sábado, 10 de agosto de 2024

¡Te lo pagaré cuando vuelva! - Domingo XII después de Pentecostés - p. Edgar Díaz

San Emigdio, Protector

La ciudad de Catamarca, Argentina, venera a San Emigdio, Obispo y Mártir, protector en contra de los terremotos, plaga que azota muy seguido a esta ciudad. El pasado viernes 9 de Agosto fue su fiesta. San Emigdio fue un obispo romano entre 273 - 303 o 309, y es mártir de la Iglesia Católica.

Las dos lecciones de su Misa aluden a terremotos. En el Evangelio Nuestro Señor Jesucristo dijo que “habrá grandes terremotos” (San Lucas XXI, 11) al final de los tiempos.

En la Epístola, tomada del Apocalipsis, se confirma esta predicción. Se relata que después de la subida al cielo de los Dos Testigos, a la vista de sus enemigos, se producirá un gran terremoto en Jerusalén “con el que se arruinó la décima parte de la ciudad y perecieron siete mil personas” (Apocalipsis XI, 12.13).

Además de grandes terremotos nos advirtió también Nuestro Señor sobre otros signos del final de los tiempos. Nos dijo que circularán “rumores de guerra y revoluciones” y nos consoló con estas palabras: “… primero estas cosas, pero no será enseguida el fin” (San Lucas XXI, 9).

¡No será enseguida el fin! En efecto, entre estas calamidades y el fin tendrá que suceder algo muy importante: el paso de Satanás a Nuestro Señor del imperio o poderío sobre este mundo, cuando suene la Séptima Trompeta y las grandes voces del cielo digan: “El Reino de este mundo ha venido a ser Reino de Nuestro Señor y de su Cristo y reinará por los siglos de los siglos. Amén” (Apocalipsis XI, 15).

El Reino de Nuestro Señor es la Iglesia Católica, que prosigue en la tierra la obra del mismo Cristo. Fue firmemente fundado en su Pasión, y luego transmitido por la predicación de la Iglesia.

Por la predicación se hizo conocer la ley nueva del Evangelio, y el premio o castigo eterno de Dios para los que la observen o infrinjan.

Por la Pasión fue vencido el diablo. Nuestro Señor satisfizo a Dios por los pecados de los hombres y los reconcilió con Dios, siendo Él mismo Salvador y Cabeza de su Cuerpo Místico, la Santa Iglesia Católica.

Fue propagado, ciertamente, en primer lugar, entre los israelitas, pero estos lo rechazaron. Por eso, luego, fue ofrecido a los gentiles, primero con mucho fruto, y ahora con mucha lucha, por la concupiscencia carnal y del mundo, y por la firme y fuerte oposición a Dios de los poderes mundiales.

Ciertamente, consta que este Reino tendrá su plena y perfecta consumación en el cielo, en la visión de Dios. Sin embargo, ahora nos preguntamos si es admisible, además, esperar una consumación del Reino de Jesucristo en la tierra, el tiempo posterior a estas calamidades y anterior al fin.

Según el Diccionario de la Real Academia Española “consumar” es llevar a cabo totalmente algo, y tiene por sinónimos, entre otros, los vocablos “realizar”, “cumplir” y “completar”.

Pero también tiene el sentido de proyectar alguna cosa hacia su perfección. Un ejemplo tomado del Sirácida nos da esta idea: “El perfecto temor de Dios es la sabiduría y la prudencia” (Sirácida XXI, 13). Así, en la medida en que se va adquiriendo sabiduría y prudencia se va creciendo en el temor de Dios. El temor de Dios llega a su “consumación”, según toda aquella perfección que le corresponde.

Así como en la vida espiritual de un hombre se distingue un estado incipiente, por el que se comienza a tender a la santidad; un estado adelantado, cuando se aprovecha de las gracias que Dios va dando; y un estado de perfección o consumación, también se puede distinguir en el Cuerpo Místico de Jesús, la Santa Iglesia Católica, un triple estadio: incipiente, avanzado, y perfecto o consumado.

Como la Iglesia Católica es el Reino de Nuestro Señor también se puede decir que en la tierra éste tuvo un estado incipiente; y luego, un estado de desarrollo o avanzado. Lo que aún no se ha visto de este Reino es aquella perfección que le corresponde en la tierra: esto es, la Iglesia Consumada en la tierra.

Estos tres estados del Reino se corresponden a tres formas de avanzar de la fe: la fe avanzó y avanzará en extensión por todo el mundo; en intensidad en cada miembro; y en remoción de los obstáculos, o escándalos, o eliminación de los impíos e inicuos para alcanzar la perfección.

Esta triple marcha del Reino de la Iglesia en la tierra se encuentra esbozada en tres parábolas de Nuestro Señor Jesucristo.

La primera es la parábola del grano de mostaza, que describe la difusión de la fe, la extensión y la dilatación de la Iglesia en el mundo entero: 

“El reino de los cielos es semejante a un grano de mostaza... Es el más pequeño de todos los granos, pero cuando ha crecido… viene a ser un árbol, de modo que los pájaros del cielo anidan en sus ramas” (San Mateo XIII, 31-32).

