Sermón de la Montaña - Gustavo Doré |
“La Providencia de Dios jamás falla en sus disposiciones” (oración colecta), enseña la Iglesia a través de su liturgia. Con respecto al Sacramento de la Eucaristía, Dios dispuso que se efectúe hasta que Nuestro Señor venga.
Hablando de este Sacramento dice San Pablo:
“Porque yo he recibido del Señor lo que también he transmitido a vosotros: que el Señor Jesús la misma noche en que fue entregado, tomó pan; y habiendo dado gracias, lo partió y dijo: Éste es mi cuerpo, el (entregado) por vosotros. Esto haced en memoria mía. Y de la misma manera (tomó) el cáliz, después de cenar, y dijo: Este cáliz es la Nueva Alianza en mi sangre; esto haced cuantas veces bebáis, para memoria de Mí” (1 Corintios XI, 23-25).
Nuestro Señor manda a sus sacerdotes a celebrar la Santa Misa en su memoria, y el Sacramento de la Eucaristía se hace presente en la Santa Misa.
Con respecto a los fieles, les exhorta a recibir la Comunión en la Santa Misa, para memoria suya, a menos que haya una real imposibilidad física de acudir: “El que come mi carne y bebe mi sangre en Mí permanece y Yo en él … El que come este pan vivirá eternamente” (San Juan VI, 56.59).
Ésta es disposición de Dios y jamás falla. Quien no come, no permanece en Él, ni vivirá eternamente. Sin embargo, esta disposición tiene una duración: la Parusía: “Porque cuantas veces comáis este pan y bebáis el cáliz, anunciad la muerte del Señor hasta que Él venga” (1 Corintios XI, 26).
Luego, la disposición de Dios es que se celebre la Santa Misa (el Sacrificio de la muerte del Señor), y que los fieles reciban la comunión en Ella, hasta la Parusía, y las disposiciones de la Providencia de Dios jamás fallan.
Dios no nos dejará sin el Verdadero Sacrificio de la Santa Misa hasta la Parusía, lo que implica que no nos dejará sin verdaderos sacerdotes, e impone la obligación de recurrir a ellos para recibir los Sacramentos, hasta su Venida. Esto es tan rotundamente claro como que es también una grandísima prueba y castigo el no poder cumplir con ello sin culpa propia.
La Iglesia enseña que “la acción curativa del Sacramento (de la Eucaristía) nos sana amorosamente de nuestros vicios, y nos capacita para la práctica de las virtudes” (oración post-comunión).
Nuevamente a través de su liturgia (oración del ofertorio), la Iglesia insiste en la recepción de la Eucaristía para mantenerse en Él y entrar en la vida eterna:
“Como en otros tiempos aceptabas (Tú, oh, Dios) en holocausto los carneros y los toros, y los sacrificios de millares de corderos, así sea hoy agradable nuestro sacrificio en tu acatamiento (acudir a la Santa Misa para ofrecerlo en la Comunión), ya que jamás quedan confundidos, oh, Señor, los que en Ti confían”.
Y al respecto la oración secreta dice:
“Oh, Dios, que has reducido la variedad de los sacrificios legales antiguos a un solo y perfecto Sacrificio (la Santa Misa); recibe este Sacrificio que te ofrecen tus siervos devotos, y santifícalo con la misma bendición con el que santificaste el de Abel; a fin de que, lo que cada cual ha ofrecido en honor de tu Majestad, les aproveche a todos para su salvación”.
Es cierto que en el desbarajuste en que se encuentra la Iglesia hoy es muy difícil poder acceder a los Sacramentos. Hay muy pocos sacerdotes, y los más están afectados por algún error o deficiencia en la doctrina. Tal vez sea necesario aquí recordar que no se debe recurrir a un falso sacerdote de la Iglesia Conciliar de Roma porque no tiene verdadero sacerdocio, y sería una injuria hacerlo.
Pero, ¿excusa esto a un fiel—dentro de sus posibilidades—de buscar intencionadamente la Santa Misa de un sacerdote verdadero y firme en la fe y comulgar en Ella?
Quien se excusa de no acudir a los Sacramentos pudiendo hacerlo “desprecia la Iglesia de Dios”; “avergüenza a los que nada tienen”; “y no es digno” (1 Corintios XI, 22). Tal es la condición de quienes prefieren quedarse en casa antes de molestarse a buscar la Santa Misa, la Comunión y la Confesión.
