sábado, 13 de julio de 2024

EL Mayordomo Infiel - p. Edgar Díaz

El Mayordomo Infiel

Un “dilapidador de los bienes (de Dios)” (San Lucas XVI, 1) es alguien que “pretende ser miembro de Jesucristo pero en realidad es su más alevoso perseguidor, porque mientras se hace con la mano la señal de la cruz, es enemigo de Él en el corazón”—sostiene San Luis María Grignion de Monfort.

Dios confía a sus verdaderos sacerdotes la verdadera doctrina. Sin embargo, por miedo y genuflexión al momento de tener que proclamarla, la acusación bien fundada de ser un “dilapidador de bienes” les cae bien. Son enemigos de Él en el corazón.

Satanás es el padre de la mentira (cf. San Juan VIII, 44) y nunca presenta el engaño en su odiosa fealdad sino lleno de atractivos. Al final de los tiempos, el “inicuo” que le sirve, el anticristo, se presentará con todo poder y señales y prodigios de mentira (cf. 2 Tesalonicenses II, 9). Los incautos le creerán y le adorarán (cf. Apocalipsis XIII, 4). ¿Cómo enfrentar semejante engaño sin la ayuda de la gracia de Dios?

Se oirá decir: “¿quién como la bestia?” y “¿quién puede hacerle la guerra?” (Apocalipsis XIII, 4). A la bestia “le fue permitido … hacer la guerra a los santos y vencerlos …” (Apocalipsis XIII, 7). ¿Quién no caerá en sus garras, si no fuera por la gracia de Dios, si escrito está: “E hizo (el diablo) que la tierra y sus moradores adorasen a la primera bestia (el anticristo)” (Apocalipsis XIII, 12)?

Y “embaucó (el diablo) a los habitantes de la tierra con prodigios … diciendo a los moradores de la tierra que debían erigir una estatua a la bestia (el anticristo) …” (Apocalipsis XIII, 14).

Y “le fue concedido (al diablo) animar la estatua de la bestia (¿tal vez a través de hologramas?) de modo que la estatua de la bestia hablase e hiciese quitar la vida a cuantos no le adorasen” (Apocalipsis XIII, 15).

Por no estar en gracia de Dios muchos van a morir ante las presiones del anticristo: “E hizo poner (el anticristo) a todos … una marca impresa en la mano o en la frente, a fin de que nadie pudiese comprar ni vender si no estaba marcado (intentará matar de hambre) … He aquí la sabiduría: quien tienen entendimiento calcule” (Apocalipsis XIII, 16-18).

Es decir, sepa distinguir que se trata del anticristo que ha llegado, “porque (la marca) es cifra de hombre, y su cifra es seiscientos sesenta y seis” (Apocalipsis XIII, 18).

En su gran misericordia quiere Dios darnos la gracia de estar preparados y prevenidos para la Gran Persecución del anticristo, que precederá a la venida de Nuestro Señor Jesucristo en la Parusía. Pero muy pocas voces dan a conocer estas verdades. 

La mayor parte de la predicación hoy trata del catecismo y de las virtudes, de los santos, y de la denuncia del error, lo cual está bien, pero carece de conexión con la realidad de que hay que tomar conciencia de la venida de Nuestro Señor Jesucristo.

En ese sentido, lamentablemente, la prédica del Evangelio termina siendo una distracción más que un enfoque realista de lo que Dios quiere para los últimos tiempos. Se reprocha, entonces, la “dilapidación de los bienes de Dios”, la oportunidad de presentar la Parusía, el Reino de Dios, como coronación, pues da sentido a todo el Evangelio.

¿Por qué decimos que no aprovechar esa oportunidad es un despilfarro y un derroche de tiempo y de energía, es malgastar la doctrina en un esfuerzo sin rumbo adecuado? 

Porque una prédica así apega más a la tierra que eleva al cielo. Desalienta más que anima. La desconexión con la Parusía es un despropósito pues enceguece y anestesia el alma. Resulta así ser una prédica errónea y perversa.

