Coronación de Espinas - Caravaggio - 1571-1610 |
¡Muertos espiritualmente! Éste es el juicio de Dios a los hombres de Iglesia del Renacimiento y al Protestantismo: “Se te tiene por viviente (renacido), pero estás muerto” (Apocalipsis III, 1).
La Iglesia de Sardes (cf. Apocalipsis III, 1-6) es la desastrosa edad llamada del Renacimiento, que, según Holzhauser, duraría “desde Carlos V (Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico de 1520 a 1558) y (el Papa) León X (de 1513 a 1521) hasta el Emperador Santo y el Papa Angélico”, que él esperaba que viniesen.
Pero hoy podemos constatar que no vinieron, ni tenemos la menor esperanza de que vengan, sostiene Castellani.
Los hechos desmienten esa leyenda medieval, que parece ser fue inventada en el siglo XV por el monje Petrus Galatinus, de que vendría un tiempo de inimaginable esplendor y triunfo de la Iglesia, por obra de un gran Rey y un Pontífice comparable a un Ángel, que inspiró numerosas profecías privadas.
En verdad, la leyenda medieval no tiene fundamento escriturístico de ninguna clase: es una ilusión poética.
El llamado Renacimiento no fue un nuevo nacimiento de la civilización, como se ilusionó el mundo; ni fue una nueva creación, ni una resurrección de la cultura; eso es un engaño.
Los historiadores protestantes y liberales crearon la burda ilusión de que el Renacimiento—y la Reforma (Protestante)—marcaban el fin de las épocas oscuras, y el alba de los gloriosos y refulgentes tiempos en que vivimos, más oscuros que nunca.
En realidad, el Renacimiento es una caída vertical, un verdadero desastre, causa de todas las ruinas actuales.
La visión de los mejores historiadores es la de considerar al Renacimiento como “una especie de gran resuello (suspiro), una brillante fiesta, en la cual se quemaron, espléndidamente por cierto, las reservas vitales acumuladas durante la Edad Media… una breve y alocada primavera después de un largo y duro pero muy salubre invierno…”
En efecto, con el Renacimiento, el paganismo, mantenido durante la Edad Media en el subsuelo, irrumpió a la superficie de la vida europea, al mismo tiempo que afluyeron a ella las riquezas de todo el orbe, y estalló así la gran revolución religiosa con sus trágicas consecuencias que llevaron hasta el Vaticano II.
Otra vez se nos recomienda la Tradición: “Ponte alerta, y consolida lo restante, lo que está a punto de morir” (Apocalipsis III, 2).
Desde ahora en más la Iglesia lo que tiene que hacer es conservar lo que le queda, los restos, aun sabiendo que son cosas perecederas que van a morir.
Y porque Castellani pudo denunciar con libertad, en ese entonces de 1956, lo que murió o estaba por morir, se ganó el odio de todos sus contemporáneos:
El Vaticano, por el Vaticano II. El poder temporal del Papa, por la misma razón. La liturgia ya ininteligible para la mayoría, argumento del que se sirvieron para crear una misa que fuera “inteligible” para la gente.
Moriría también—acertaba Castellani—la pompa real en San Pedro, porque los usurpadores presentan solo apariencias de un verdadero Rey. Acabarían las excomuniones y el index, por el desborde de la herejía.
No más la legitimidad de la Monarquía hereditaria, el cultivo de la filosofía y las bellas letras, la armonía entre Iglesia y Estado; no más matrimonio indisoluble… son todos residuos piadosos de un tiempo que fue—concluye Castellani.
Todo esto y mucho más, que entendemos por Tradición Occidental, que podríamos llamar “Romanidad”, y que hacían de obstáculo a la aparición del anticristo, que dice San Pablo, a partir del Renacimiento comenzó a morir; y el esfuerzo de los hombres de la Iglesia no hizo más que acelerar este proceso.
Con el Vaticano II la Iglesia fue tomada por el enemigo. Todas las novedades introducidas por este Conciliábulo parecen ser creaciones, pero solo en apariencias, pues en el fondo son destrucciones maquinadas por Satanás, a través de su Sinagoga, aquellos que se dicen pero no lo son, porque mienten, y su brazo derecho, el protestantismo.
