrir su responsabilidad en la muerte de Nuestro Señor Jesucristo.

Para incitar aún más al odio contra los cristianos se propuso al pueblo pronunciar todos los Sabbat una maldición (llamada Birkat haMinim).

Esto obligó a los cristianos de origen judío a separarse de los demás judíos en las sinagogas. Era, evidentemente, un osado ataque anticristiano.

Oigamos lo que esta maldición pedía a Dios en contra de los cristianos:

“Que (los cristianos) no tuvieran esperanza y que en un instante les destruyeran todos los males, y que fueran eliminados rápidamente; y que todos los malvados (cristianos) fueran erradicados, vencidos y humillados, pronto, en nuestros días. Bendito eres, Señor, quien somete a los enemigos y humilla a los pecadores”. Esta es la fortuna que los mal llamados por el Vaticano II, “hermanos mayores”, pedían para los cristianos.

A raíz de esta agresión las conversiones en masa de los judíos al cristianismo fueron disminuyendo cada vez más, por temor a las represalias de los fariseos.

La astucia protestante de sostener la existencia del Concilio de Jamnia para justificar el “canon palestinense” que ellos adoptan para sus biblias es resultado de este feroz anticristianismo desde los comienzos.  

En ese entonces, no se vio que la gran cantidad de judíos que se convirtieron al cristianismo, que escucharon de primera mano a Jesús, y a los Apóstoles, y por supuesto, al apóstol San Juan, muy probablemente vivo aún, hayan dicho: 

“Necesitamos estar atentos a lo que digan los rabinos de Jamnia, en su dictamen de cuáles libros pertenecen a la Biblia, ya que nos será obligatorio seguir su resolución”. 

Los cristianos de los primeros tiempos nunca rechazaron los textos deuterocanónicos y en su defensa no permanecieron en silencio.

El Papa San Dámaso I (366-384) confirmó el canon Católico—del Antiguo Testamento, incluyendo los Deuterocanónicos, y del Nuevo Testamento—que se había decretado en el sínodo del año 374.

Posteriormente en Hipona, en 393, por primera vez un concilio de obispos enumeró y aprobó el Canon bíblico católico tal como había sido confirmado por el Papa San Dámaso I.

Luego, en el Concilio de Cartago en 397, secundado por San Agustín, se confirmó una vez más el canon del Antiguo Testamento y del Nuevo Testamento.

Ciertamente, éste fue un proceso gradual, pero de tal manera que la visión católica siempre prevaleció, y el punto de vista rabínico-fariseo, al que se adhieren los protestantes, ni siquiera surgió como una opción.

El argumento protestante viola su propio principio de Sola Scriptura: Recuérdese que Sola Scriptura dice que todas las doctrinas deben venir de la Biblia (que deben estar escritas en la Biblia para ser creídas), y ciertamente, el canon de la Escritura es una doctrina, de hecho, una de las más importantes. 

Aún así, los protestantes establecen su canon no en base a la Escritura, pues la Biblia no dice cuántos y qué libros la componen, sino en una tradición farisaica, la de Jamnia, y en un supuesto concilio convocado por ellos.

Sola Scriptura, para lo que conviene, pero las tradiciones de los fariseos para lo que no. ¡Enorme contradicción! Y se sigue fomentando el imaginario Concilio de Jamnia como forma válida para definir los libros de la Biblia protestante.

Por supuesto, la ironía aquí es asombrosa. Son los protestantes quienes juegan el papel de judaizantes, intentando imponer los dictámenes de un solitario y tendencioso grupo de judíos del primer siglo, abiertamente anticristianos. 

En esencia, la de los protestantes es una respuesta a la cuestión del canon de la Escritura sin fundamento cristiano. Su fundamento es judío-farisaico, en su intento por desvirtuar el Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo.

Sucede como sucedió en tiempos de San Pablo en Galacia. “Apóstol—no de parte de hombres, ni por mediación de hombre alguno, sino por Jesucristo, y por Dios Padre que le resucitó de entre los muertos” (Gálatas I, 1).

Poco después de haberse ganado San Pablo a los Gálatas al Evangelio, vinieron unos judíos que les enseñaban otro evangelio, un Jesucristo deformado, exigiéndoles que volviesen y cumpliesen la Ley mosaica.

San Pablo les dice en su carta: “Me maravillo de que tan pronto os apartéis … y os paséis a otro evangelio” (Gálatas I, 6). 

Y continúa San Pablo: “Y no es que haya otro evangelio, sino que hay quienes os perturban y pretenden pervertir el Evangelio de Cristo” (Gálatas I, 7). Desde los mismísimos comienzos de nuestra religión se buscó pervertir el Evangelio de Cristo.

El Evangelio no debe ser acomodado al mundo, pues la Verdad no es condescendiente, sino intransigente, y que no siempre la verdad absoluta convence, como no convenció a Judas Iscariote que la conoció personalmente: 

“Pero, aun cuando nosotros mismos, o un ángel del cielo os predicase un evangelio distinto del que os hemos anunciado, sea anatema” (Gálatas I, 8).

