sábado, 29 de junio de 2024

Desfallecerán en el camino - p. Edgar Díaz

Cinco prudentes, y cinco necias

Llegado el final de los tiempos es muy triste constatar que por falta de verdadero alimento los fieles “desfallecerán en el camino” (San Marcos VIII, 3).

Muchos han recorrido una gran distancia, siempre remando contracorriente, y Nuestro Señor tiene “compasión de esta gente, que … han venido desde lejos” (San Marcos VIII, 2-3). La cuestión es: “¿Quién será capaz, y cómo, de procurarles pan abundante, en esta (abrumadora) soledad?” (San Marcos VIII, 4).

Hipócritas de aquellos hombres de Iglesia que no prediquen la Parusía. En dos de sus cartas San Juan nos da el mismo mensaje: “Todo espíritu que no confiesa a Jesús venido en carne, no es de Dios, sino del espíritu del Anticristo” (1 Juan IV, 2-3), y “Han salido al mundo muchos impostores, que no confiesan que Jesucristo viene en carne. En esto se conoce al seductor y al Anticristo” (2 Juan I, 7). Son anticristos por no desear ni manifestar la venida en carne de Nuestro Señor. 

El mundo se está cayendo a pedazos y la única solución es la venida de Nuestro Señor Jesucristo. Pero se insiste en querer una restauración de la Iglesia, no según los planes de Dios, sino según los planes de los hombres: ciegos, miedosos, mentirosos y comprometidos. Son enemigos ensañados.

Quien no predica la Parusía predica otro evangelio: “Si viene alguno q vosotros, y no trae esta doctrina (la de la Parusía), no le recibáis en casa, ni le saludéis. Porque quien le saluda participa en sus malas obras” (2 Juan I, 10-11). Así de apremiante es la defensa de la Parusía, y más aún, en los últimos tiempos.

Para defender con uñas y dientes nuestra fe es más que urgente distinguir lo auténtico de lo adulterado: “Si aun nosotros, o un ángel del cielo, os anunciare otro evangelio diferente del que os hemos anunciado (quien no predica la Parusía), sea anatema” (Gálatas I, 8-9). Y explica San Juan: “Quien no permanece en la enseñanza de Cristo, no tiene a Dios; el que permanece en la doctrina, ese tiene al Padre, y también al Hijo” (2 Juan I, 9).

En el Evangelio de San Mateo la Parábola de las Diez Vírgenes tiene por precedente el contexto inmediato del Discurso Escatológico de Nuestro Señor Jesucristo. No debe ser interpretada sino en su contexto, como todo texto. Luego, su comprensión justa es en términos escatológicos. En la Parusía, Nuestro Señor consumará plenamente el Reino de Dios sobre la tierra, y la Parábola da una explicación magnífica de este importantísimo acontecimiento.

El Reino de Dios plenamente consumado en la tierra no es lo mismo que el Cielo. Difieren tanto como difieren la situación de los mortales que viven en la tierra (la Iglesia militante) de la de quienes viven en el Cielo (la Iglesia triunfante).

Mientras llegue el momento de la Parusía, para vivir según Dios, hay que luchar mucho, pero, por el pecado, la mayor parte de nuestra lucha termina en derrota. Se añade a esto el agravante de que los fieles “no tienen qué comer” (San Marcos VIII, 2), pues en medio de la apostasía de las naciones y de las apostasías personales que se aceleran cada vez más y más, nadie les predica sobre la Parusía.

Después de la Parusía habrá una importantísima diferencia en nuestra lucha: en vez de derrota, ésta terminará en triunfo, si así Dios lo permite, por la extraordinaria efusión de gracia que se seguirá a la manifestación de Nuestro Señor que causará la eliminación del sistema diabólico anticristiano que hoy nos rige a través de los judíos y que nos perturba sobremanera el vivir según Dios: “vivís ya para Dios” (Romanos VI, 11), nos recuerda San Pablo. 

Después de la Parusía, la Iglesia militante que permanezca en la tierra vivirá según Dios, pues se hará generalizadamente la Voluntad de Dios. No en vano nos enseñó el Señor a rezar así: “Venga a nosotros tu reino. Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo” (San Mateo VI, 10). Obviamente, que venga su Reino a la tierra, pues hoy no está en la tierra todavía de manera consumada.