El mundo preso del Maligno fue sumergido en la dirección del proceso de la desaparición de la “Romanidad” que detenía al anticristo. Toda la civilización occidental desplomándose ante nuestros ojos.
Todas las obras buenas de la Iglesia convertidas en cáscaras engañosas vaciadas de contenido: “no he hallado tus obras cumplidas delante de mi Dios” (Apocalipsis III, 2). Fueron el más vil engaño para atrapar a tantas gentes de buena voluntad.
Los hombres realmente religiosos comienzan a devenir una minoría en medio de multitudes ensuciadas:
“Con todo, tienes en Sardes algunos pocos nombres que no han manchado sus vestidos; y han de andar conmigo vestidos de blanco, porque son dignos” (Apocalipsis III, 4).
Algunos pocos, dice la profecía. Notables santos en esta época caminaron con Cristo en alba veste:
“Catalina de Siena, Francisco de Paula, Francisco de Capua, Ignacio de Loyola, Teresa de Alba, Felipe Neri, Pablo de la Cruz, Juan de la Cruz, José de Calasanz, Vicente Ferrer, quien anunció por toda Europa que el fin del mundo estaba a las puertas y resucitó un muerto para probarlo, Pedro Claver, Luis Beltrán, Martín de Porres”. Su predicación y penitencias atajaron que viniese entonces el anticristo.
Y el premio es: “El vencedor será vestido así, de vestidura blanca, y no borraré su nombre del libro de la vida; y confesaré su nombre delante de mi Padre y delante de sus ángeles” (Apocalipsis III, 5).
La Iglesia de Sardes, el Renacimiento y el Protestantismo llegan hasta nuestros días, y su juicio ha sido ya convenido en el Apocalipsis:
El “segundo sello” (Apocalipsis VI, 3), o segundo caballo y su jinete, “color de fuego (o rojo) … que quitó la paz de la tierra, e hizo que se matasen unos a otros… con una gran espada” (Apocalipsis VI, 4), es preanuncio de las guerras.
Y este mensaje se repite en la segunda trompeta: “Algo como una gran montaña en llamas fue precipitado en el mar (símbolo del poder terrenal), y la tercera parte del mar se convirtió en sangre. Y murió la tercera parte de las creaturas vivientes que estaban en el mar, y la tercera parte de las naves fue destruida” (Apocalipsis VIII, 8-9), las naves de una gran guerra.
Y se derramó la cuarta copa: “sobre el sol, al cual fue dado abrasar a los hombres por su fuego... con grandes ardores, y blasfemaron del Nombre de Dios… mas no se arrepintieron para darle gloria a Él” (Apocalipsis XVI, 8-9).
Terribles azotes; y sin embargo la sociedad humana sigue sus propios planes sin preocuparse por saber cuáles son los de Él. Los hombres prefieren seguir siendo hijos de la ira, como cuando eran paganos, bajo el poder de las tinieblas.
La rápida corrupción del Renacimiento realmente pareció ser una nueva vida en Europa, hasta que la crisis empeoró, con el estallido de la reforma protestante.
La contrarreforma, ya desde un comienzo herida de humanismo pagano, fue realmente un esfuerzo de restauración católica, como la que se quiere realizar hoy, pero terminó en revolución (protesta) y paganismo. No fue efectiva.
El protestantismo del norte de Europa desbordó las naciones católicas del sur, con su filosofismo y liberalismo, con bienes arrebatados a monasterios y hospitales con el que crearon el capitalismo, y la Revolución que en Francia le daba el golpe de gracia a la Monarquía Católica.
Se daba inicio así—culmina Castellani—a los tiempos que el “jumento” de Kant llamaba “los mejores de la historia”, los nuestros.
Paz, seguridad y bienestar. Y el protestantismo introdujo su embriaguez, esta dulzura de la devoción moderna, en el catolicismo, diezmándole las agallas para combatir.
Inconscientemente los hombres de Iglesia halagan y adormecen con un catolicismo diluido, no preparando adecuadamente a los fieles para lo que va a venir.
