viernes, 16 de agosto de 2024

La estatura perfecta de la Iglesia - Domingo XIII después de Pentecostés - P. Edgar Díaz


La lepra—dice San Agustín—es una mezcla desordenada de verdades y errores. Son leprosos los que no teniendo conocimiento de la verdadera fe admiten las diferentes doctrinas del error.

Hombres como estos son desterrados de los muros de la Iglesia, con el fin de que tal vez cuando estén lejos puedan levantar sus voces y clamar a Cristo por perdón y misericordia.

Que le hayan llamado “Maestro” (San Lucas XVII, 13), título con el cual (no sé si alguno alguna vez le rogó al Señor por una curación corporal, sostiene San Agustín), demuestra suficientemente que la lepra significa la falsa doctrina, de la cual el Buen Maestro nos limpia.

Diez hombres leprosos quedaron limpios, después de que Jesús les mandara: “mostraos a los sacerdotes” (San Lucas XVII, 14). San Agustín observa, además, que no se sabe que el Señor haya mandado a los sacerdotes a quienes concedió beneficios corporales más que a los leprosos.

En otra parte está escrito que Jesús le dijo a un leproso a quien había curado: “Muéstrate al sacerdote, y ofrece por tu purificación lo que Moisés prescribió, para testimonio de ellos” (San Lucas V, 14).

Y es que el sacerdocio judío prefiguraba el sacerdocio de la Iglesia Católica—continúa San Agustín. Los demás vicios los sana y corrige interiormente el Señor mismo, en la conciencia; pero el poder de introducir en la doctrina por los sacramentos y de catequizar por la predicación ha sido concedido a la Iglesia con su sacerdocio.

Es un contrasentido no presentar la doctrina de la Parusía y el Reino de Cristo en la tierra. A este tema no se le da la importancia que merece, dadas las circunstancias actuales de los últimos tiempos. No predicarlo es presentar la doctrina de un modo parcial.

Encima de esto, se predica y se promueve el error en temas tan importantes como la Infalibilidad Papal, la Tesis Papa Material vs. Papa Formal, y la Cuestión en contra de la Jurisdicción Supletoria.

Se fomenta también la unión con los herejes que celebran la Misa adulterada de Juan XXIII, Misa Una Cum Bergoglio, y con los grupos de aquellos que se quedan solos en casa pero no tan solos sino acompañados del demonio. 

¿Hasta cuándo insistir en el error? Por favor, hombres de Iglesia,  dejen ya de engañar a la gente con el error.

El leproso samaritano fue al sacerdote y volvió a Jesús limpio. Su fe se hizo íntegra en la verdad al conformarse con la fe de la Santa Iglesia Católica, y no podía estar menos que agradecido a Dios. 

A diferencia de los demás, que no volvieron a agradecer, no se contentó con haber sido sanado de su enfermedad. No quería solo una parte de la realidad, sino toda la realidad de Jesús. ¡Fue por todo! 

Y con su humilde reconocimiento (cf. San Lucas XVII, 15-16) señaló que deseaba tener parte en su Reino. Comprendió la importancia de estar unido a Jesús y el alcance de la fe en la unidad de ese Reino.

En respuesta, Jesús lo premió: “Tu fe te ha salvado” (San Lucas XVII, 19). De diez, solo uno se salvó por su fe íntegra. Los otros nueve, en cambio, se quedaron a medio camino porque tuvieron una fe incompleta, mezquina y parcial.

Y por soberbia, no conservaron la unidad, sino que perdieron el Reino de Nuestro Señor, por la falta de visión sobrenatural de la Iglesia. La unidad trascendental solo se conserva si es en la fe, la verdad y la doctrina intacta y completa, de lo contrario, solo hay una falsa unidad. 

¿Por qué no vinieron los otros a agradecer a Nuestro Señor? Porque no se interesaron por la Fuente del bien, sino solo por el bien parcial que habían recibido con su cura. Se sintieron satisfechos con su paga, modesta comparándola con la grandiosidad del Reino de Nuestro Señor Jesucristo.

Lo mismo pasa hoy con los hombres de Iglesia y con algunos fieles. Uno solo, o muy pocos, tan solo un décimo, como los leprosos, se interesa por la fe y doctrina completa y sana. ¿Por qué nadie predica sobre la Parusía y el establecimiento del Reino de Dios en la tierra?

