San Luis Rey de Francia - 25 de Agosto El Greco |
Según la interpretación del padre Castellani, la Iglesia y la Monarquía Cristiana del Medioevo son realmente el “caballo blanco” del Primer Sello que “… salió venciendo para vencer” (Apocalipsis VI, 2). Es la imagen de la Iglesia de antaño “coronada de oro, y con un arco en la mano que llegaba lejos” (Apocalipsis VI, 2), pero que no alcanzó la estatura querida por Nuestro Señor.
De hecho la Edad Media terminó con el paganismo, contrarrestó las irrupciones asiáticas (con Carlos Martel, Carlomagno, las Cruzadas, la Reconquista de España, etc.); dominó las herejías sociales de tipo comunista, como los albigenses; y señoreó el gentilismo en todo el orbe, con los grandes descubrimientos y conquistas, que la cierran como un broche de oro.
Pero en la Carta a los de Tiátira (cf. Apocalipsis II, 18-29) Nuestro Señor tiene algo muy importante que reprochar a este segmento de la historia de la Iglesia: el triunfo del protestantismo, principalmente en Alemania, Países Bajos, e Inglaterra:
“Conozco tus obras, tu amor, tu fe, tu beneficencia y tu paciencia (le dice a la Iglesia del Medioevo) … pero tengo contra ti que toleras a esa mujer Jezabel, que enseña a mis siervos y los seduce para que cometan fornicación y coman lo sacrificado a los ídolos” (Apocalipsis II, 19-20).
Esa mujer representa la adulteración y falsa doctrina del protestantismo, que sedujo a gran parte de los católicos en Europa: “A los que adulteren con ella, (los arrojo) en grande tribulación si no se arrepienten de sus obras” (Apocalipsis II, 22). El mismo peso de la corrupción humana y la herejía hizo que los hombres de Iglesia comenzaran a declinar.
Mas a quienes permanecieron fieles se les dijo: “a vosotros, que no seguís esa doctrina (la del protestantismo) …: no echaré sobre vosotros otra carga. Solamente, guardad bien lo que tenéis, hasta que Yo venga” (Apocalipsis II, 24-25).
Es la primera mención de la Parusía en el Apocalipsis; y la tradición—en el sentido de ‘fijar’ o ‘conservar’—aparece también como ley de la Iglesia posterior a la gran defección. Lo que tenéis conservadlo, reforzadlo, hacedlo fuerte, para seguir en la verdad.
Al respecto, el Concilio de Trento fijó las instituciones de la Iglesia, y, desde entonces, no se hacen cambios, en el sentido de reformas, reestructuraciones, creaciones. Se fijó el culto, la liturgia, el derecho canónico, las costumbres católicas: de todo eso, que se nos ha dado, vivimos nosotros—dice Castellani en 1956.
La recomendación de aferrarse a lo tradicional se repite en forma más apremiante y dramática en la admonición a la Iglesia de Sardes (cf. Apocalipsis III, 1-6), la parte de la historia de la Iglesia ahora que son los últimos tiempos: “Ponte alerta y consolida lo restante, que está a punto de morir” (Apocalipsis III, 2). ¡Consolida lo que te queda, aunque de todas maneras haya de perecer!
Según se entiende, todo el rostro humano de la Iglesia está por morir. Toda institución católica, cuando se presente el Anticristo, va a desaparecer: solo quedarán focos de catolicismo aislados por el mundo. Y conservar, reforzar, hacer fuerte a la doctrina tiene un premio:
“Y al que venciere y guardare hasta el fin mis obras (mi doctrina), le daré poder sobre las naciones, —y las regirá con vara de hierro, y serán desmenuzadas como vasos de alfarero; así como Yo recibí de mi Padre” (Apocalipsis II, 26-28).
El mundo moderno se ha olvidado por completo de que Cristo es Rey—cosa que Nuestro Señor ha recibido de su Padre, afirma Castellani; por lo cual se instituyó la festividad de Cristo Rey, contra la herejía del liberalismo (el desligarse de Dios).
Como se quiebran los vasos de arcilla con un barrote de hierro, así quebrará también Cristo a este mundo blandengue cuando vuelva, si es que ya no lo está haciendo.
La Iglesia de la Edad Media, Iglesia de fe, fue una imagen del Reino de Cristo en la tierra; y los reyes cristianos de entonces no fueron muy dulzones con los que estaban en el error, o los que amenazaban el orden de la sociedad cristiana. Con humor Castellani lo describe así: “el Reino de Cristo no son turrones y merengues”.
