El encallecimiento del duro corazón de los hombres no se conmueve al oír el tan lastimoso dolor de María:
“Dolorosa y llorosa estás, Virgen María, al pie de la cruz del Señor Jesús, tu Hijo Redentor” (Gradual).
Era una Madre muy noble y santa, la cual tenía un Hijo único, el más amable e inocente, el más hermoso y reverente de su Madre de cuanto se pueda imaginar, siempre con sumo respeto, obediencia y amor.
Pero por envidia de sus enemigos fue falsamente acusado, y el juez inicuo, por no disgustarlos, después de confesar su inocencia, le condenó a muerte infame, como ellos pedían.
El Hijo ajusticiado con tanta inhumanidad, Nuestro Señor Jesucristo, fue crucificado ante la presencia de su Madre, María Santísima: “La Madre piadosa estaba junto a la cruz, y lloraba, mientras el Hijo pendía” (Secuencia).
Esta pena que sufrió María es mayor que la que Ella habría sufrido si hubiera muerto mil veces. Merece de nuestra parte nuestra consideración, compasión, agradecimiento y reconocimiento como la Persona que más ha sufrido en el mundo, después de Nuestro Señor. Por sus sufrimientos María es Reina de los Mártires.
Su pena superó a la de todos ellos juntos, por haber sido más prolongada y dolorosa. Fuera del de su santísimo Hijo, que le labró la corona, el martirio de María fue el mayor de cuantos el mundo vio.
Que María fuese mártir verdaderamente no se puede poner en duda, ya que para ser mártir basta sufrir un dolor suficiente como para quitar la vida, aunque por alguna causa no se llegue a perder.
Así lo entiende San Alfonso María de Liguorio, que dice que por mártir es venerado San Juan Evangelista, a pesar de que no murió en la tina de aceite hirviendo, sino que salió de ella con mejor aspecto y complexión con que entró, como dice el Breviario Romano en su fiesta del 6 de Mayo.
Y Santo Tomás de Aquino sostiene que para merecer la gloria de mártir no es menester más que ofrecerse a la muerte.
María fue mártir no a manos de verdugos, sino a fuerza de penas en el corazón, según confiesa San Bernardo. Su penar fue una muerte lenta, de toda la vida. Nuestro Señor Jesucristo comenzó a padecer desde su nacimiento, y su Madre, a imitación suya, también.
Mar amargo quiere decir su nombre, entre otras significaciones que tiene, y por esto se le aplican las expresiones del profeta Jeremías: “Grande como el mar es tu quebranto” (Lamentaciones II, 13).
Toda el agua del mar es amarga y salada, y toda la vida de María fue un mar de amargura, ocasionada por tener de continuo presente la Pasión de su Hijo.
No podemos dudar que iluminada por el Espíritu Santo, entendiese todas las profecías concernientes a la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo mucho más claramente que los profetas que las anunciaron, y que la compasión de los dolores que el Señor había de sufrir por los pecados ajenos, angustiase sobremanera el alma de María aún antes de la encarnación de su divino Hijo.
Después, su martirio se aumentó mucho más y hasta la muerte no se le acabó.
Dentro de una capilla de la Basílica de Santa María la Mayor, en Roma, Santa Brígida tuvo una visión donde se le apareció la Santísima Virgen con el santo anciano Simeón y un ángel que traía en la mano una larga espada y ensangrentada, símbolo del dolor acrísimo que traspasó el pecho de la Madre todo el tiempo de su vida.
Es como si María nos hubiera dicho: “Almas redimidas, hijas de mis dolores, no limitéis vuestra compasión a las tres horas en que al pie de la cruz vi espirar a mi dulcísimo Hijo; que mucho antes empezaron mis penas, y al darle de niño el pecho, y al estrecharle entre mis brazos, y a todas horas, antes y después de la resurrección, tuve viva y como reciente la llaga más profunda en medio mi alma”.
De esta manera el tiempo, que suele mitigar las penas a los afligidos, no alivió en nada las de María, sino al contrario, mayores eran, viendo tan aprisa acercarse el momento de la Pasión y la Muerte del Señor.
Crece la rosa, pero crece entre espinas; y así, María vivió continuamente, sufriendo inocentemente, pues no podía haber culpa alguna en la Inmaculada Concepción, la Llena de Gracia.
Nadie amó más a Jesús que Su Madre Santísima; y por eso nadie sufrió más que Ella por amor a Él, el Inocente de los inocentes.
“¿Cuál hombre no llorara, si a la Madre contemplara, de Cristo, en tanto dolor? Y ¿quién no se entristeciera, ¡Madre piadosa! Si os viera, sujeta a tanto rigor?” (Secuencia).