A los hombres de Iglesia les interesa posicionarse en una mezcla de verdad y error—la lepra—como dice San Agustín. Buscan y buscan soluciones mezcladas de errores, sin atinar a ver que lo que se está desenvolviendo ante nuestros ojos es el desencadenamiento de eventos que conducen a la Parusía y al Reino de Dios en la tierra. ¿Hasta cuando van a negar esta realidad?

El único que quería deshacerse por completo de su lepra y hacerse con el verdadero significado del Reino de Nuestro Señor Jesucristo fue ese leproso samaritano, que deseó desde ese momento no quedar excluido de él. Volvió a agradecer por todo lo recibido, y alcanzó todo. ¡Es una cuestión de fe!

la Iglesia Católica le corresponde guardar el Depósito de la Fe, con la enseñanza de la verdad que libra de la lepra del error, y con la promoción constante y universal de la unidad de la fe.

En efecto, así Nuestro Señor mismo les dijo a sus discípulos: “Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a todas las creaturas” (San Marcos XVI, 15); por todo el orbe, entre todas las naciones.

Más tarde, esas palabras de Cristo fueron atestiguadas en el momento de ascender a los cielos: “Seréis mis testigos en Jerusalén, en toda la Judea, en Samaría y hasta los extremos de la tierra” (Hechos de los Apóstoles I, 8).

De hecho la Iglesia se reunió en el Cenáculo y desde allí salió, y por la predicación de los Apóstoles y de sus sucesivos sucesores, a lo largo de los tiempos, se propagó y dilató en todo el orbe y aún ahora se difunde y se dilata.

Así, por el ardiente celo de las almas y por el incansable trabajo de aquellos antiguos predicadores del Evangelio, la doctrina de Cristo, en los primeros tiempos de la Iglesia, fue difundida a lo largo y extensamente, y traspasó las fronteras del mismo imperio romano. Tertuliano mismo dijo que Cristo reinaba en todas partes.

Sin embargo, como hace notar Maldonado, antes que el camino hacia América estuviera abierto “la parte del orbe restante, era mayor que una cuarta parte”. Allí la noticia del Evangelio nunca había llegado. Todavía no se puede decir con precisión que el Evangelio haya sido predicado en todo el mundo.

En su tiempo San Agustín sostuvo expresamente que la Iglesia estaba creciendo: “Esta casa creció mucho, se engrosó con muchas gentes; sin embargo, aún no se apoderó de todas las naciones… (y) se apoderará de todas. Todavía crece; aún han de creer todas las naciones que todavía no creen… Lo que todavía está cerrado para los que luchan a espada (Israel), está abierto para los que combaten con el leño. Pues el Señor reina por el madero”.

En cuanto a la extensión o difusión de la fe el Reino de Cristo será pleno cuando el Evangelio haya sido predicado a todas las naciones y todas las naciones ingresen en la Iglesia, al menos de un cierto modo moral, y se conviertan los mismos judíos. Esta realidad debe ser esperada, y ha de ocurrir algún día, y así lo enseña San Pablo en su Carta a los Efesios.

Cristo Señor instituyó la Iglesia como una institución jerárquica, y estableció diversos grados de jerarquía: “Y Él mismo constituyó a unos apóstoles, a otros profetas, a estos evangelistas, a aquellos pastores y doctores” (Efesios IV, 11).

Y la razón y el fin de la jerarquía es “para la perfección consumada de los santos, para la obra del ministerio” (Efesios IV, 12). Es decir, para que el ministerio eclesiástico esté dirigido de forma razonable por santos ministros, cada uno en su cargo.

A continuación se especifica el fin de estos ministerios eclesiásticos: “para la edificación del Cuerpo de Cristo” (Efesios IV, 12), la Santa Iglesia Católica.

Por último, se delinea la meta que evidentemente debe alcanzarse: “hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del (pleno) conocimiento del Hijo de Dios, cual varones perfectos, a la medida de la plenitud de Cristo” (Efesios IV, 13).