“En aquel entonces el reino de los cielos será ...” (San Mateo XXV, 1). En aquel entonces, es decir, en la Parusía, de la que se venía hablando en el Discurso Escatológico de Nuestro Señor.

Notemos, en primer lugar, que el verbo “será” está en futuro; la Parábola de ninguna manera hace referencia a la Iglesia militante como está ahora, con derrota, sino a la Iglesia militante futura, con triunfo.

Notemos, en segundo lugar, que San Mateo usa “Reino de los Cielos” (cf. San Mateo XXV, 1) por “Reino de Dios”. Pero ambas expresiones se refieren a lo mismo.

En toda la Biblia el único que usa la expresión “Reino de los Cielos” por “Reino de Dios” es San Mateo. Hablando Jesús al joven rico, le dijo: “Difícilmente entrará un rico en el reino de los cielos” (San Mateo XIX, 23). Pero en el siguiente versículo, el mismo Jesús dice: “Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre en el reino de Dios” (San Mateo XIX, 24). Cristo usa ambos términos indistintamente. Parece considerarlos como sinónimos.

Con respecto a las vírgenes, notemos que la mayoría piensa en la virginidad del cuerpo. Pero San Jerónimo dice: “a mí me parece, por lo dicho arriba (“entonces”, que hace referencia a la Parusía), que es otro el sentido, y que no pertenece esta comparación a la virginidad corporal sino que simboliza a todos los cristianos … (y lo común que representa a todos los cristianos es la fe)”.

Entonces, “el Reino de Dios” consumado en la tierra tras la Parusía, será para quienes hayan mantenido intacta la virginidad de la verdadera fe. A esto se refiere la Parábola con la expresión “vírgenes”. El hecho de que sean necias no quiere decir que se hayan condenado en el infierno. La distinción en la Parábola no es entre salvados y condenados, como muchos entendieron, sino entre preparados y no preparados para la venida de Nuestro Señor.

No dice la Parábola, cinco eran buenas, cinco malas, como dando a entender que las necias se condenaron, sino prudentes y necias, es decir, prudentes y necias con respecto a la verdadera fe. De lo contrario habría que forzar el texto, como tantas veces en el pasado ha sucedido. Por eso, no se puede entender la Parábola sino en términos escatológicos.

Tanto las prudentes como las necias están igualmente en el Reino, solo que las necias permanecerán en el Reino en la tierra: “En aquel entonces el reino de los cielos será semejante a diez vírgenes ... cinco necias, y cinco prudentes ...” (San Mateo XXV, 1-2). El Reino de Dios será semejante a las diez vírgenes, es decir, a cinco prudentes, y cinco necias. ¿Cómo entender esto? ¿No parece haber una contradicción?

“Llegado el Esposo las diez vírgenes salieron a su encuentro con sus lámparas” (San Mateo XXV, 1). Si bien todas llevaban lámparas no todas llevaban aceite (cf. San Mateo XXV, 2-4). Todas tenían la misma fe (todas aceptaban el dogma de la Parusía), pero no todas tenían igual preparación para recibir al Esposo en la Parusía.

En la historia de la Santa Iglesia Católica, los fieles somos, de alguna manera u otra, culpables por no habernos preparado adecuadamente para la segunda venida de Nuestro Señor. ¿Estamos preparados? En los últimos tiempos Dios ya no espera más a nadie.

Del fervor y santa ansiedad de los primeros cristianos por ver nuevamente al Señor se pasó a un enfriamiento progresivo de las generaciones subsiguientes hasta caer la Parusía prácticamente en el olvido: “Como el esposo tardaba, todas sintieron sueño y se durmieron” (San Mateo XXV, 5). Con el paso del tiempo, muy sutilmente, el enemigo el diablo fue quitando de los corazones de los católicos el deseo ardiente que de Jesús regrese pronto.

Según el Padre Castellani la tradición de la Iglesia Primitiva es la más importante de todas, porque es la más cercana a las fuentes, es decir, a Nuestro Señor Jesucristo y a los Apóstoles, que lógicamente, esperaban ansiosamente la consumación del Reino de Dios en la tierra después de la Parusía.

