*
Con acontecimientos vergonzosos de la historia del pueblo de Israel San Pablo presenta en la Epístola un cuadro de la humanidad caída, más pronta a inclinarse a los vicios que a las virtudes, e inmediatamente lo relaciona con el futuro.
“Todos estos acontecimientos eran figura de lo venidero…” (1 Corintios X, 11). Nos recuerda los graves sucesos cometidos por Israel previos a la entrada a la Tierra Prometida, donde nacería el Mesías.
Y para ayudarnos a comprender más en profundidad el sentido de la Parusía, nos dice que estos hechos son relatados “para escarmiento nuestro” (1 Corintios X, 11).
Quiere prevenir a los que estamos esperando la segunda venida de Nuestro Señor que caigamos en la necedad en que Israel cayó antes de su primera venida. Inmediatamente añade: “(nosotros), para quienes ha venido el fin de los siglos” (1 Corintios X, 11).
La perspectiva de San Pablo es vista desde el fin de los siglos donde él se posiciona por su anhelado deseo de estar presente en la Parusía. Verlo de nuevo en la Parusía era su esperanza más ferviente, después de haber tenido un encuentro tan íntimo con Nuestro Señor en Damasco.
Como no sabía cuándo la Parusía iba a suceder (cf. San Mateo XXIV, 36), podía suceder que su presencia en ella fuera como resucitado o como vivo arrebatado. Será como resucitado, pues San Pablo murió mártir. San Jerónimo, en su obra De Viris Illustribus (392 d. C.), afirma que “fue decapitado (en Roma) en el decimocuarto año de Nerón”.
La esperanza más ferviente de los primeros cristianos era ser contado entre aquellos que experimentarán la segunda venida de Nuestro Señor, y este amor le daba a San Pablo en ese momento una seguridad tal que le permitía escribir: “nosotros”, los presentes en el fin de los siglos.
El fin de los siglos no es el fin del mundo, cuando tendrá lugar el Juicio Final, sino la Parusía, el Reino de Dios en la tierra, el Triunfo de la Iglesia.
El ardoroso deseo de San Pablo de estar presente en la Parusía sería compartido luego por todos los santos de la Iglesia. Los santos bien entendieron que no podrían contar con su cuerpo resucitado sino en la Parusía; y que no habría Cielo sin antes gozar del triunfo de la Iglesia en la tierra. ¡Tiene sentido!
Tanto las Sagradas Escrituras como la Santa Iglesia con su Liturgia no dejan nunca de indicar el camino en toda su extensión para llegar a la Verdad que salva. Y ese camino pasa por la Parusía.
Por eso San Pablo habla de “escarmiento”, para huir de la ignorancia; para no caer en la necedad; para no ser imprudentes, tercos y porfiados con respecto a la Parusía, no sea que nos ocurra lo que a los israelitas, que vieron pasar entre ellos a Nuestro Señor sin darle cabida.
Todo parece indicar que nuestra situación no es mejor que la de ellos entonces.
En el camino entre Egipto y la Tierra Prometida los israelitas codiciaron el mal: “No codiciemos el mal como ellos codiciaron” (1 Corintios X, 6). Hartos del maná que Dios les enviaba del cielo (cf. Números XI, 6), lloraban por la carne que habían dejado en Egipto (cf. Números XI, 4).
Cayeron además en la idolatría: “No seáis idólatras, según está escrito: se sentó el pueblo a comer y a beber … y a danzar” (1 Corintios X, 7). De nada les valió haberse levantado muy temprano para ofrecer sacrificios. Pronto se vieron envueltos en festines, se sentaron a comer y a beber, y a divertirse (cf. Éxodo XXXII, 6). Dios lo consideró un grave pecado, y le dijo a Moisés: “Ve, porque ha pecado tu pueblo” (Éxodo XXXII, 7).
Cometieron fornicación: “Comenzó el pueblo a fornicar con las hijas de Moab… y entró (el sacerdote) y atravesó a entrambos, al israelita y a la mujer, por el vientre” (Números XXV, 1.8).
Cometer fornicación se puede entender también según su acepción de no contaminarse con los errores que dañan la fe: “No cometamos fornicación … en un solo día cayeron veintitrés mil” (1 Corintios X, 8). Los herejes, y los que participan de sus herejías, en un solo día caerán: Infalibilidad Papal, Una Cum, Solo en Casa, etc.
Mas el pueblo seguía clamando lo que había dejado atrás, y esto tentaba a Dios: “Entonces todo el pueblo alzó la voz y dando alaridos se pasó llorando aquella noche…” (Números XIV, 1).“No tentemos, pues, al Señor, como algunos de ellos le tentaron y perecieron por las serpientes” (1 Corintios X, 9).