Grande fue el impacto del Corazón de María cuando oyó las tristes palabras de Simeón: “Éste es para ruina y resurrección de muchos en Israel, y para ser una señal de contradicción, y a ti misma, una espada traspasará tu alma” (San Lucas II, 34-35).
Agudo fue el dolor cuando tuvieron que huir a Egipto para salvar a su Hijo de la matanza decretada por Herodes: “Levántate y toma al niño y a su madre y huye a Egipto … porque Herodes va a buscar al niño para matarlo” (San Mateo II, 13).
Llena de preocupación y de fatiga, regresó con José a Jerusalén, después de haberse percatado que el Niño se había perdido: “Tu padre y yo te estábamos buscando con angustia” (San Lucas II, 48).
Sus llorosos ojos se fijaron en Jesús en el camino al Calvario. Esta Madre, tan dulce y amorosa, salió al encuentro de su Hijo en medio de quienes lo arrastraban a tan cruel muerte.
Dos sacrificios hubo en el Calvario: uno, el de Jesús; el otro, el del Corazón de María: “Junto a la cruz estaba de pie su madre … e inclinando la cabeza Jesús expiró” (San Juan XIX, 25.30).
Bajado de la cruz, el cuerpo de Jesús fue colocado en su regazo, y luego en el sepulcro:
“Bajó el cuerpo de Jesús (José de Arimatea) y lo envolvió en un sudario, lo depositó en un sepulcro … y arrimó una loza a la puerta del sepulcro” (San Marcos XV, 46. Cf. San Juan XIX, 38-42).
¡La de María fue una lenta agonía!
Hay dos maneras de sufrir. Una, el dolor culpable; y otra, el inocente. El sufrimiento inocente es necesario, pues es para salvación; el culpable, si no hay arrepentimiento, lleva al infierno, porque es un dolor desesperado.
Luego, se impone aprender a sufrir y a ofrecer, inocentemente, como María.
La contemplación de los sufrimientos de María nos sirve de escuela para saber sufrir y ofrecer al Señor nuestro sacrificio para nuestra salvación, cuidando de que no sea manchado por la culpa.
Por esta razón, San Pablo nos recuerda nuestros sufrimientos: “…soportasteis un gran combate de padecimientos … padecisteis afrenta y tribulación … encarcelados … aceptasteis gozosamente el robo de vuestros bienes …” (Hebreos X, 32-35).
El sufrimiento es útil. En vano sería distraerlo de su objetivo o en vano sería ilusionarse con la promesa de que pronto, lo más rápido posible, debemos deshacernos de él. Así vive el mundo, buscando cómo desterrar del medio el sufrimiento.
Tampoco se debe recurrir al naturalismo para mitigarlo, diciendo que para calmar el sufrimiento se debe apelar a la virilidad, a la fuerza del carácter y, en la práctica, al estoicismo.
La Santa Iglesia Católica enseña algo muy distinto de todo eso. Enseña que hay que empeñarse y saber sufrir, esto es, sublimarlo haciéndolo inocente para ofrecérselo a Dios.
No guardarse el dolor para uno mismo, sino para Dios, para que Él pueda disponer y usarlo para una causa justa. El dolor tiene un gran poder sobre el corazón de Dios, y así, sirve para provecho de muchos.
Es necesario pues reeducarnos en la estimación del dolor, y en comprender que debemos dirigir la pena o renuncia hacia objetivos concretos:
La curación de una persona querida, la conversión de nuestros familiares, la obtención de una gracia importante, la santificación de los sacerdotes, las necesidades de los indigentes, etc. ¡Por todo eso hay que sufrir!
Una refinada obra de sublimación y santificación del dolor no se llega sino a través de la piadosa participación en la Santa Misa.
Es en la Santa Misa cotidiana donde el dolor humano se une a la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo y donde cada gota de sufrimiento y de llanto adquiere el valor sobrenatural de redención y de gracia.
¿Por cuál otra razón la Santa Misa es y será celebrada cada día sobre la tierra hasta la consumación de los siglos, sino para hacer posible y actual en el tiempo esta mística confluencia?
Con el Sacrificio de Nuestro Señor Jesucristo en la Cruz la redención de la humanidad ha sido definitivamente concluida y nada debe o puede ser añadido de parte de Dios.
Ninguna necesidad hay de parte de Cristo de repetir cada día tal sacrificio, como adviene, mística pero realmente, en la celebración cotidiana de la Santa Misa. La exigencia de esta reiteración proviene, sin embargo, del hombre.
Cada hombre y cada tiempo de los hombres tiene la oportunidad de unir la pequeñez de los propios sufrimientos y el tedio cotidiano de la propia existencia, al sufrimiento de Nuestro Señor, con el único fin de conferirles, por tal feliz mixtura en la Santa Misa, valor sobrenatural de redención y de gracia.