Comenzó la Iglesia siendo un “pequeño rebaño” (cf. San Lucas XII, 32), hasta llegar a desarrollarse grandemente por todo el mundo. 

También se puede ver este inicio en aquella piedra de Daniel, que se convirtió en “una gran montaña y llenó toda la tierra” (cf. Daniel II, 35).

El segundo crecimiento del Reino de Dios en la tierra, el de la intensidad de la fe en cada miembro, está indicado en la parábola de la levadura, que describe la fuerza y la eficacia de la doctrina de Cristo, la actuación de la gracia y los sacramentos necesarios para la santificación:

“El reino de los cielos es semejante a la levadura, que una mujer tomó y escondió en tres medidas de harina, hasta que todo fermentó” (San Mateo XIII, 33).

La mujer es la Iglesia. Las tres partes de harina representan a todo el mundo, a donde tiene alcance la doctrina de Cristo, el Evangelio del Reino: 

“Y esta Buena Nueva del Reino será proclamada en el mundo entero, en testimonio a todos los pueblos. Entonces vendrá el fin” (San Mateo XXIV, 14).

¡Entonces vendrá el fin!, la consumación del Reino en la tierra, cuando todo “haya fermentado” por la doctrina de Cristo y se convierta totalmente.

El tercer aumento de fe, el de la remoción de lo que se opone al Reino de Nuestro Señor, está indicado en la parábola de la cizaña, que describe la abolición de los escándalos y la eliminación de los impíos en vistas a alcanzar la perfección:

“El reino de los cielos es semejante a un hombre que sembró grano bueno en su campo… ‘Señor ¿no sembraste grano bueno en tu campo? ¿Cómo, entonces, tiene cizaña?’ Les respondió: ‘Algún enemigo ha hecho esto’. Le preguntaron: ‘¿Quieres que vayamos a recogerla?’ Mas él respondió: ‘No, no sea que al recoger la cizaña, desarraiguéis también el trigo. Dejadlos crecer juntamente hasta la siega’” (San Mateo XIII, 24-30).

El mismo Cristo Señor nos explica esta parábola: 

“El que siembra la buena semilla, es el Hijo del hombre. El campo es el mundo. La buena semilla, esos son los hijos del reino. La cizaña son los hijos del maligno. El enemigo que la sembró es el diablo. La siega es la consumación del siglo. Los segadores son los ángeles. De la misma manera que se recoge la cizaña y se la echa al fuego, así será en la consumación del siglo (la Parusía). El Hijo del hombre enviará a sus ángeles, y recogerán de su reino todos los escándalos, y a los que cometen la iniquidad, y los arrojarán en el horno de fuego; allí será el llanto y el rechinar de dientes. Entonces los justos resplandecerán como el sol en el reino de su Padre. ¡Quien tiene oídos, oiga!” (San Mateo XIII, 37-43).

¡Así será en la consumación del siglo! La separación de la cizaña ocurrirá en la Parusía, perfección del Reino de Nuestro Señor en la tierra.

Así pues, estas tres parábolas presentan el progreso de la “consumación” de la Iglesia en la tierra: en cuanto a la extensión de la fe; en cuanto a la intensidad de la fe, la justicia y la santidad; y en cuanto a la revocación de los escándalos e iniquidades.

Dichas tres cosas no constituyen una triple “consumación”, sino tres aspectos de una única y misma “consumación”.

Sin embargo, estos tres aspectos de la “consumación” difieren entre sí. Mientras las dos primeras son obra de la gracia de Dios y de la cooperación humana, la última es solo obra de la justicia de Dios, y no está unida para nada a labor humana.

Es, pues, admisible y esperable esta “consumación” en su triple aspecto. Se debe admitir el Reino de Jesucristo en la tierra después del anticristo, Reino en el que Cristo reinará con sus santos sobre la tierra, o sobre hombres que quedarán después de la Parusía, como viadores.

Esto es, vencido y atado el diablo, eliminada la idolatría, derrotado el imperio del anticristo y destruida toda potestad en contra de Dios, la Iglesia reinará en todas partes de la tierra, con su Rey, Nuestro Señor Jesucristo, y su Madre, la Santísima Virgen María Reina.

Y los judíos y los gentiles, conjuntamente, en unidad de fe, caridad y paz, formarán, según la sentencia de Cristo, un solo rebaño bajo un solo Pastor (cf. San Juan X, 16). Esto es lo que esperamos en la Parusía.

Mientras tanto, podemos asomarnos por la ventana de la realidad para ver cómo el mundo inicuo se va desplomando, corroborando el designio de Dios de la remoción de los obstáculos.

En el año 1953 el padre Castellani ya preveía un “tercer acto” de la guerra mundial, cuando apenas acababa de terminar la segunda, con su coronación atómica sobre las dos ciudades más católicas del Japón.

Castellani sostiene que una tercera guerra mundial es posible y probable, con armamentos nucleares, en base a la lógica de los hechos que en esos años ya la anticipaban. Lo que es peor aún es que esta guerra está anunciada en el Apocalipsis.