Pero la Monarquía Cristiana, como institución humana que duró diez siglos, fracasó parcialmente en su misión de instaurar una sociedad y un estado del todo cristianos; como había fracasado totalmente Bizancio, lo que fue la causa del Cisma Griego.
Fue el Reino de Cristo lo que no alcanzaron a instaurar de hecho; y el espíritu pagano y herético que tiende a relegar la religión al templo y absolutizar al estado fuera del templo, volvió a la carga. Resistió obcecadamente, progresó lentamente y al fin venció con Lutero y la Revolución Francesa.
En sus elementos humanos la Iglesia gloriosa del Medio Evo fracasó en la instauración del Reino de Cristo en la tierra, la crisis del mal llamado renacimiento con su infaustísima reforma protestante.
Si en los Sellos del Apocalipsis, los Cuatro Caballos con sus jinetes (cf. Apocalipsis VI, 1-8) son una serie de calamidades sobre la tierra, el Primer Caballo, o Primer Sello, o Caballo Blanco, representa la Edad Media en su fallido intento de instaurar el Reino de Dios en la tierra.
Sin embargo, todas estas promesas del Reino no pueden quedar en vano, y, para los que salieron adelante, se cumplirán como premio en el período de paz, triunfo y esplendor religioso que seguirá al derrocamiento del Anticristo con la Parusía.
Es ese precisamente el premio: ver “la estrella matutina” (Apocalipsis II, 28). Esta estrella preanuncia la salida del sol; el sol es Cristo en su segunda venida.
A partir del momento en que comenzó la decadencia humana de la Iglesia los fieles no deben poner sus ojos en triunfos temporales, que les serán negados—como vemos hoy día hasta de sobra—sino solo en la Segunda Venida, que será su indefectible estrella guiadora.
Es éste el dilema en el que nos encontramos al final de los tiempos: ¿Triunfos Temporales? ¿Restauración de Roma? ¿Volver a intentar implantar el Reino de Dios en la tierra con nuestro esfuerzo? ¿Hacer justicia por nuestra propia cuenta? o esperar y amar la venida de Cristo.
Hay muchos textos que muestran la extensión universal del Reino de Cristo en el mundo que no han tenido lugar todavía. Luego, tienen que cumplirse las siguientes profecías:
“El Señor me ha dicho: Tú eres mi Hijo, hoy te he engendrado Yo. Pídeme y haré de las naciones tu heredad y te daré en posesión los confines de la tierra” (Salmo 2, 7-8).
Por estas palabras el Padre promete a su Hijo, Cristo, el dominio y el imperio sobre el universo, y no en modo de dominio, sino también de posesión y aprehensión (o apoderamiento). En este sentido lo entienden perfectamente los intérpretes y Santos Padres.
Es vocación de las naciones estar bajo el dominio e imperio de Nuestro Señor Jesucristo; es la difusión del amplísimo Reino de Cristo por todo el orbe, como se predijo: “Dominará de mar a mar, desde el río hasta los confines de la tierra” (Salmo 71 [72], 8).
La expresión hebrea “los confines de la tierra” siempre significa “toda la tierra”, como lo entendieron los Santos Padres. Por eso, no es correcto restringir y entender el sentido de aquellas palabras al mundo conocido por los hebreos en tiempo de Salomón, pues realmente son palabras generales que significan toda la tierra universal.
De las palabras del profeta Daniel: “Mientras que la piedra que había herido a la estatua se hizo una gran montaña” (Daniel II, 35) se deduce que el Reino de Cristo se extenderá por todo el orbe, así como aquella piedra llena toda la tierra universal, según la interpretación del mismo Daniel.
Es el Reino nuevo suscitado por Dios, que ya no desaparecerá más, el Reino de Nuestro Señor Jesucristo:
“En los días de aquellos reyes (mundanos y luciferinos) el Dios del cielo suscitará un reino que nunca jamás será destruido, y que no pasará a otro pueblo; quebrantará y destruirá todos aquellos reinos, en tanto que él mismo subsistirá para siempre, conforme viste que de la montaña se desprendió una piedra…” (Daniel II, 44-45).
También lo expresa el profeta Zacarías: “Y reinará Dios sobre la tierra toda y Dios será único y único su nombre” (Zacarías XIV, 9).
Estas palabras son suficientemente claras y en vano tienden a obscurecerlas aquellos que las quieren explicar diciendo que no es toda la tierra universal, sino solo la tierra palestina.