Como los falsos profetas, son conocidos por sus frutos malos: “por sus frutos los conoceréis” (San Mateo VII, 16). Y “todo árbol malo da frutos malos … y es cortado y echado al fuego” (San Mateo VII, 17.19). Es el gran riesgo de no acudir a la Santa Misa pudiendo hacerlo.
En el juicio, ya sea el de la muerte particular de ese fiel, o el juicio en el momento de la Parusía, si ese fiel está vivo en la Parusía, oirá estas palabras:
“No todo el que me dice: ‘Señor, Señor’, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre” (San Mateo VII, 21). Y la voluntad del Padre es que se acuda a los Sacramentos hasta la Venida de Nuestro Señor, aún en medio del caos en el que nos encontramos.
Si se realizan y se gasta en viajes, fiestas, bailes, banquetes, entretenimientos, diversiones, gastos, comodidad propia… ¿Por qué no venir a Misa? Hay tiempo y dinero para todo menos para Dios. No hay conciencia de la necesidad urgente e imperiosa de recurrir a Dios.
¡Ay de estos en el Juicio! ¡Cuánto les va a pesar no haber sido fiel a Dios en la tremenda prueba con la que Dios nos humilla! ¡Qué castigo de Dios tener que recurrir a los Sacramentos en medio de la escasez de verdaderos y firmes sacerdotes de la Iglesia, lo que no justifica a nadie a menos que haya una justa causa!
¿Acaso han pedido a Dios con toda honestidad la gracia de poder contar con un verdadero y firme sacerdote al alcance para poder recibir los Sacramentos? ¿Quién se atreverá a decirle a Dios: “Ah, Tú no nos proveíste. Tus disposiciones fallaron”? El arrastre de las cadenas del pecado es tan pesado que indefectiblemente nos llevan a la muerte eterna.
Bajo dos aspectos es la muerte la paga del pecado: físicamente, ya que sin el pecado de Adán la muerte no hubiese entrado en este mundo; y moralmente, por cuanto el pecado priva al alma de la gracia santificante, que es su verdadera vida espiritual. El pecado esclaviza y rebaja al hombre y lo hace reo de muerte.
Consciente de esto Nuestro Señor dispuso, junto con el Sacramento de la Eucaristía, el Sacramento de la Confesión. La Iglesia, en su liturgia de hoy, nos manda a pedir al Señor que “incline sus oídos a escucharnos; y que se apresure a librarnos del pecado” (oración de la comunión).
Son nuestras flaquezas las que nos llevan a pecar y sobre ellas San Pablo nos dice con una expresión un tanto familiar: “les hablo como suelen hablar los hombres …” (Romanos VI, 19). Así se dirige a nosotros San Pablo hoy a través de la Epístola de esta Santa Misa.
“La flaqueza de la carne” (Romanos VI, 19), según San Juan Crisóstomo, enarbola los obstáculos morales que se oponen a la perfecta práctica de la vida cristiana.
Y la razón es que “para iniquidad entregamos nuestros miembros como esclavos a la impureza y a la iniquidad …” (Romanos VI, 19). Estos eran en tiempos de San Pablo los mayores vicios que resaltaban entre los paganos: “por lo cual los entregó Dios a la inmundicia en las concupiscencias de su corazón, de modo que entre ellos afrentasen sus propios cuerpos” (Romanos I, 24).
La Gran Apostasía ha logrado un considerable regreso al paganismo, de manera que esos vicios se ven de un modo exacerbado aun entre los cristianos. Por no haber sido fiel a Dios estamos viviendo como paganos. Así Dios nos humilla y nos considera en el mismo nivel en el que están ellos:
“Por esto los entregó Dios a pasiones vergonzosas, pues hasta sus mujeres cambiaron el uso natural por el que es contra naturaleza. E igualmente los varones, dejando el uso natural de la mujer, se abrazaron en mutua concupiscencia, cometiendo cosas ignominiosas varones con varones, y recibiendo en sí mismos la paga merecida de sus extravíos” (Romanos I, 26-27).
No solo a nivel de los paganos, sino peor que ellos: “es ya del dominio público que entre vosotros hay fornicación, y fornicación tal, cual ni siquiera entre los gentiles, a saber: que uno tenga la mujer de su padre” (1 Corintios V, 1).