Por eso, los diversos trabajos y las obras del ministerio jerárquico tienden a “la edificación del Cuerpo de Cristo” (Efesios IV, 12), es decir, a que todos los hombres se conviertan a la fe y accedan a Cristo, “la piedra viva” (1 Pedro II, 4), y sean edificados sobre el mismo Cristo como “casa espiritual” (1 Pedro II, 5), “como moradas de Dios en el Espíritu” (Efesios II, 22), y así se hagan miembros del Cuerpo de Cristo.

La meta es que todos los hombres ingresen en la Iglesia, y en ella, en unidad de la misma fe, se reúnan y constituyan conjuntamente, al mismo tiempo con Cristo cabeza, un varón perfecto. La Iglesia debe alcanzar aquella medida de edad, o más bien, la magnitud y extensión que es propia de la plenitud de Cristo, esto es, una estatura y perfección de cuerpo perfecto, así para que con Cristo, única cabeza, también se realice el cuerpo como aquel varón perfecto.

Sin duda sería indecoroso si a la cabeza magna y perfecta, que es Cristo, se le adjuntara un cuerpo pequeño y exiguo. Debe, pues, el cuerpo responder a la cabeza, y así, pues, la Iglesia, que es el cuerpo de Cristo y su plenitud (cf. Efesios I, 23), debe alcanzar la perfección propia de la plenitud de Cristo, medida del cuerpo perfecto.

Esta estatura y perfección de la Iglesia incluye tres aspectos evidentes: la unidad o integridad de la fe, la universalidad en su expansión, y la firmeza de la misma fe. Solo cuando se alcancen estos tres objetivos en cuanto a la extensión de la fe tendrá lugar el Reino de Dios en la tierra.

En primer lugar, “la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios” (Efesios IV, 13), o integridad de la fe. El cuerpo del varón perfecto tiene una unidad conjunta con los miembros entre sí y con la cabeza. A este cuerpo de varón perfecto le corresponde en la Iglesia, una unidad perfecta en la fe, aquella unidad que quita y excluye las herejías, los cismas y las disensiones en la doctrina de la fe.

En segundo lugar, “hasta que todos alcancemos” (Efesios IV, 13). Evidentemente, el cuerpo del varón perfecto tiene su estatura y magnitud razonable y conveniente. A esto corresponde en la Iglesia, la universalidad de la fe; porque la Iglesia es, con justo título, universal, y por consiguiente entonces alcanzará su medida de estatura o extensión razonable, cuando será universal de hecho, al menos de modo moral. Consta que la fe aún no es universal de hecho.

Por último, el cuerpo del varón perfecto requiere y ha de tener firmeza en sus miembros. A esto corresponde, en la Iglesia, el logro de su perfección en la firmeza y estabilidad de la fe. La cual firmeza se expresa en aquellas palabras de San Pablo: “Para que ya no seamos niños, que fluctúan y se dejan llevar de todo viento de doctrinas por el engaño de los hombres, al antojo de la humana malicia, de la astucia que conduce engañosamente al error” (Efesios IV, 14).

Como se deduce de este texto de San Pablo a los Efesios, debe admitirse una realización de la Iglesia, el Reino de Cristo en la tierra, en la que Ésta alcanzará su perfección y llegará a la medida de edad o estatura que será adecuada para ser el cuerpo perfecto de Cristo, de tal manera que en ella se descubrirán al mismo tiempo la unidad o integridad, la plena universalidad, y la firmeza o estabilidad de la fe.

Demuestra así San Pablo con este texto que el Reino de Nuestro Señor Jesucristo exige un desarrollo pleno en la tierra. Tiene que lograrse en la tierra de una vez por todas la unidad en la fe, la extensión universal de la fe, y la firmeza de la fe, según nos ha revelado el Espíritu Santo a través de San Pablo.

Habían pasado apenas unos veinte años después de la destrucción de Jerusalén en el año 70 y la Iglesia incipiente ya experimentaba faltas en contra de la unidad de la fe, su universalidad y su firmeza.

En su Segunda Epístola San Juan se dirige a la Señor Electa, y sus hijos (cf. 2 Juan I, 1). Le exhorta a “caminar en el amor” (2 Juan I, 6), a conservar la unidad, porque muchos de sus hijos se han hecho falsos doctores al “no permanecer en la enseñanza de Cristo” (2 Juan I, 9).