Los Santos Padres y los más rigurosos intérpretes entienden estas palabras de Zacarías del Reino universal del Señor sobre todo el orbe. Tirino dice:
“El Señor Dios será rey. Y será honrado como rey por toda la tierra, no solo en Judea sino por todo el orbe, es decir, a través de Cristo surgirá inmediatamente el reino. Y, derribados los ídolos, se venerará a un solo Señor en todo lugar y por todo el orbe, es decir, el nombre de Cristo. Así opinan San Jerónimo, A Lápide, y otros.”
En efecto, San Jerónimo dice:
“Entonces el Señor será rey sobre toda la tierra, y diremos: ‘¡El Señor ha reinado, exulte la tierra!’ (Salmo 96 [97], 1), y también ‘Pregonad entre los pueblos que el Señor ha reinado… Pues ha enderezado el orbe de la tierra y ya no se moverá’ (Salmo 95 [96], 10)”.
San Agustín también afirma esto:
“En Zacarías así está: ‘En aquel día saldrán de Jerusalén aguas vivas: la mitad de ellas hacia el mar oriental, y la otra mitad hacia el mar occidental, tanto en verano como en invierno’ (Zacarías XIV, 8), esto es desde Jerusalén hasta el fin de la tierra serán verano e invierno; esto es en todo tiempo. ‘Y será el Señor rey en toda la tierra’ (Zacarías XIV, 9), esto es, Cristo dominará toda la tierra”, concluye San Agustín.
Hablando de la visión de San Pedro y de la conversión del centurión Cornelio, dice San Agustín:
“Que esta visión significa la conversión de los gentiles, no necesitamos suponerlo; el mismo apóstol (San Pedro) nos lo explicó hablando del mantel que se le ofreció. Pues al entrar en la casa donde estaba Cornelio y donde se habían reunido muchos, les dijo Pedro: ‘Sabéis que a un judío le está prohibido tener trato con los extranjeros o entrar en su casa; pero a mí me ha enseñado Dios a no llamar impuro o manchado a ningún hombre’ (Hechos de los Apóstoles X, 28).
Así explicó aquella vez que, referida a los animales que se mostraron en el mantel, había oído: ‘Lo que Dios ha declarado puro, no lo llames tú impuro’ (Hechos de los Apóstoles X, 15).
¿Quién no ve que en aquel mantel se significaba el orbe de la tierra con todos los pueblos? Por eso estaba atado por los cuatro ángulos, que significaban las cuatro partes bien conocidas del orbe, oriente, occidente, septentrión y mediodía, que cita con tanta frecuencia la Escritura”.
Y repite e insiste San Agustín con frecuencia, y procura probar con muchos diversos textos la conversión de los gentiles:
“Se nos ha anunciado que la Iglesia se había de extender por todo el orbe. Y el mismo Señor, que ha testificado que esto se hallaba anunciado en la Ley, en los Profetas y en los Salmos … Empezó la Iglesia por Jerusalén, se propagó luego por Judea y Samaría y de allí a todo el mundo, donde continúa creciendo, hasta que, finalmente, conquiste todas las naciones, donde aún no existe. Quien evangelizase otra cosa sería anatema”.
Nuestro Señor reprochará a unos, y premiará a otros. A unos por haber descuidado en su momento la extensión del Reino de Cristo sobre la tierra; a otros, por el contrario, por conservar, reforzar y hacer fuerte la justicia de Dios.
Se les reprocha no haber procedido según el espíritu, mas según los apetitos de la carne, como nos dice San Pablo hoy (cf. Gálatas V, 16): “fornicación, impureza, lascivia, idolatría, hechicería, enemistades, contiendas, celos, ira, litigios, banderías, divisiones, envidias, embriagueces, orgías y otras cosas semejantes” (Gálatas V, 19-21).
De esto San Pablo nos previene: “los que hacen tales cosas no heredarán el reino de Dios” (Gálatas V, 21). Y en el Evangelio se nos dice que comida, bebida, vestidos, “todas estas cosas las codician los paganos” (San Mateo VI, 32).
La Monarquía Cristiana del Medioevo falló parcialmente en implantar el Reino de Nuestro Señor Jesucristo en la tierra. La prueba está a la vista: la sociedad humana entera culminó volviendo al paganismo.
¡Y la conversión de los gentiles aún no se dio; solo la logrará la Venida de Nuestro Señor!
¡Amad, pues, la Parusía!
Dom XIV post Pent – 2024-08-25 – Gálatas V, 16-24 – San Mateo VI, 24-33 – Padre Edgar Díaz