Dicho más duramente, es una alteración del Evangelio, una estafa y fraude. Sin el enfoque de la Parusía, el Reino de Dios en la tierra, es una prédica ineficaz y desnaturalizada, inadecuada e incompatible con la realidad. No tiene la unción del Espíritu Santo propio de los hijos de Dios. 

Hay un modo correcto de utilizar los bienes que Dios nos ha dado para la salvación. San Pedro y San Pablo nos enseñan que la verdadera esperanza no es en la salvación, sino en la venida de Cristo en la Parusía: “Como Salvador, estamos esperando al Señor Jesucristo; el cual vendrá a transformar el cuerpo de la humillación nuestra conforme al cuerpo de la gloria Suya ...” (Filipenses III, 20-21).

Querer la salvación es algo lógico y somos miembros de la verdadera Iglesia Católica porque queremos la salvación. Pero la verdadera esperanza, la columna de nuestra fe, es verlo a Cristo venir. En todas las épocas de la Iglesia fue ésta la verdadera esperanza, y lo es mucho más ahora, que han llegado los tiempos. 

Por eso, no es de extrañar que se oiga la voz de Dios, un tanto indignada como asombrada, decir como dijo el hombre rico de la Parábola: “¿Qué es esto que oigo decir de ti?” (San Lucas XVI, 2). 

Ante la acusación de su mayordomo el hombre rico lo despidió definitivamente: “ya no puedes ser mi mayordomo” (San Lucas XVI, 2). Dios abandona a quien desperdicia los bienes del Señor.

Hay abandono y prueba. A unos Dios prueba, para ver si son fieles a las gracias concedidas; a otros abandona, por no haber sido fiel. Hay abandono de parte de Dios cuando no se presenta la doctrina verdadera conforme a la Voluntad de Dios. 

¿En qué situación nos encontramos: en la prueba, o en el abandono? ... ¿En cuál de estas dos consideraciones se encuentra la Fraternidad SSPX: en la prueba, o en el abandono? 

La fuerte expresión de San Juan confirma el abandono de Dios: “(Hay) muchos impostores que no confiesan que Jesucristo viene en carne. En esto se conoce (que está por detrás de ellos) el seductor y el anticristo” (2 Juan I, 7).

No dice: “quien no cree… (porque todos creen)”; sino, “quien no confiesa… (porque no todos confiesan)”. Dios abandona porque no se confiesa la doctrina que dice que Cristo viene en carne. Algún espíritu los va alejando de la verdad. 

Un espíritu de temor disuade de hablar de este tema. Hablar de la Parusía implica tener que enfrentarse más fieramente al diablo y al anticristo y a los judíos-zionistas, que son quienes le preparan el terreno. 

Por eso, la gracia que pedimos a Dios en la oración colecta, es la de ser movidos siempre por el espíritu de pensar y obrar con rectitud para no ser esclavos del espíritu de temor, que impide comportarnos en defensa de los intereses del Padre.

Un mal espíritu va alejando de la verdad poco a poco, y este espíritu se contagia a otros. Por eso es radical San Juan cuando dice: “no le recibáis en casa, ni le saludéis” (2 Juan I, 10), obviamente, para no ser contagiados. 

Esto ciertamente va más allá de nosotros, de nuestra manera humana de comportarnos, y Dios nos lo revela para que sepamos cómo pensar y actuar correctamente en estas situaciones.

Ser movido por otro espíritu es ser movido por un espíritu de esclavitud: “No hemos recibido el espíritu de esclavitud” (Romanos VIII, 15), un espíritu servil que anestesia, que se va adquiriendo poco a poco por contagio.

No hemos recibido en el bautismo este espíritu de esclavitud—nos recuerda San Pablo—sino “el espíritu de filiación (divina) …” (Romanos VIII, 15), que nos asegura que “… (verdaderamente) somos hijos de Dios” (Romanos VIII, 16). 

Luego, tenemos esta confianza en Dios Padre. Y si hijos de Dios, libres para cumplir con la función de evangelizar con el magisterio de su Santa Iglesia Católica. 