San Pablo repudia el trato con ellos: “no tengáis trato con los fornicarios” (1 Corintios V, 9).
La impureza y la iniquidad es odio a la ley de Dios: “… de aquellas cosas de que ahora os avergonzáis … su fin es la muerte” (Romanos VI, 21), es decir, la separación de Dios, la muerte eterna, la condenación sin fin: “El salario del pecado es la muerte” (Romanos VI, 23), y ésta es castigo de Dios.
Luego, “no reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, de modo que obedezcáis a sus concupiscencias, ni sigáis ofreciendo al pecado vuestros miembros como armas de iniquidad” (Romanos VI, 12).
No hay excusa para no confesarse y no recibir la comunión, a menos que haya una imposibilidad física o moral de hacerlo, por no poder acceder a un verdadero sacerdote.
San Pablo se complacía más en sus debilidades que en las revelaciones que había recibido de Dios. Y de sus debilidades hacía alarde.
Como él, solo podemos jactarnos de nuestros pecados. En el Sacramento de la Confesión, aquello que tan cuidadosamente escondemos a los ojos de los demás no podemos esconderlo a los ojos de Dios.
En el caos en el que se encuentra Iglesia sucede que la mayoría de nosotros ha acudido alguna vez, por ignorancia, a confesarse ante un falso sacerdote de la falsa Iglesia Conciliar surgida después del Conciliábulo Vaticano II. Esto hace que todas nuestras confesiones con ellos sean inválidas.
Para subsanar esto se propone una buena confesión general, o confesión de vida, ante un verdadero sacerdote, en la que además de recibir el perdón de un sacerdote válido, se podrá decir también pecados olvidados que nunca fueron confesados, o pecados que fueron confesados mal por no haberlos especificado bien.
En toda confesión es necesario acusarse de todos los pecados mortales que uno pueda recordar desde la última confesión bien hecha, indicando la especie y el número de veces cometido.
Para ello hay que pedir a Dios la gracia de conocer bien nuestros pecados examinándose atentamente todas las noches antes de acostarse. Esto nos asegurará de no olvidarnos de nuestros pecados, y de estar alertas y prevenidos de futuras caídas.
Enseña San Bernardo:
“La negligencia en prepararte a la Confesión a menudo es la causa de que no aproveches de un remedio tan salutífero. No indagas tus pecados con suficiente esmero; no te excitas lo suficiente a la contrición, porque no consideras el mal que te causan tus pecados, ni el bien de que te privan. Has perdido el más valioso de los bienes, la gracia, y todavía has menester que se te mande que tengas dolor de ello”.
Y continúa: “El respeto humano impide a menudo que se declaren todos los pecados. El demonio que nos había quitado la vergüenza cuando cometíamos nuestros crímenes (pecados), quiere ahora devolvérnosla en el santo tribunal (de la Confesión). Desecha esta mala vergüenza, a menos que prefieras ver, en el día del juicio, expuestos tus pecados a la vista de todos antes que declararlos aquí a un solo hombre. Esta confusión que sufres ahora te será saludable, la otra será inútil. No te avergüences de tener que decir lo que no tuviste vergüenza de hacer”.
Y por su parte Tertuliano enseña:
“Recaes siempre en las mismas faltas, siempre te confiesas de lo mismo, porque no tienes un firme propósito de enmienda y no prevés los escollos allí donde tienes costumbre de naufragar. Piénsalo seriamente en lo porvenir, deja esas ocasiones peligrosas y no te preocupes por lo que diga el mundo. ¿Dónde estamos si más tememos disgustar a los hombres que a Dios?”
Una vez concluida la confesión, se debe cumplir sin demora con la penitencia impuesta por el sacerdote, y no olvidar agradecerle a Dios por la gran gracia del perdón recibido.
Si el demonio intenta preocuparnos o confundirnos con respecto a la confesión, no debemos discutir con él. Sobre todo, no hay que dejarse llevar por los escrúpulos.
Jesús no ha instituido el Sacramento de la Penitencia para torturarnos, sino para liberarnos. Lo que nos pide a cambio de su amor es una gran lealtad al acusarnos de nuestros pecados, especialmente los más graves, y la sinceridad de evitar realmente todas las ocasiones de pecado.