La Señora Electa es la Iglesia, y no una dama, según muchos comentadores importantes. En el lenguaje cristiano no se solía llamar señoras a las mujeres (cf. Efesios V, 22 ss.; San Juan II, 4; San Juan XIX, 26).

San Juan llama así a la Iglesia Católica y usa esta forma velada y misteriosa por prudente disimulo en aquellos tiempos en que la apostasía ya afloraba: “estad en guardia, no sea que aquellos impíos os arrastren consigo por sus errores y caigáis del sólido fundamento en que estáis” (2 Pedro III, 17).

Eran apóstatas por no “esperar y apresurar la Parusía del día de Dios... pues esperamos—dice San Pedro—también conforme a su promesa cielos nuevos y tierra nueva en los que habite la justicia” (2 Pedro III, 12-13).

La apostasía llegaba a tal punto que San Juan ya no era recibido en algunas Iglesias: “Escribí algo a la Iglesia; pero el que gusta primar entre ellos, Diótrefes, no nos admite a nosotros” (3 Juan I, 9).

Diótrefes era uno de los obispos designados por el mismo San Juan, que abusaba de la autoridad que tenía sobre la comunidad. Éste era un “filoproteuon”—es decir, le gustaba primar—amaba el primer puesto.

A Diótrefes no le bastaba dominar sino que excluía a los que no estaban con él, aunque fuesen enviados de San Juan: “si voy allá—dice San Juan—le traeré a memoria las obras que hace difundiendo palabras maliciosas contra nosotros; y no contento con esto, ni él recibe a los hermanos ni se lo permite a los que quieren hacerlo y los expulsa de la Iglesia” (3 Juan I, 10). 

¡Así también hoy! Difunden el error, y si no se piensa como ellos no se es aceptado ni se les permite a quien quiera seguir la verdad y son expulsados. No entran ellos, ni dejan entrar. ¡Sepulcros blanqueados!

Monseñor Charue dice que esas expulsiones se trataban de verdaderas excomuniones. La animadversión de los malos cristianos contra los fieles servidores de Cristo estaba desde un comienzo, y esto solo se explica por la existencia del misterio de iniquidad: “El mundo os odia… os harán todo esto por causa de mi nombre, porque no conocen al que me envió” (San Juan XV, 19.21). 

Y prosigue: “Aún vendrá tiempo en que cualquiera que os quite la vida, creerá hacer un obsequio a Dios. Y os harán esto, porque no han conocido al Padre, ni a Mí” (San Juan XVI, 2-3), y porque “todo el que va más adelante y no permanece en la enseñanza de Cristo, no tiene a Dios…” (2 Juan I, 9).

Probablemente quien quiera ir más adelante sea gnóstico (pensamiento que sostiene el dualismo; dos principios, uno malo, otro bueno; el mundo material es malo; y por eso rechazan, aunque veladamente, la resurrección de los cuerpos, y con esto la Parusía). Quien quiere ir más adelante se separa de esa fe tradicional so pretexto de elevarse a una ciencia más sublime, o de una gnosis privada.

Estos “no tienen a Dios” (2 Juan I, 9), dice San Juan. Y nos previene: “Han salido al mundo muchos impostores que no confiesan que Jesucristo viene en carne. En esto se conoce al seductor y al anticristo” (2 Juan I, 7). 

Esto es, se oponen a tratar el tema de la Parusía y el Reino de Nuestro Señor en la tierra. Esto es así porque son cómplices del anticristo. En cambio, “el que permanece en la doctrina, ese tiene al Padre, y también al Hijo” (2 Juan I, 9).

No conciben que Cristo venga en carne porque, como los gnósticos, la carne implica algo malo, impropio de Dios, y así, poco les interesa la resurrección de los cuerpos, y la Parusía, y la perspectiva de vida después de ésta hasta el fin del mundo. Como el anticristo, no quieren que venga Cristo.

Y de esa manera atentan contra la unidad, universalidad, y firmeza de la fe. No aman realmente la verdad en su totalidad, como los nueve leprosos que no regresaron a agradecer, sino de modo parcial, y, por eso, no serán contados entre los afortunados de ver la Parusía.