¿Por qué no escudriñar las Escrituras y presentarlas al pueblo para que conozca y desee la Parusía? Vale la exhortación de San Pablo al obispo Timoteo: “Haz obra de evangelista, cumple bien tu ministerio” (2 Timoteo IV, 5).

Tristemente Judas Iscariote no cumplió con su ministerio: “Pertenecía a nuestro número y había recibido su parte en este ministerio” (Hechos de los Apóstoles I, 17), afirmó San Pedro.

Judas perdió su título de obispo, y este título fue dado a otro: “Porque está escrito en el libro de los Salmos—dice San Pedro: ‘Su morada quede desierta, y no haya quien habite en ella’; y ‘reciba otro su obispado’” (Hechos de los Apóstoles I, 20). 

San Pedro cita el Salmo: “Acórtense sus días, y otro reciba su obispado” (Salmo 108, 8), porque fue abandonado por Dios por haber sido “dilapidador de los bienes (de Dios)” (San Lucas XVI, 1). Se puede correr hoy el mismo riesgo si no se predica en relación con la Parusía.

Y si por el espíritu de filiación somos libres para proclamar con gozo la pronta venida de Nuestro Señor según enseña el magisterio de la Santa Iglesia Católica, somos también “herederos de Dios y coherederos de Cristo, si es que sufrimos juntamente (con Él), para ser también glorificados (con Él)” (Romanos VIII, 17).

Si nuestros sufrimientos son inocentes, y soportados en unión con Jesucristo, son nada comparados con la gloria que vamos a recibir. Nos espera la resurrección o la transfiguración en la Parusía, y la gloria eterna y universal en el Cielo.

Esto lo describe San Pablo en el pasaje más hermoso de la Epístola a los Romanos y uno de los más notables de toda la Biblia, que eleva nuestra mirada a una altura sublime. Demostrará la certeza absoluta de la gloria futura mediante tres profundos gemidos.

El primero de ellos es el de la naturaleza: “la creación está aguardando con ardiente anhelo esa manifestación de los hijos de Dios (es decir, la Parusía, donde los hijos de Dios se mostrarán como resucitados o transformados) … La creación entera gime … con dolores de parto” (Romanos VIII, 19.22).

En efecto, todos los seres sin razón, animados o inanimados, sometidos aun a la vanidad (cf. Romanos VIII, 20), es decir, a la imperfección y a la corrupción, a la decadencia, al sufrimiento, y a la muerte, (cf. Romanos VIII, 21), “por voluntad de aquel que sometió (a la naturaleza)” (Romanos VIII, 20), después de la caída de Adán, esperan la manifestación de la gloria y la felicidad infinita de los hijos de Dios.

Esta sumisión forzada de la creación supone una resistencia interior, manifestada, por ejemplo, en el horror instintivo que experimentan los animales por el sufrimiento y por la muerte.

Inmediatamente después del pecado de Adán, Dios maldijo la tierra por él (cf. Génesis III, 17 y ss.), de modo que la naturaleza participara también del castigo del hombre y gimiera bajo el peso de la misma maldición que él.

Aunque dolorosa, la situación de la naturaleza no es desesperada; su degradación no es absoluta ni perpetua, porque también ella alcanzará la libertad (cf. Romanos VIII, 21), como los hijos de Dios.

No es ésta una idea ingeniosa de San Pablo sin ningún fundamento real, proveniente sólo de su imaginación. Ésta es, en cambio, verdaderamente alta teología la que está haciendo el apóstol, confirmada por toda la Sagrada Escritura. 

Así como el hombre dejó de ser “íntegro” por el pecado, también la naturaleza dejó de ser “íntegra”. Fue castigada por el pecado del hombre. Pero, por la misma razón, cuando el hombre sea regenerado y transfigurado para siempre, también lo será la naturaleza en la Parusía.

Así interpretaban los rabinos: “aunque las cosas fueron creadas perfectas, sin embargo fueron corrompidas cuando el primer hombre pecó, y no volverán a su estado original, a menos que no sea en la llegada de Mesías”.

Los dolores de parto de la naturaleza finalizarán con la llegada de Nuestro Señor en la Parusía.