No hay consciencia de que haya que predicar la venida de Nuestro Señor Jesucristo y su Reino en la tierra, orando, velando y haciendo penitencia, y pidiéndole la gracia de estar preparados.
Es sabido y se da por descontado de que hay que imitar a los santos y practicar las virtudes contra el pecado. Pero estas mismas cosas las predican los modernistas. No dan ganas de escucharlos, cuando los tiempos imponen otra cosa más urgente.
Más que animar, ¡desaniman! ¡Se enfrían en el intento! Y en realidad, detrás de la paz, seguridad y bienestar de este mundo, con la dulce utopía de la devoción moderna, vendrá la catástrofe.
Esto es gran pecado de nuestro tiempo: “Recuerda, pues, tal como recibiste y oíste; y guárdalo y arrepiéntete” (Apocalipsis III, 3).
Y aparece la Parusía en el horizonte, pero esta vez como una amenaza: “Si no velas vendré como ladrón, y no sabrás a qué hora llegaré sobre ti” (Apocalipsis III, 3).
Si venimos a la Santa Misa es para recibir la gracia de estar preparados para lo que viene. Tantos millones de santos entendieron y murieron por la Parusía, porque tras ella se extenderá el Reino de Nuestro Señor Jesucristo por todo el mundo.
Se suele poner como objeción a esto que en tiempos de los Santos Padres la Iglesia ya estaba extendida por todo el mundo, pues era universal, como su nombre “Católica” lo indica.
Pero esa universalidad era relativa, no plena y consumada. No se había extendido ciertamente por todo el mundo de entonces, y ni mucho menos se alcanzó la plena y consumada universalidad que la Iglesia debe alcanzar.
Los Santos Padres llamaron a la Iglesia “Católica” o “Universal” para distinguirla de las falsas y heréticas iglesias circunscritas por el mundo.
De hecho, la expresión de San Pablo: “…perfeccionar a los santos… para la edificación del cuerpo de Cristo hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del pleno conocimiento del Hijo de Dios…” (Efesios IV, 12-13), indica una meta que la Iglesia debe alcanzar en la tierra.
Luego, es un error pensar que esta consumación o perfección nunca se dará en la tierra, sino en el cielo, como dice el autor jesuita Iosepho Knabenbauer.
Todos los bienes que San Pablo describe en ese texto son propios de la vida en la tierra, y, por consiguiente, se refieren a la Iglesia consumada en la tierra:
“Caminar” (v. 1), “sufrir uno a otro” (v. 2), “guardar” (v. 3), “haber sido llamado” (v. 4), “una fe” (v. 5), “un bautismo” (v. 5), “una gracia” (v. 7), “para perfeccionar” (v. 12), “para edificar” (v. 12).
Todo lo que San Pablo dice acerca del pleno y perfecto conocimiento de Cristo por la fe y la plena participación de sus bienes se dará cuando el Reino de Nuestro Señor Jesucristo finalmente conquiste todas las naciones:
“Acontecerá en los últimos tiempos … acudirán a Él todas las naciones. Y llegarán muchos pueblos y dirán: ‘¡Venid, subamos al monte del Señor, a la Casa del Dios de Jacob! Él nos enseñará sus caminos, e iremos por sus sendas’; pues de Sión saldrá la ley, y de Jerusalén la palabra del Señor” (Isaías II, 2-3).
“El Señor me ha dicho: … Pídeme y te daré en herencia las naciones, y en posesión tuya los confines de la tierra’” (Salmo 2, 7-8).
“Se acodarán y se convertirán al Señor todos los confines de la tierra; y todas las naciones de los gentiles se postrarán ante su faz… Él mismo gobernará a las naciones” (Salmo 21 [22], 28-29).
“Los reyes de Tarsis y de las islas le ofrecerán tributos; los reyes de Arabia y de Sabá le traerán presentes… todas las naciones le servirán” (Salmos 71 [72], 10-11).
“Todas las naciones que Tú hiciste vendrán a postrarse delante de Ti, Señor …” (Salmos 85 [86], 9-10).