No poner nuestra esperanza en el maravilloso designio de la Parusía y no proclamarla es tentar a Dios. Creer, poner todo el empeño en el esfuerzo humano por lograr una Restauración es también tentar a Dios.
“Y murmuró (el pueblo) contra Dios y contra Moisés: ‘¿Por qué nos habéis sacado de Egipto para morir en el desierto? Pues no hay pan, y no hay agua; nos provoca ya náusea este pan miserable (el maná)’” (Números XXI, 5).
“No murmuréis como alguno de ellos murmuraron y perecieron a manos del Exterminador” (1 Corintios X, 10).
¿Por qué nos habéis sacado de Roma para morir en el desierto y la desolación? Pues no hay Papa, y nuestras infinitas miserias, de las que no podemos deshacernos por nosotros mismos, nos provocan náuseas.
“Todos estos acontecimientos eran figura de lo venidero…” (1 Corintios X, 11). ¡Y es tal cual! Como ayer, tal es el estado del católico hoy. La historia se repite: “Has de saber que en los últimos días sobrevendrán tiempos difíciles” (2 Timoteo III, 1).
Dios muestra al justo una pésima opinión de la humanidad caída, para que no se apegue a su propio juicio sino que confíe en Él, y le revela en el libro del Apocalipsis el destino catastrófico de las naciones.
La humanidad caída no va a resolver nada. Por más bueno que sea el plan de acción que se tenga, no habrá solución humana, pues el caos presente, antecedente de la Parusía, sobrepasa las fuerzas humanas por ser de orden espiritual. Solo lo remedia la venida de Cristo.
Es una decepción pensar que a la gran mayoría de la gente le interese hoy luchar contra el vicio y el error. Esto no es así; la gran mayoría está inclinada al vicio y a la complacencia y no le interesa saber de Dios en lo más mínimo, ni luchar por su salvación.
No hay conciencia de ser pecador y pedir perdón; de aprender y enmendarse; de hacer penitencia para agradar a Dios y salvarse. Toda la historia nos muestra que la confianza en el hombre, a pesar de su frenética voluntad de vencer, ha producido los fracasos más irreparables.
En cambio, la Escritura enseña que si alguien confía en el Señor, es como el Monte Sión, que no será conmovido. Quien tiene firme confianza en Dios no puede tener optimismo con respecto a este mundo.
Por eso, para el justo, la oración colecta pide que Dios abra los oídos de su misericordia para que escuchen las súplicas de los que le imploran, y les haga pedir lo que a Él le es agradable.
Por “su Nombre, y su Poder”, dice el Introito, “Dios ayuda a los justos exterminando a sus enemigos con tan solo su Verdad”. Por eso, “su Nombre es admirable en toda la tierra”, dice el Gradual.
Que no confíe demasiado en sí mismo el justo, sino que se apoye en la fe y en la gracia de Dios, para no caer: “Así, el que cree estar de pie, cuide no caiga” (1 Corintios X, 12). Lo que a Él le agrada es que seamos fiel a su Santa Voluntad.
Y para afirmar al justo en su Santa Voluntad, el Gradual nos muestra que “su grandeza rebaza la altura de los cielos”. Su grandeza va más allá de los cielos, donde al final de una sorprendente escalera a la que se nos invita a subir desde la tierra, está Dios.
En la Parusía Dios establecerá su morada en la tierra, en Sión, en Jerusalén. Sión será el comienzo de la escalera: “Acontecerá en los últimos tiempos que el monte de la Casa de Dios será establecido en la cumbre de los montes, y se elevará sobre los collados; y acudirán a él todas las naciones” (Isaías II, 2), en clara referencia a la Parusía.
Sión, Jerusalén, será la casa de Dios en la tierra: “… el monte que Dios escogió para su morada… Sí, en él habitará Dios para siempre” (Salmo 67 [68], 17), y “su casa es casa de oración” (San Lucas XIX, 46), nos dice el Evangelio hoy.
La inconmovible firmeza de Dios es más que la del monte Sión, y los justos, “los que confían en Dios, son como el monte Sión, que no será conmovido y permanecerá eternamente” (Salmo 124 [125], 1).
Sión, Jerusalén en la tierra, a donde todas las naciones acudirán después de la Parusía, será entonces el comienzo de la extraordinaria ascensión que conduce a Dios.