El segundo gemido es expresado por el propio cristiano. No es sólo la naturaleza la que sufre y se queja.

Aquí abajo tenemos los dones del Espíritu Santo (cf. Romanos VIII, 23) solo parcial e imperfectamente; en el estado de gloria tendremos la plena posesión.

Gemimos, porque si bien somos hijos de Dios por el espíritu de adopción, esta unión sólo será completa cuando nuestro cuerpo a su vez haya sido liberado de la corrupción, como lo fue nuestro espíritu por la unión establecida entre Jesucristo y nosotros.

La muerte y las demás miserias que afligen a nuestro cuerpo algún día desaparecerán. Hasta que esto ocurra, la espera es muy dolorosa. Nuestra salvación—que es liberación de la corrupción—no existe más que en esperanza (cf. Romanos VIII, 24). Más tarde se convertirá en una realidad completa.

El tercer gemido que nos demuestra la certeza absoluta de la gloria futura proviene del Espíritu Santo. 

Éste es el más íntimo y poderoso de todos, porque es expresado en nosotros por el Espíritu Santo, que “ayuda a nuestra flaqueza” (cf. Romanos VIII, 26).

Es Él quien conoce todas nuestras necesidades. Es nuestro elocuente intérprete. Da forma a nuestras aspiraciones más elevadas y a nuestras oraciones inarticuladas, nuestros gemidos que nadie puede expresar a través de palabras humanas. Dios, al menos, los entiende y los oye (cf. Romanos VIII, 27).

Estos tres gemidos conjuntamente, el de la naturaleza, el propio del cristiano, y el del Espíritu Santo en nosotros, nos gritan que algún día seremos glorificados:

“En el recinto de su Templo—dice el Introito—porque la gloria de Dios, lo mismo que su Nombre, abarca hasta los confines de la tierra”.

“En el lugar de refugio, que es Dios”, dice el Gradual.

“En la ciudad de nuestro Dios, su monte santo”, que es Jerusalén, dice el Aleluya.

“Gustad y ved cuán suave es el Señor: dichoso el varón que confía en Él”, dice la Oración Comunión.

Un espíritu de astucia, injusticia e infidelidad empaña la gloria futura, a costa de los bienes de Dios: “cien barriles” (San Lucas XVI, 6), dice uno de los deudores. “Escribe cincuenta” (San Lucas XVI, 6), insinúa el mayordomo infiel. “Cien medidas de trigo … Escribe ochenta” (San Lucas XVI, 7).

Sé infiel; rebaja la doctrina; esconde los bienes del Señor. No pongas atención al Dogma de la Parusía; ocúltala. Empéñate en restaurar, porque el Señor se demora—dice la seducción del anticristo.

Pero “no es moroso el Señor, antes bien—lo que algunos pretenden ser tardanza—tiene Él paciencia con vosotros …” (2 Pedro III, 9)—refuta San Pedro.

Que el empeño de los hombres quiera restaurar el caos es una fascinación. La restauración solo será posible cuando venga el Señor: “Por Cristo, y con Cristo, y en Cristo”, dice la pequeña elevación del final del Canon.

Es un anticristo quien no confiesa que Cristo viene en carne. Muy sutilmente confiesa otra doctrina, que es anatema; otro evangelio. Y no tiene derecho a enseñarnos lo que nos llevaría al infierno.

El engaño del anticristo es devastador: desviará la atención de la verdad. Se dirá: “‘Ved, el Cristo está aquí o está allá’. No lo creáis” (San Mateo XXIV, 23)—dice el Señor. Si nos equivocamos, nos retractamos. ¡Que la verdad sea exaltada!

“Tú salvarás al pueblo humilde, y humillarás los ojos altaneros; porque ¿qué otro Dios hay fuera de ti, oh, Señor?, proclama el Ofertorio.

¡Ven pronto Señor Jesús! ¡Concédenos la gracia de amar tu venida!

Amén.

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Dom VIII post Pent – 2024-07-14 – Romanos VIII, 12-17 – San Lucas XVI, 1-9 – Padre Edgar Díaz