He aquí por qué en la Santa Misa se realiza un complemento necesario del sacrificio divino; en el sentido de que la humanidad encuentra el modo, cada día de su atormentada existencia, de ofrecer su dolor.
Es, por tanto, en la Santa Misa donde se debe hacer la ofrenda del sufrimiento; cuando el sacerdote infunde en el cáliz las pocas e insípidas gotas de agua al vino ardiente y generoso que se convertirá en la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo.
A imitación de María, al pie de la Cruz, nosotros también podemos entregar el nuestro a Dios y así, al pie de la Santa Misa, sublimarlo. ¡Qué combate el de nuestras vidas!
“Por los pecados del mundo vio a Jesús en tan profundo tormento la dulce Madre. Vio morir al Hijo amado, que rindió desamparado, el espíritu a su Padre” (Secuencia).
Al pie de la Cruz, donde una espada de dolor atravesó el corazón de María, Jesús nos entregó a su Madre como Madre. En la persona del apóstol San Juan nos acogió María como a sus hijos a costa de dolores tan acerbos.
Y como Madre concede cuatro gracias especiales a quienes invoquen a la Santísima Madre en nombre de sus dolores. Menciona Santa Isabel de Hungría estas gracias que serán concedidas:
Una contrición perfecta antes de su muerte; protección en todas sus tribulaciones; el recuerdo permanente de la Pasión de Nuestro Señor y la recompensa y todas las gracias que Dios quiera derramar sobre esa persona y su perseverancia hasta el fin.
La perseverancia hasta el fin en medio de las tremendas tribulaciones que aún debemos padecer es lo más importante; junto con la gracia de vivir y perseverar siempre en el servicio de su Hijo amadísimo, a fin de que merezcamos alabarlo eternamente en el cielo.
La sublimación del sufrimiento para alcanzar estas gracias es lo que la humanidad no aprendió. Innumerables gentes no saben por qué sufren; ni qué hacer con su sufrimiento. No entienden el sufrimiento de la vida.
No hay conciencia de ser culpables, ni de que el sufrimiento es nuestro merecimiento. Tampoco hay conciencia de la necesidad de alcanzar la inocencia como compensación por la culpa.
No se llega a comprender el por qué hay que sufrir, y de una manera muy específica, inocentemente, con aquellos dolores que nos fueran impuestos por Dios.
En cambio, “el justo mío vivirá por la fe; mas si se retirare, no se complacerá mi alma en él’” (Hebreos X, 36-38).
No se complacerá Dios en quien se retirare de la batalla de la batalla del sufrimiento, en quien no luche hasta el fin: “Pero nosotros no somos de aquellos que se retiran para perdición, sino de los de la fe para ganar el alma” (Hebreos X, 39).
Sólo la confianza que da la fe en Dios podrá sostenernos en medio de las persecuciones anunciadas antes de la Parusía. Y la confianza que tenemos en Dios nos obtendrá el premio: “Vuestra confianza … tiene una gran recompensa …” (Hebreos X, 32-35).
Y al sufrimiento debemos sublimarlo: “Tenéis necesidad de paciencia, a fin de que después de cumplir la voluntad de Dios obtengáis lo prometido” (Hebreos X, 36).
Es la actitud que corresponde necesariamente a todo el que vive en un periodo de expectación y no de realidad actual: “Porque todavía un brevísimo tiempo, y el que ha de venir vendrá y no tardará” (Hebreos X, 37).
Muchos desertarán de la esperanza en el camino: “abandonando la común reunión, como es costumbre de algunos…” (Hebreos X, 25).
Desertan de la Santa Misa, la escuela del dolor, donde nos animamos mutuamente “y tanto más, cuanto que veamos acercarse el día” (Hebreos X, 25).
La común reunión es la unión de todos en Cristo el día de su venida, la reunión de todos los fieles de la Iglesia, en el día de la segunda venida de Jesucristo, que los primeros cristianos miraban como próximo.
“¡Oh, Madre, fuente de amor, hazme sentir tu dolor, para que llore contigo. Y que por mi Cristo amado, mi corazón abrasado, más viva en Él que conmigo” (Secuencia).
“¡Virgen de vírgenes santas! Llore yo con ansias tantas, que el llanto dulce me sea … Haz que su Cruz me enamore, y que en ella more, de mi fe y amor indicio, porque me inflame y encienda, y contigo me defienda, en el día del Juicio” (Secuencia).
¡Ven pronto Señor Jesús!
Los Siete Dolores de la Santísima Virgen María – 2024-09-15 – Judit XIII, 22-25 – San Juan XIX, 25-27 – Padre Edgar Díaz