La extensión de la fe aún no ha llegado a su plenitud, pero en cualquier momento llegará, por mandato de Nuestro Señor. Esto no será logrado por una Restauración de Roma.

Por el contrario, será necesario una intervención especial de Dios, el envío de los Dos Testigos, y de San Juan mismo: “muchas cosas tendría que escribiros, mas no quiero hacerlo por medio de papel y tinta, porque espero ir a vosotros, y hablar cara a cara, para que nuestro gozo sea cumplido” (2 Juan I, 12). 

¿Cuál es nuestro gozo? El de ver cumplida la extensión de la fe en el mundo entero: “Mucho me he gozado—dice San Juan—al encontrar a hijos tuyos que andan en la verdad, conforme al mandamiento que hemos recibido del Padre” (2 Juan I, 4).

Andar en la verdad es poner en práctica las enseñanzas de Cristo, que el Padre nos dio como único Maestro en su mandamiento en el Tabor: “Éste es mi Hijo muy amado… A Él debéis escuchar” (San Mateo XVII, 5).

Como San Juan, “todos los que han conocido la verdad” (2 Juan I, 1) aman la Iglesia, “por amor de la verdad que permanece para siempre en nosotros” (2 Juan I, 2). 

Para siempre; literalmente, por el siglo, es decir, mientras dure esta peregrinación por la tierra, los discípulos de Cristo—que es la Verdad—tenemos prometida la asistencia de amar a la Iglesia “hasta la consumación del siglo” (San Mateo XXVIII, 20).

Es claro que los que “han conocido la verdad” (2 Juan I, 1) se aman entre sí tanto más cuanto más crecen en ese conocimiento y lo comparten; son una sola alma. 

Por el mayor peligro de caer en manos de los seductores debe aferrarse la Iglesia a la verdad segura de la Revelación Bíblica y Apostólica: “Cuida el depósito, oh, Timoteo” (1 Timoteo VI, 20), lo cual es, el verdadero concepto de la Tradición.

Dice Monseñor Straubinger que es una lección impresionante y de saludable humildad el observar el abandono que desde el principio sufrieron los apóstoles—abandono que también sufrimos hoy—cuyo relato nos han dejado como si fuera su testamento y una admonición para nosotros que hemos llegado al final de los tiempos: 

“Su insensatez se hará notoria a todos como se hizo la de aquellos (impíos, herejes, y apóstatas)” (2 Timoteo III, 9); 

“Habrá falsos doctores entre vosotros que introducirán furtivamente sectarismos perniciosos... y por causa de ellos el camino de la verdad será calumniado... y harán tráfico de vosotros valiéndose de razones inventadas...” (2 Pedro II, 1-3);

“Luchad por la fe, que ha sido transmitida a los santos una vez por todas. Porque se han infiltrado algunos hombres... impíos que tornan en lascivia la gracia de nuestro Dios y reniegan del único Soberano y Señor nuestro Jesucristo” (Judas I, 3-4).

El galardón es el verdadero gozo de estar presentes en la Parusía, que, para los que estemos vivos, es el arrebato. 

Quienes no tienen esta doctrina jamás pedirían que se les prepare para la venida. “No tienen a Dios” (2 Juan I, 9), como los nueve leprosos que no volvieron por el todo, y se contentaron con una mezquina parcialidad.

En la urgencia de estos tiempos hay que ser directos. Se piensa y se quiere: ¡Hay que restablecer Roma! ¿Quién va a restaurar Roma? Pensar en una resurrección de Roma es presentar la doctrina de manera parcial, una verdadera mezquindad de pensamiento y de deseo ante la gloriosa y majestuosa venida de Nuestro Señor.

Es fácil decir: “Viene Cristo”, pero si no se predica ni se pide… se da a entender otra cosa.

¡Dios ya no los espera más! Si no se sigue la verdadera y sana doctrina se acabó el tiempo para ellos. Si nos equivocamos, nos retractamos.

¡Ven pronto, Señor Jesús!

Amén.

Dom XIII post Pent – 2024-08-18 – Gálatas III, 16-22 – San Lucas XVII 11-19 – Padre Edgar Díaz