La Virgen de la Leche Luis de Morales - 1565 |
Los hombres celebran con fiestas y alegrías el nacimiento de sus hijos; pero en realidad—sostiene San Alfonso María de Liguorio—deberían más bien dar muestras de luto y dolor.
Porque todos los niños no solamente nacen sin poder hacer uso de su razón hasta que crezcan, y sin poder merecer por sus obras, sino que incluso nacen cargados con la culpa original, hijos de la ira (hijos de la Serpiente), condenados a sufrir en este mundo, y poco después, la muerte.
El nacimiento de la Santísima Virgen María, en cambio, merece ser solemnizado con toda especie de regocijos, porque desde el seno de su madre, estaba ya colmada de méritos y virtudes. Nació enriquecida con un alto grado de santidad con la que Dios le previno, desde luego.
El alma de María fue la más hermosa que Dios creó; fue la obra más perfecta y digna de Sí que salió de sus manos omnipotentes, exceptuando, desde luego, la Encarnación de su Divino Hijo.
Por esta razón, la divina gracia no descendió en María como las gotas de rocío, como sucede con los santos, sino como lluvia muy abundante (cf. Salmo 71 [72], 6).
Absorbió toda la lluvia de la gracia sin perder una gota, dice San Basilio; y San Buenaventura dice que antes de nacer quedó poseedora de todas las riquezas que los santos reciben con tasa y limitación.
Desde el primer instante de su purísima Concepción recibió toda la gracia superior a la medida de gracia que reciben todos los santos y ángeles juntos.
Y la razón de esto es concluyente: por haber sido elegida para ser la Madre del Divino Hijo, Nuestro Señor Jesucristo.
No hay persona alguna más alta en dignidad que María Santísima, por haber engendrado a Dios mismo. En su seno se llevó a cabo la unión de la naturaleza divina con la humana en la Persona del Hijo de Dios.
La lógica indica que los dones concedidos a María Santísima fueron incomparablemente mayores y más excelentes que los que se han dispensado a todas las demás creaturas juntas.
Santo Tomás de Aquino no duda en proclamar que al mismo tiempo que los divinos decretos fue el Verbo de Dios predestinado para hacerse hombre, fue también su Madre predestinada.
Para apoyar esto San Pablo enseña que Dios a cada uno le concede la gracia en proporción al cargo que le confiere, con todos los dones necesarios a su perfecto desempeño y esplendor debido a su dignidad (cf. Romanos XII, 3.6).
Y lo ratifica el Sirácida. Como la Sabiduría, la Santísima Virgen dice: “Y en el tabernáculo santo ejercité mi oficio ante su acatamiento” (Sirácida XXIV, 14).
La gracia que María Santísima recibió es, luego, proporcional a su dignidad de Madre de Dios. Tan grande, tan excelente, tan inmensa que la hizo merecedora de la divina maternidad, enseña Santo Tomás de Aquino.
Así se la llamó llena de gracia, no porque enteramente se le diese toda la gracia que Dios puede comunicar, sino porque tanto a Nuestro Señor Jesucristo como a su Bendita Madre se les dio una gracia inmensa y correspondiente a los fines altísimos a los cuales estaban llamados, a saber, la unión de la naturaleza humana con la Persona del Verbo, o unión hipostática, y la maternidad de María.
La Iglesia compara la santidad de María en su nacimiento con la altura del monte Sión que sobrepasa las cumbres de los demás montes: “¡Él la fundó sobre los montes santos!” (Salmo 87, 1). El principio de vida inmaculada debía ser fundado en lo más alto que existiese.
Por la misma razón la Iglesia la compara también con la Casa del Señor, situada en el monte Sión que sobrepasa las cimas de los otros montes, en el que en los últimos tiempos será reedificada, y al que acudirán todas las naciones a recibir la misericordia y la gracia de Dios: “Acontecerá en los últimos tiempos que el monte de la Casa del Señor será establecido en la cumbre de los montes, y se elevará sobre los collados; y acudirán a él todas las naciones” (Isaías II, 2).
Como el monte de la Casa del Señor, María, el ser humano más perfecto que Dios creó, resplandece en una altura muy elevada, porque fue monte escogido por Dios para morar en él, en santidad tan sublime, que “ni Dios debió tener otra Madre, ni María otro Hijo que no fuese Dios”, dice hermosamente San Bernardo.
“Por tanto el Señor mismo os dará una señal: He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel” (Isaías VII, 14).
La virgen concebirá, es decir, se trata de una virgen determinada. La única Virgen Madre fue María; Dios la preservó intacta, con un armazón o escudo, para que el mal no la tocase.
Por mucho tiempo nadie se atrevió a hablar mal de la Santísima Virgen María, hasta que vinieron los judaizantes protestantes que adoran a la Serpiente.
Que el “Emmanuel”, uno de los nombres de Cristo, fuera a nacer de una Virgen, hacía tambalear la interpretación rabínica.
Tan imposible parecía esto que los rabinos del tiempo de Cristo se apartaron de la interpretación literal de este sublime pasaje y lo explicaron en sentido alegórico, llegando así a desconocer la venida de Jesucristo, el Mesías.