Esta consumación, que coincide con lo expresado en el capítulo XX del Apocalipsis sobre los “mil años” (cf. Apocalipsis XX, 3.4.5.6) en los que, no es para nada el milenarismo carnal de Kerinto (que condenamos), ni tampoco una presencia “visible” permanente de Cristo en la tierra, (que no se puede enseñar con seguridad, según decreto del Santo Oficio), como si fuera el jefe de un gobierno, sino el pleno reinado sobre la tierra del Evangelio. Esto es lógico pues el texto dice claramente que los “mil años” serán posteriores a la adoración a la bestia, y a su estatua, y a la marca que les impondrá en sus frentes y en sus manos (cf. Apocalipsis XX, 4).

La Santa Iglesia Católica jamás ha condenado ni se arriesgaría a condenar lo que la tradición primitiva ha mantenido sobre los mil años del Reino de Dios consumado en la tierra—asegura el Padre Castellani. Si así lo hiciera, sería como guadañarse los pies queriendo guadañar la cizaña.

Algunos hombres de Iglesia todavía insisten en crear confusión e identifican el reinado de Cristo en la tierra por mil años con el tiempo floreciente de la Iglesia en el pasado, o con el reinado carnal de Kerinto que condenamos, y, por eso detestan pensar en un Reino futuro consumado en la tierra, diciendo que no es eso lo lo que enseña la Iglesia, lo cual es falso. Jamás la Iglesia condenó el milenarismo posterior a la Parusía.

Como defensa de su posición se escudan en la interpretación alegórica del Apocalipsis en vez de sujetarse al sentido literal metafórico de las profecías. Esto les impide hoy, ciertamente, reconocer estos tiempos como los últimos tiempos y, en consecuencia, les lleva a predicar otro evangelio, otra doctrina, que no reconoce la venida en carne de Nuestro Señor, y que no encaja con lo que Dios tiene planeado y que no hace otra cosa más que distraer y desvíar de lo fundamental y urgente de nuestra fe. 

“Todo obispo debe ser capaz de enseñar—dice San Pablo a Timoteo … Toda Escritura … es eficaz para enseñar, para convertir, para corregir, y para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, bien provisto para toda obra buena” (1 Timoteo III, 2; 2 Timoteo III, 14-17).

Todo obispo debería profundizar y predicar la Parusía, pues es la única respuesta a nuestros problemas hoy en la Iglesia. Pero esto no se hace, al menos que sepamos nosotros, y se quedan atrapados. En consecuencia, no predican la doctrina verdadera de la Iglesia quienes no predican que Nuestro Señor está pronto por venir, y ciertamente, como dice San Juan, no tienen a Dios, ni a Cristo.

La enseñanza común de los Santos Padres en los primeros Siglos de la Santa Iglesia Católica fue precisamente el esperar ansiosamente a Nuestro Señor Jesucristo y a su Reino de Dios consumado en la tierra, lo cual se deduce perfectamente de una lectura literal del capítulo XX del Apocalipsis. Es una profecía. 

Esta enseñanza se encuentra en la Didajé, San Papías (discípulo de San Juan, autor del Apocalipsis), San Justino, San Teófilo, San Melitón, San Ireneo de Lyon (discípulo de San Policarpo de Esmirna, a su vez discípulo de San Juan, autor del Apocalipsis), San Hipólito (discípulo de San Ireneo de Lyon), San Victorino, San Metodio, San Zenón, San Epifanio, San Ambrosio de Milán, Sulpicio Severo, y San Agustín en su primera época.

Como se puede deducir, había interpretación común de los Santos Padres, la tradición primitiva. Aunque esta interpretación no era unánime debe igualmente ser respetada por el peso que tiene, el de ser de una tradición de la Iglesia primitiva.

Se puede decir que San Agustín fue el creador de la interpretación alegórica o de la pura imagen (o fábula) del capítulo XX del Apocalipsis a raíz de que después de ver las posturas de unos herejes sobre el milenarismo, y sobre todo bajo la influencia de San Jerónimo, cambió su interpretación, de la literal a la alegórica. Pero el mismo San Agustín aclara que no puede asegurar que sea la explicación definitiva pues es solo su opinión.