En el sueño que tuvo Jacob, cuando dormía su cabeza apoyada sobre una roca, vio “una escalera que se apoyaba en la tierra, y cuya cima tocaba el cielo; los ángeles de Dios subían y bajaban por ella. Y sobre ella estaba Dios” (Génesis XXVIII, 12-13).
Cuando Jacob despertó de su sueño, imagen de la conversión de Israel a Nuestro Señor Jesucristo, exclamó: “Verdaderamente Dios está en este lugar y yo no lo sabía” (Génesis XXVIII, 16).
¡Ciertamente, Israel! “No te abandonará Dios hasta haber cumplido cuanto te ha dicho” (Génesis XXVIII, 15).
Y lleno de temor añadió: “¡Cuan venerable es este lugar!, no es sino la casa de Dios y la puerta del cielo” (Génesis XXVIII, 16-17). De la Virgen dicen las letanías: ¡Casa de Dios, Puerta del Cielo!
“Se levantó Jacob muy de mañana, y tomó la piedra que había puesto por cabezal… y derramó óleo sobre ella” (Génesis XXVIII,18). Estas acciones simbolizan la conversión de Israel a Nuestro Señor.
Y Jacob hizo un voto, diciendo: “Si Dios está conmigo, y me guarda en este viaje que hago, y me da pan que comer (la Eucaristía) y ropa con que vestirme (la Gracia de Dios), y vuelvo yo en paz a la casa de mi padre, entonces será Yahvé mi Dios’” (Génesis XXVIII, 20-21).
Israel entrará en la Santa Iglesia Católica, la Casa de su Padre. Se convertirá a Jesucristo, la Piedra Angular que había sido desechada (cf. Hechos de los Apóstoles IV, 11-12).
Jesús se compadece de la Jerusalén prevaricadora, porque no conoció el tiempo de su visitación, y llora su próxima destrucción (cf. San Lucas XIX, 41.44), como también se compadece del hombre pecador, y llora por él.
Como castigo por su prevaricación Dios le pide a San Juan que “el atrio exterior del templo lo deje fuera, y no lo mida, porque ha sido entregado a los gentiles, los cuales hollarán la Ciudad santa durante cuarenta y dos meses” (Apocalipsis XI, 2).
Será hollada pero solamente hasta que se cumplan “los tiempos de las naciones” (cf. San Lucas XXI, 24), lo que equivale a decir, hasta la Parusía: “los gentiles … han profanado el Templo de tu santidad, han hecho de Jerusalén un monte de ruinas” (Salmo 78 [79], 1).
Pero en la Parusía, “Jerusalén será santa, y ya no pasarán por ella los extraños… quedará habitada por siempre… de generación en generación… y Dios morará en Sión, Jerusalén” (Joel III, 17.20-21).
Entonces, que nadie piense que el mal viene de Dios. No podría Dios tentar al mal, pues dejaría de ser fuente de todo bien. “Porque Dios, no pudiendo ser tentado al mal, no tienta Él tampoco a nadie” (Santiago I, 13).
Jamás tentó Dios a Jerusalén. Más bien, “cada uno es tentado por su propia concupiscencia, cuando se deja arrastrar y seducir. Después la concupiscencia, habiendo concebido, pare pecado; y el pecado consumado engendra muerte” (Santiago I, 14-15).
Por eso, “no permitirá Dios que seamos tentados sobre nuestras fuerzas, sino que aun junto a la tentación preparará la salida, para que podamos sobrellevarla” (1 Corintios X, 13).
La salida para sobrellevarla es el entendimiento de que hay un abismo entre tentación y pecado, al punto de ser la tentación una bendición para los de recto corazón.
“No nos ha sobrevenido tentación que no sea humana; y Dios es fiel” (1 Corintios X, 13). No nos ha sobrevenido una tentación que no sea soportable para la humana fragilidad, con la ayuda de la gracia.
Por eso, “Bienaventurado el varón que soporta la tentación porque, una vez probado, recibirá la corona de vida que el Señor tiene prometida a los que le aman” (Santiago I, 12). Es la corona de estar presente en la Parusía.
Dios no nos exige más de lo que podemos soportar: “Ved cómo proclamamos dichosos a los que soportan” (Santiago V, 11).
Si, pues, nos parece que la prueba se prolonga veamos si no hay en nosotros una voluntad soberbia que resista la gracia.
Si nos equivocamos, nos retractamos. ¡Ven pronto Señor Jesús!
Amén.
Dom IX post Pent – 2024-07-21 – 1 Corintios X, 6-13 – San Lucas XIX, 41-47 – Padre Edgar Díaz