Es éste uno de los más elocuentes ejemplos del daño a que puede conducir el abuso de la interpretación alegórica de las Escrituras según la fantasía de cada uno.
La Santísima Virgen María, en cambio, habiéndose familiarizado tanto con el sentido literal de las profecías, expresó su agradecimiento a Dios en el Cántico del Magnificat, por haber sido elegida la Madre de Dios (cf. San Lucas I, 39-56):
“Glorifica mi alma al Señor, y mi espíritu se goza en Dios mi Salvador, porque ha mirado la pequeñez de su esclava. Y he aquí que desde ahora me felicitarán todas las generaciones” (San Lucas I, 46-48).
El Magnificat está empapado de textos de la Sagrada Escritura, especialmente del Cántico de Ana, y de los Salmos:
“Exalta mi corazón en Dios... que ha ensalzado mi brazo... me alegro de la salvación que de Ti he recibido. No hay Santo como Dios... juzgará los extremos de la tierra; a su Rey le dará el poder, y exaltará la frente de su Ungido (su Cristo)” (1 Reyes [1 Samuel] II, 1-2.10).
Después de haber empezado su Cántico hablando de sí misma y su agradecimiento a Dios, “aquella niña hebrea” (como la llama el Dante), de repente, habla y agradece por todo su pueblo, pues Ella esperaba que recibiese entonces las bendiciones prometidas por los profetas.
Ignoraba aún el misterio del rechazo de Cristo en su primera venida. De ahí que en los últimos versos del Magnificat la atención se dirige a la Parusía, convirtiéndose este Canto en una profecía de la segunda venida de Nuestro Señor.
A la confesión de la humildad de la Virgen, nada más grato a Dios, ni más comprensivo de parte de la que se sabe amada que pregonar así el éxtasis de la felicidad que siente al verse elegida, sucede la grandiosa alabanza de Dios: “Obró grandezas el Poderoso… desplegó el poder de su brazo…” (San Lucas I, 49.51).
Toda esta serie de alabanzas se refieren insistentemente a un solo punto: la exaltación de los pequeños y la confusión de los grandes, como para mostrarnos que esta paradoja es el más importante de los misterios que el plan divino presenta a nuestra consideración:
“Dispersó a los engreídos… bajó del trono a los poderosos, y levantó a los pequeños… llenó de bienes a los hambrientos y a los ricos los despidió vacíos…” (San Lucas I, 51-53).
En efecto, la síntesis del espíritu evangélico se encuentra en esa pequeñez o infancia espiritual que es la gran bienaventuranza de los pobres en espíritu, y según la cual los que se hacen como niños, no sólo son los grandes en el Reino, sino también los únicos que entran en él.
Los poderosos y ricos del mundo, como la Sinagoga de Satanás y sus satélites, la banca judaica, la masonería, el comunismo, el protestantismo, brazo derecho, los mahometanos, la secta Vaticano II. Dios los derribará para siempre. No podrán entrar en el Reino de Nuestro Señor Jesucristo, y la Parusía será para ellos una puerta cerrada.
Y en su misericordia se acordará de los judíos, quienes negaron y mataron a su Hijo, y los recibirá en la Santa Iglesia Católica, la Israel de Dios, una vez convertidos: “Acogió a Israel su siervo, recordando su misericordia” (San Lucas I, 54).
La Santísima Virgen alude a que Dios acogió al pueblo de Israel enviándole al Mesías prometido, que recién sería aceptado en los últimos tiempos, después de su conversión.
El autor Fillion señala el sentido de protección que tiene el término que usa la Santísima Virgen: “acogió” (San Lucas I, 54). Así lo había anunciado Isaías:
“Mas tú, oh, Israel, siervo mío… a quien he escogido, de la estirpe de Abraham… a quien he sacado de los extremos de la tierra, llamándote de los cabos de ella, y diciéndote: ‘Tú eres mi siervo; Yo te he escogido, y no te he desechado’” (Isaías 41, 8-9).
Dios le anunció al pueblo de Israel que se glorificará en el Santo de Israel, o sea, en Jesús: “Te alegrarás en Dios, te gloriarás en el Santo de Israel” (Isaías 41, 16).
En el mismo Isaías Dios vuelve a referirse al pueblo de Israel como su siervo, llamándole sordo, con relación a su rechazo (cf. Isaías 42, 19), y también cuando le dice que vuelva a Él porque ha borrado sus iniquidades (cf. Isaías 44, 21 ss.). Es la conversión de los judíos en los últimos tiempos.
Luego, el Magnificat de la Virgen nos promete el Reino de Jesús después de su segunda venida: “Conforme lo dijera a nuestros padres en favor de Abraham y su posteridad para siempre” (San Lucas I, 55).
Hace notar Fillion que el texto no dice que Dios se acordó de su misericordia para con los patriarcas, incluyendo a Abraham y su descendencia “hasta ese momento”, sino “para siempre”, pues la misericordia prometida a Abraham se extiende a la Israel de Dios, la Santa Iglesia Católica, su Reino, su descendencia para siempre.