A esto el Padre Castellani añade: “mientras muchos dellos (de los que sostienen la interpretación alegórica y se obstinan en negar la pronta venida de Nuestro Señor) pugnan por dárnosla como definitiva, e incluso de Fe”.

El mismo San Jerónimo, que es el máximo objetor de la interpretación literal del capítulo XX, a pesar de sus palabras, no se atreve a condenarlo, por su reverencia a tantos santos y mártires de la Iglesia primitiva que lo sostienen.

Ninguno de los Santos Padres de la tradición primitiva de la Iglesia cayó en herejía por sostener la interpretación del capítulo XX como una profecía del Reino de Dios en la tierra después de la Parusía. Al respecto, el caso de San Ireneo de Lyon fue estudiado e investigado en pleno Siglo XX, hacia 1920, por el Papa Benedicto XV. 

Este Papa decidió no solo aprobar sus posturas (principalmente su magnífica obra “Adversus Haereses: Contra las Herejías”, sino extender su fiesta, su Misa y su oficio (que celebramos el pasado 28 de Junio), a toda la Iglesia Católica. Es evidente que el Papa Benedicto XV jamás habría declarado santo—una vez más—a San Ireneo, y extender su culto a toda la Iglesia, si éste hubiera caído en una herejía. 

Los Sumos Pontífices de los últimos tiempos no han cesado de inculcar la obligación de buscar primeramente el sentido literal de los textos (cf. Encíclicas “Providentissimus Deus”, de León XIII; “Spiritus Paraclitus” de Benedicto XV y especialmente “Divino Afflante Spiritu” de Pío XII). La Iglesia obliga a que se interprete primeramente el sentido literal (como el principal, de ahí su obligatoriedad).

El mismo San Jerónimo, de quien el Papa Benedicto XV dice que también pagaba tributo a la interpretación alegórica, que dominaba en la Escuela de Alejandría, declara al respecto:

“No es posible que tantas promesas como cantaron en el sentido literal los labios de los santos profetas, queden reducidas a no ser ya otra cosa que fórmulas vacías y términos materiales de una simple figura de retórica; ellas deben, al contrario, descansar en un terreno firme” (citado por Su Santidad el Papa Benedicto XV). Llama a la interpretación literal un terreno firme.

El abuso de la interpretación alegórica de las Escrituras según la fantasía de cada uno puede conducir a grandes daños, denuncia Monseñor Straubinger.

“Todas … se durmieron” (San Mateo XXV, 5). Todos los hombres de Iglesia se durmieron en el sueño de la alegoría, fueron aletargándose con el paso del tiempo, hasta que la Parusía quedase en el olvido. Ya es hora de despertar, de abrir los ojos a la realidad del prístino amor por la venida de Nuestro Señor Jesucristo y su consiguiente preparación.

Nuestra esperanza primera no es la de ser salvados, que no es lo que dice la Parábola, sino la de poder estar preparados adecuadamente para recibir a Nuestro Señor que ya viene. Debemos tener para ello una gran provisión de aceite, que es lo que engendra y vivifica nuestra misma fe (cf. Romanos X, 17).

De repente, “a medianoche se oyó un grito: ‘¡He aquí al esposo! ¡Salid a su encuentro!’” (San Mateo XXV, 6). Dice San Hilario: “como en intempestiva hora de la noche … cuando el sueño sea más pesado, los ángeles que precederán al Señor anunciarán al clamor de sonoras trompetas la venida de Jesucristo”. 

La Santa Iglesia Católica ya estará totalmente preparada para las Bodas. En el capítulo XIX del Apocalipsis se relata este encuentro: “han llegado las bodas del Cordero, y su esposa (la Santa Iglesia Católica) se ha preparado” (Apocalipsis XIX, 7).

En el Cielo se escucha el Aleluya de Dios, el colmo del gozo ante el acontecimiento que significa la culminación de todo el plan de Dios en la glorificación de su Hijo: “¡Aleluya! Porque el Señor nuestro Dios, el Todopoderoso, ha establecido el reinado” (Apocalipsis XIX, 6) sobre la tierra. Es el Aleluya por la toma de posesión del Reino de Dios en la tierra. El Esposo ya no está solo, sino que está acompañado por la Esposa, ya preparada para el Reino.