Es de admirar la libertad de espíritu que San Pablo propone: ni siquiera un ángel debe movernos de la fe que él enseña en sus cartas que no es otra que la fe de Jesucristo.

Por el contrario, los protestantes son, según San Pablo, “anatema” (malditos), por predicar un evangelio distinto.

El mismo Señor nos previno contra los falsos Cristos, los lobos con piel de oveja, y también San Pablo contra los falsos apóstoles de Cristo (Cf. 2 Corintios 11,13) y los falsos doctores con apariencia de piedad (cf. 2 Timoteo III, 1-5). 

Se cuestionaba San Pablo: “¿Busco yo acaso el favor de los hombres, o bien el de Dios? ¿O es que procuro agradar a los hombres? Si aun tratase de agradar a los hombres no sería siervo de Cristo” (Gálatas I, 10). 

La misma gloria que él buscaría para sí mismo sería suficiente para falsear el Evangelio y convertirse en instrumento de Satanás. 

Buscar la propia gloria es realmente preocupante: “Porque os hago saber, hermanos, que el Evangelio predicado por mí no es de hombre … sino de Jesucristo” (Gálatas I, 11-12). 

Los sacerdotes estamos siempre expuestos al grave peligro de convertir, por una interpretación defectuosa, el Evangelio de Cristo en otro evangelio, un evangelio de hombre.

Esta interpretación defectuosa es la que proviene muchas veces de la interpretación alegórica en desmedro de la literal exigida por la Iglesia. Tema que trataremos más detenidamente en otra oportunidad.

“Habéis ciertamente oído hablar de cómo yo en otro tiempo vivía en el judaísmo, de cómo perseguía sobremanera a la Iglesia de Dios y la devastaba … siendo en extremo celoso de las tradiciones de mis padres (los fariseos)” (Gálatas I, 13-14). 

Si no hubiera sido por la gracia de Dios San Pablo habría sido parte de la escuela rabínica-farisea de Jamnia y habría devastado a la Iglesia y adulterado los textos e impedido el acceso a la verdad a los suyos y a los cristianos: “He aquí delante de Dios que no miento en lo que os escribo” (Gálatas I, 20).

Mas los cristianos de origen judío se maravillaban de él: “Y en mi (los cristianos de Judea) glorificaban a Dios” (Gálatas I, 24), pues lo que veían no podía ser sino un prodigio de la gracia.

La escuela rabínica-farisea de Jamnia y la manipulación del canon, el pretendido Concilio de Jamnia inventado por los protestantes son otro evangelio, un evangelio de hombre. Tan atractivo y seductor que impide el acceso a la verdad y a la salvación y devasta a la Iglesia.

A estos, “cuando el rostro del Señor aparezca (la Parusía) Dios los pondrá como en un horno encendido (para destruirlos) en su ira, y el fuego los devorará” (Salmo 21, 10).

Rápido será el exterminio de los enemigos de Dios que predican otro evangelio en el gran día de la venganza. 

“Escucha, Señor, mi voz—dice el Introito—con que te he invocado; sé mi ayuda y mi amparo; no me abandones ni me desprecies” en el día de tu venganza.

Y la oración colecta pide: “Infunde en nuestros corazones el fuego de tu amor, a fin de que, amándote en todo y sobre todo, consigamos un día los bienes invisibles que nos prometes, que son superiores a todo deseo”. 

“A esto hemos sido llamados—dice San Pedro—a ser herederos de la bendición… a amar la vida y conocer días felices” (1 Pedro III, 9-10).

“¿Quién habrá que os pueda hacer daño—pregunta San Pedro—si os empleáis en hacer el bien? Aun cuando padecieres por la justicia…no les tengáis miedo (a los enemigos) ni os aflijáis por eso” (1 Pedro III, 13-14). 

“Alabaré al Señor que me ha dado la inteligencia (con la que puedo discernir la verdad y el bien); siempre tengo a Dios presente ante mis ojos, ya que está a mi lado para que no caiga”, dice el Ofertorio.

Finalmente, “una sola cosa he pedido al Señor, y se la volveré a pedir: que habite yo en la casa del Señor todos los días de mi vida”, dice la oración comunión. 

Es de vida o muerte estar siempre adherido al seno de la verdadera Iglesia (que no es la iglesia que hoy ocupa Roma y que predica otro evangelio, un evangelio de hombre).

No debemos jamás separarnos de la verdadera Iglesia Católica, ni por la herejía, ni por el cisma ni por el incumplimiento de los deberes religiosos. 

Por eso, la perseverancia en la verdadera fe y en el obrar el bien, dentro de la Santa Iglesia Católica, debe ser el blanco de nuestras continuas y ardientes plegarias. 

¡Ven pronto Señor Jesús a reinar!


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Domingo V después de Pentecostés – 2024-06-23 – 1 Pedro III, 8-15 – San Mateo V, 20-24 – Padre Edgar Díaz