Al momento de pronunciar su Magnificat la Santísima Virgen creía, como los Reyes Magos, el sacerdote Zacarías, el anciano Simeón, los Apóstoles, y todos los piadosos israelitas que aclamaron a Jesús el Domingo de Ramos, que el Mesías-Rey sería reconocido por su pueblo, según la promesa que María había recibido del ángel con respecto a su Hijo: “el Señor Dios le dará el trono de David su padre y reinará en la casa de Jacob para siempre, y su reinado no tendrá fin” (San Lucas I, 32-33).
Pero como Nuestro Señor es signo de contradicción, como le dice a María el anciano Simeón, no fue reconocido como Mesías en su primera venida: “Éste es puesto para ruina y para resurrección de muchos en Israel, y para ser una señal de contradicción” (San Lucas II, 34).
Es signo de contradicción porque es el gran misterio de todo el Evangelio: “cuando el sol se levantó, se abrasaron (las semillas); no teniendo raíz, se secaron (las semillas)” (San Mateo XIII, 6).
Por el misterio de la ignorancia de María, María vivió de fe, como Abraham (cf. Romanos IV, 18); de esa fe que es la vida del justo (cf. Romanos I, 17); de esa fe que Isabel le elogió como su virtud por excelencia (cf. San Lucas I, 45): “ellos no comprendieron las palabras que les habló” (San Lucas II, 50).
Así, el anciano Simeón introdujo una espada en María—el rechazo del Mesías por Israel—cuya inmensa tragedia conocerá María al pie de la Cruz. El rechazo serviría para que toda la humanidad creyera en Él.
Precisamente, el profeta Miqueas menciona a Jacob y a Abraham no solo como representantes del pueblo de Israel sino también de todas las naciones, pues tanto Israel como las gentes todas tendrán parte en el Reino de Nuestro Señor en la Parusía:
“Tú manifestarás tu fidelidad a Jacob, y a Abraham la misericordia, que juraste a nuestros padres desde los días de la antigüedad” (Miqueas VII, 20).
Las naciones incircuncisas habrían de recoger del seno del pueblo escogido las profecías mesiánicas en las que descansa como sobre roca inconmovible la verdad, la gracia y la fidelidad de Dios.
Así acaba el Magnificat, con el mismo sentido con que acaban las palabras de la profecía de Miqueas.
Todo en este Cántico conduce a la Parusía, como todo en la Sagrada Escritura, porque es el reinado de Cristo, y su Madre: ¡Viene el Rey y la Reina! Nuestro Señor Jesucristo no va a abandonar a su Madre.
Lo ratifica el libro del Sirácida, que se lee en el Común de las Fiestas de la Santísima Virgen. Como la Sabiduría, Ella viene a establecer su trono en Jerusalén, junto a todos los santos de la Iglesia:
“Y así fijé mi estancia en el monte Sión, y fue el lugar de mi reposo la ciudad Santa, pues en Jerusalén está mi trono. Y me arraigué en un pueblo glorioso (Israel de Dios, la Santa Iglesia), y en el lugar de la heredad de mi Dios; y mi habitación está en la reunión plenaria de los santos” (Sirácida XXIV, 15-16).
El Rey y la Reina vienen en su Justicia. Todo en la Iglesia coincide perfectamente. Todo ofrecido a nosotros en su Liturgia.
En la fiesta del Domingo XVI, que hoy se conmemora, se dice en el Gradual con palabras tomadas del Salmo 101: “Temerán las naciones tu nombre, oh, Señor, y todos los reyes de la tierra, tu gloria. Porque edificó el Señor a Sión, y será visto en su majestad”.
Y en la Santa Misa de hoy, el Nacimiento de la Santísima Virgen:
“Salve, Madre Santa, que diste a luz al Rey que rige cielos y tierra por los siglos. Mi corazón exhaló una bella canción; al Rey le dedico mis obras” (Introito).
“Bendita y venerable eres, Virgen María, que sin menoscabo de tu pudor, te hallaste Madre del Salvador. ¡Virgen Madre de Dios! El que no cabe en todo el orbe como Dios, se encerró en tus entrañas como Hombre” (Gradual).
“Feliz eres y dignísima de toda alabanza, oh, Sagrada Virgen María, porque de ti nació el Sol de Justicia, Cristo nuestro Dios” (Aleluya).
“Dichosa eres, oh, Virgen María, tú que llevaste en tu seno al Creador de todos; que engendraste a tu Hacedor, y eternamente permaneces Virgen” (Ofertorio).
¡Ven pronto, Señor Jesús, que al nacer de la Virgen no menoscabaste antes consagraste la integridad de tu Madre! ¡Ven, con Ella, la Reina!
Si nos equivocamos, nos retractamos.
¡No tardes, Señor Jesús!
Amén.
Natividad de la Santísima Virgen María – 2024-09-08 – Proverbios VIII, 22-35 – San Mateo I, 1-16 – Padre Edgar Díaz