Orígenes dice que las Bodas del Cordero “se celebran en el tiempo en que estando por perecer toda la humanidad (por el gobierno del Anticristo), entra (la Iglesia), por esta unión, en el goce de la inmortalidad”.

Pero no todos en la Iglesia entrarán a gozar de esta inmortalidad en el momento de la Parusía. La Parusía es el fin de una era, y el comienzo de otra, pero no es todavía el fin del mundo, con el temido Juicio Universal que nos espera. Es, para ser más precisos, una etapa de justicia y misericordia de Dios para los que aún queden en la tierra y no estén aptos para entrar en la inmortalidad.

Al respecto, distinguimos entonces tres clases de hombres en el momento de la Parusía: los resucitados, los arrebatados, y los viadores, aquellos que, obviamente, por no estar debidamente preparados, quedarán aún sobre la tierra.

San Pablo explica: “Dios llevará con Jesús a los que durmieron con Él” (1 Tesalonicenses IV, 14). Son los Santos declarados por la Iglesia que están ya en el Cielo pero que aún esperan la resurrección de sus cuerpos. “Al son de la trompeta de Dios, los muertos en Cristo resucitarán primero (1 Tesalonicenses IV, 16). Es la Primera Resurrección.

“Después, nosotros los vivientes que quedemos hasta la Parusía del Señor seremos arrebatados juntamente con ellos (con los resucitados) en nubes hacia el aire al encuentro del Señor” (1 Tesalonicenses IV, 15.17). Bien claro es San Pablo. Seremos arrebatados, si es que aún estamos vivos en la Parusía, y si es que calificamos como vírgenes prudentes que mantuvieron sus lámparas encendidas.

Sonará la trompeta y los muertos serán resucitados incorruptibles, y nosotros seremos transformados (arrebatados) (1 Corintios XV, 52). Los resucitados y arrebatados no quedarán en la tierra, sino que estarán reinando con Cristo, de manera invisible, como dice el texto del Apocalipsis capítulo XX.

Pero si habrá quienes estarán reinando con Cristo por el espacio de mil años, habrá también súbditos, pues no se entiende un Rey sin súbditos. Estos serán los viadores que permanecerán en la tierra. Por eso dice el texto que Cristo juzgará sobre vivos (es decir, sobre los que serán arrebatados y los viadores), y sobre muertos (es decir, los santos que esperan en el Cielo la resurrección de sus cuerpos), tanto en la Parusía, como en el posterior Reino sobre la tierra: “… Cristo Jesús, el cual juzgará a vivos y a muertos, tanto en su aparición (la Parusía) como en su reino (en la tierra)” (2 Timoteo IV, 1).

Los viadores están representados en la Parábola por las vírgenes necias. Así se entiende que formen parte del Reino de Dios (en la tierra), y que eventualmente por sus méritos y por la sobreabundante gracia de Cristo salgan victoriosos. La distinción de la Parábola es entre preparados y no preparados.

San Pablo exhorta a Timoteo a predicar la sana doctrina:

“Vendrá el tiempo en que no soportarán más la sana doctrina, antes bien con prurito de oír se amontonarán maestros con arreglo a sus concupiscencias” (2 Timoteo IV, 3). Las concupiscencias de las engañosas dulzuras y ensueños de la gloria de Nuestra Religión en el pasado. “Apartarán de la verdad el oído, pero se volverán a las fábulas” (2 Timoteo IV, 4). Las fábulas (o ficción) de la alegoría como la define el Diccionario de la Real Academia Española.

Los viadores padecerán aún las consecuencias del pecado original, es decir, la inclinación al mal. Tendrán que seguir luchando continuamente, llevando la cruz, siendo podados, para vivir según Dios. Tendrán aún que padecer las enfermedades, el desgaste, la vejez y la muerte, solo que favorecidos por la gracia sobreabundante de Cristo y por el Reino de Dios en todas las almas y naciones.