“Los gentiles reverenciarán tu Nombre, y tu gloria todos los reyes de la tierra, cuando reedifique el Señor a Sión, cuando aparezca en su gloria (Parusía)… A fin de que en Sión sea cantado el Nombre del Señor, y en Jerusalén sus alabanzas, cuando se reunirán todos los pueblos en uno y todos los reinos servirán al Señor” (Salmo 101 [102], 16-23).
Incluso se predice la aniquilación de la idolatría:
“Y todos los ídolos desaparecerán” (Isaías II, 18).
“Yo soy el Señor; éste es mi nombre; no doy mi gloria a ningún otro ni mi honor a los ídolos (imágenes fundidas)” (Isaías 42, 8).
Aniquilada la idolatría hasta los confines de la tierra todas las naciones se convertirán al Señor y vendrán y ascenderán al monte del Señor, y aprenderán la doctrina y la ley de Dios y adorarán al Señor Dios de la Israel de Dios, la Santa Iglesia Católica, y servirán al Rey Mesías, porque Nuestro Señor Jesucristo dominará de mar a mar, el Reino o la Iglesia expandida por todo el orbe, y la fe difundida y propagada entre todas las naciones:
“Será predicado el Evangelio del Reino en todo el mundo, como testimonio para todas las naciones, y entonces vendrá la consumación” (San Mateo XXIV, 14).
Quedará patente la verdad del Evangelio en todo el mundo. No se podrá alegar ignorancia como testimonio en el supremo juicio. Los convictos, aquellos que no quieran oír ni creer, obstinadamente refutarán la verdad y serán condenados.
Todos los hombres, judíos y gentiles, serán congregados en un solo redil y bajo un solo Pastor:
“Yo soy el pastor bueno, y conozco las mías, y las mías me conocen—así como el Padre me conoce y Yo conozco al Padre—y pongo mi vida por mis ovejas. Tengo otras ovejas que no son de este redil y es preciso que yo las traiga y oirán mi voz y habrá un solo rebaño y un solo pastor” (San Juan X, 14-16).
Cristo “murió por todos” (2 Corintios V, 15), y quiso salvar a todos los hombres, y se dio a Sí mismo por la redención de todos los hombres (cf. 1 Timoteo II, 4-6).
Pero las ovejas son de hecho aquellos que participan de la eficacia de la pasión de Cristo y conocen a Cristo por la fe (cf. San Juan X, 14), y vienen a Él y le siguen a Él y de Él reciben la vida eterna: “Y Yo les daré la vida eterna” (San Juan X, 28). Las ovejas que hay que llevar a Cristo son los gentiles; el redil es la Iglesia.
Así, pues, con estas palabras quiso significar Cristo que serían llevadas todas las naciones a la Iglesia. Y así, al final, judíos y gentiles convertidos harán un solo rebaño bajo un solo Pastor, Cristo Jesús.
Queda aún por esperar el advenimiento de esta realidad.
Si nos equivocamos, nos retractamos: “Hermanos, si alguno como hombre que es, incurriere en algún delito, vosotros, los espirituales, amonestadle con espíritu de mansedumbre, pensando en vosotros mismos, no sea que caigáis también vosotros en la tentación” (Gálatas VI, 1).
“Cada cual cargará con sus propias obras” (Gálatas VI, 5): ¡Predicad sobre los últimos tiempos! “No os engañéis; de Dios nadie se burla” (Gálatas VI, 7)
“Entre tanto, aquel a quien se le instruye en la religión, o en la Palabra, haga partícipe—por favor—de todos sus bienes a su instructor” (Gálatas VI, 6).
“Mientras tengamos tiempo, hagamos bien a todos, y mayormente a aquellos que, por la fe, son de nuestra misma familia” (Gálatas VI, 10).
El Señor viene, sea que le llamemos, o no.
No lloremos nuestros muertos, porque si creemos, dentro de muy poco les veremos resucitar, como al hijo de la viuda de Naím.
Nuestro Señor Jesucristo es quien llama a lo que no existe como a lo que existe; Él tiene poder; y puede hablar a los muertos tanto como a los vivos: ¡Vendrá a Juzgar a Vivos y Muertos!
Amén.