A la mujer adúltera Jesús le dijo: “Ve, y no peques más” (San Juan VIII, 11). Y muy humildemente el padre Pío de Pietrelcina decía a Nuestro Señor: “Señor, abandono mi pasado a vuestra misericordia, mi presente a vuestro amor, mi futuro a vuestra providencia”.
Con su muerte Nuestro Señor destruyó el pecado: “Una sola vez fue Cristo inmolado, para destruir los pecados de muchos; por segunda vez, destruido el pecado, aparecerá para salvar a los que le esperan” (Hebreos IX, 28). Así nos dice San Pablo en la Epístola de la Fiesta de la Preciosísima Sangre de Nuestro Señor.
En la Parusía, destruido el pecado, quien espere con amor la venida de Nuestro Señor, recibirá la corona inmarcesible (cf. 1 Pedro V, 4) del arrebato por haber mantenido una lucha implacable en contra del pecado gracias a la Santa Eucaristía.
Para darnos conocimiento de esta corona San Pablo “fue arrebatado hasta el tercer cielo” (2 Corintios XII, 2) en un repentino e irresistible rapto. Tuvo experiencia de lo que los que estén vivos al momento de la Parusía experimentarán: “Los vivientes que quedemos seremos arrebatados …” (1 Tesalonicenses IV, 17).
San Pablo “fue arrebatado al Paraíso …” (2 Corintios XII, 4), la bienaventurada morada de Dios donde se manifiesta a los elegidos. Fue admitido a contemplar al Señor mismo, y a su regreso del éxtasis, nos lo cuenta para animarnos en la lucha en contra del pecado.
Y allí “oyó palabras inefables que no es dado al hombre expresar” (2 Corintios XII, 4), porque Dios se reserva para Sí la manifestación de estas verdades, de suerte que San Pablo habría violado los secretos del cielo si las hubiera comunicado él mismo.
Cuando Nuestro Señor aparezca en la Parusía a reinar “todos los pueblos de la tierra le aplaudirán con las manos, y le vitorearán con gritos de júbilo”, y dirán, como dice hoy el Introito de la Santa Misa: “El Señor es excelso y terrible, el más grande Rey de toda la tierra”.
“Temed al Señor”, dice el Gradual, y “acercaos a Él, y seréis iluminados; y vuestros rostros no serán sonrojados” cuando aparezca como Juez en la Parusía.
Con humildad dice San Pablo de sí mismo: “Conozco a un hombre en Cristo … que fue arrebatado hasta el tercer cielo” (2 Corintios XII, 2). Habla de él en tercera persona, como si se tratara de un extraño. Pero luego de haber hablado de sí mismo en tercera persona, regresa a la forma ordinaria de hablar: “pero de mí no me gloriaré sino en mis flaquezas” (2 Corintios XII, 5).
Prefiere ser apreciado por su conducta, visible a todos los ojos, no por otra cosa sino por las gracias cuya gloria pertenecen sólo a Dios: “para que nadie me considere superior a lo que ve en mí u oye de mi boca” (2 Corintios XII, 6).
Visible a todos los ojos; la conducta del cristiano tiene que ser manifiesta: humildad, mansedumbre, recogimiento, respeto por la Iglesia y el Sacerdocio; una sincera búsqueda de los Sacramentos en la medida de lo posible en medio de esta hecatombe, porque Dios jamás falla en su Providencia.
Si nos equivocamos, nos retractamos. Solo nos interesa la verdad. ¡Ven pronto Señor Jesús! ¡Concédenos la gracia de poder estar preparados para tu venida!
Nos encomendamos a la Santísima Siempre Virgen María:
“Bendita y venerable eres, Virgen María, pues sin menoscabo de tu pudor te hallaste Madre del Salvador. ¡Oh, Virgen Madre de Dios! ¡El que no cabe en todo el orbe, se encerró, hecho niño, en tus entrañas!” Es el Gradual de la Fiesta de la Visitación.
“Feliz eres, oh, sagrada Virgen María, y dignísima de toda alabanza; porque de ti nació el Sol de Justicia, Cristo nuestro Dios” Es el Aleluya de la Fiesta de la Visitación.
Amén.
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Domingo VII después de Pentecostés – 2024-07-07 – Romanos VI, 19-23 – San Mateo VII, 15-21 – Padre Edgar Díaz