Al respecto dice el padre Rovira: “Lejos de nosotros fantasear una era de una santidad dulzona, sin cruz ni mortificación”. Tendrán que seguir luchando violentamente por la conversión propia.

La aparición o Parusía de Nuestro Señor será visible a toda la humanidad, buenos y malos, prudentes y necios. Ante la noticia de la llegada del Esposo, “todas … se levantaron y arreglaron sus lámparas” (San Mateo XXV, 7). Pero “las necias dijeron … nuestras lámparas se apagan’” (San Mateo XXV, 8). El amor por la venida de Nuestro Señor fue tan poco que no calificaron para la beatitud de la Parusía, es decir, el arrebato. “Dadnos de vuestro aceite” (San Mateo XXV, 8). 

No estuvieron preparados; no pidieron estar preparados por ignorancia por la falta de predicación. No negaron la Parusía, pero no la desearon. A nadie le servirá recurrir al amor ajeno, sino al propio suyo—comenta San Jerónimo. “Id más bien a los vendedores y comprad para vosotras” (San Mateo XXV, 9). 

Lo que no se ama no puede ser esperado pues no se lo desea: “En adelante—dice San Pablo—me está reservada la corona de la justicia (el arrebato), que me dará el Señor, el Justo Juez, en aquel día (la Parusía), y no solo a mí sino a todos los que hayan amado su venida” (2 Timoteo IV, 8).

Se cerró la puerta de las bodas: “Mientras ellas iban a comprar, llegó el esposo; y las que estaban prontas, entraron con él a las bodas, y se cerró la puerta” (San Mateo XXV, 10). A las necias se les cerró esta oportunidad: “¡Señor, señor, ábrenos!” (San Mateo XXV, 11). ¿De qué sirve invocar con la voz a quien se le negó el amor por su venida? “En verdad, os digo, no os conozco” (San Mateo XXV, 11-12). Será desconocido el que no le conoce. ¡Cuántas gracias perdidas para esta preparación por culpa de una mala interpretación y predicación!

“Entonces, estarán dos en el campo (en la misma fe), pero el uno será tomado (arrebatado), y el otro dejado (¿dónde sino en la tierra?); dos estarán moliendo en el molino (el mismo trabajo, la misma fe), pero la una será tomada (arrebatada), y la otra dejada (en la tierra, en el milenio)” (San Mateo XXIV, 40-41).

Al final de la Parábola Jesús amonesta: “Velad, pues, porque no sabéis ni el día ni la hora” (San Mateo XXV, 13). ¡Velad! ¡Cuántas gracias desperdiciadas! ¿Cuántas Misas perdidas que no verán jamás la luz!

Si nos equivocamos, nos retractamos. Solo nos interesa la pura verdad.

“A ti, Señor, clamaré, no te hagas sordo a mis ruegos, Dios mío; no calles, no sea que me asemeje a los que bajan al sepulcro” (Introito). Mis ruegos son que pueda estar preparado para la venida de Nuestro Señor.

“Oh, Dios de las virtudes, a quien pertenece todo cuanto hay de mejor” (Colecta). ¿Qué mejor que la venida de Nuestro Señor a destruir este satánico y salvaje mundo?

“Afianza mis pasos hacia tus caminos, para que no resbalen mis pies; préstame atención, y oye mis súplicas; haz brillar tus misericordias, ya que salvas a los que esperan en Ti, oh, Señor” (Ofertorio). Salvas a los que esperan tu Parusía.

“Haz que lo que con fe viva te pedimos, lo consigamos eficazmente” (Secreta). Y entonces “rodearé tu altar y ofreceré en tu santo templo alegres acciones de gracias; cantaré y recitaré salmos al Señor” (Comunión).

Y aún así, a pesar de todas estas verdades, seguirán en su obstinación, como Judas Iscariote, después de haber compartido tanto tiempo con la presencia de la misma Verdad Encarnada en Persona.

¡Ven pronto Señor Jesús a reinar! ¡Concédenos la gracia de estar siempres preparados para tu venida!

Amén.

Domingo VI después de Pentecostés – 2024-06-30 – Romanos VI, 3-11 – San Marcos VIII, 1-9 – Padre Edgar Díaz