En el último libro de la Escritura está claramente anunciada una guerra descomunal, increíble de enorme, y además un período de guerras, porque los embates “ideológicos”, religiosos en realidad, y, por cierto, religiosos-heréticos, siguen intactos y más fuertes que nunca.

¿Dónde está anunciada esta guerra mundial? En tres lugares del Apocalipsis: el Caballo Rojo (Segundo Sello), la Tuba (o Trompeta) Sexta, y la Sexta Fiala (o Copa); tres lugares paralelos clarísimos—dice el padre Castellani.

Al jinete que montaba el caballo rojo (o de fuego) le fue encargado “quitar la paz de la tierra, y hacer que se matasen unos a otros; y se le dio una gran espada” (Apocalipsis IV, 5).

Y una voz que está delante de Dios decía al sexto ángel con su trompeta: “Suelta a los cuatro ángeles encadenados junto al gran río Eufrates … a fin de exterminar la tercera parte de los hombres. Y el número de las huestes de a caballo era de doscientos millones. Yo oí su número” (Apocalipsis IX, 13-16).

Como resultado “murió la tercera parte de los hombres, a consecuencia del fuego y del humo y del azufre …” (Apocalipsis IX, 18).

Y, por último, una voz procedente del templo decía a los siete ángeles con sus copas: “Id y derramad sobre la tierra las siete copas de la ira de Dios” (Apocalipsis XVI, 1).

“El sexto derramó su copa sobre el gran río Eufrates, y se secó su agua, para que estuviese expedito el camino a los reyes de oriente” (Apocalipsis XVI, 12).

Estos tres lugares paralelos clarísimos no se pueden entender sino de una gran guerra, que será a la vez un período bélico, un suceso de esos que mudan la historia y un castigo de Dios a la humanidad, es decir, un tiempo, una era, y una plaga: un Caballo, una Tuba (o Trompeta), y una Fiala (o Copa).

Si el Apocalipsis es una profecía, como dice su título mismo, y siempre lo ha creído la Iglesia, esa es una guerra que aún no ha acontecido y tan enorme que hasta ahora no se creía pudiese acontecer, a menos que queramos llamar exagerado al Espíritu Santo—y por lo tanto mentiroso—al predecirnos números simbólicos o alegóricos o hiperbólicos tan elevados como un ejército de doscientos millones de hombres, y la tercera parte de la humanidad que va a morir, unos dos mil seiscientos millones de personas.

Si el Apocalipsis fuera una profecía ya cumplida, es raro que la Iglesia no lo haya declarado; es raro que haya todavía sistemas, disputas y divergencias entre los doctores, pues una profecía ya cumplida debería ser muy clara.

En cambio, el Apocalipsis es aún una profecía por cumplirse con la persecución y triunfo del Reino de Jesucristo en la tierra.

La Parusía o Segunda Venida, anunciada por los profetas y prometida por Cristo, que es un Dogma de Fe y está en el Credo, no se puede decir con palabras más claras.

Si al Apocalipsis hay que leerlo literalmente, entonces sin duda en los tres pasajes mencionados del Caballo Rojo, la Sexta Tuba (o Trompeta) y la Sexta Fiala (o Copa) estaba designada una enorme guerra y esa guerra no ha tenido lugar aún en la humanidad.

Luego debe darse; y es muy posible que se dé ahora: “vino tu ira y el tiempo para juzgar a los muertos y para dar galardón… a los que temen tu Nombre… y para perder a los que perdieron la tierra” (Apocalipsis XI, 18).

En consecuencia, es posible y admisible esperar una consumación del Reino de Jesucristo en la tierra, la remoción de los enemigos del Reino que desembocará en la Parusía de Nuestro Señor.

¡Queden confusos y avergonzados los enemigos que nos persiguen a muerte y maquinan nuestra perdición!, dice el Introito.

Es una enorme gracia inmerecida de Dios poder ser contados entre “todos los que aman su venida” (2 Timoteo IV, 8). Otra gracia excepcional nos es, además, necesaria: la de no salirnos de la línea, la de perseverar en amar a Cristo y su Parusía. ¡Dios lo quiera así!

“Esta confianza que tenemos en Cristo, para con Dios, no es porque seamos capaces por nosotros mismos... sino que nuestra capacidad nos viene de Dios...” (2 Corintios III, 4-5).

Los primeros cristianos no podían salir de las catacumbas. Pedían a gritos la venida de Nuestro Señor, y ellos, obviamente sin saberlo, no estaban en la época. Nosotros, en cambio, estamos en las catacumbas, y en la época. 

Ellos estaban en las catacumbas, pero no en el tiempo. Y ahora que estamos en el tiempo, no tenemos las agallas que ellos tuvieron, ni pedimos a gritos su venida. ¡Qué ironía!

Ellos estaban en el esplendor de la primera Iglesia. Vivían con los santos y mártires. La Iglesia estaba reunida en las catacumbas, junto al Papa. 

Los primeros Papas gobernaban la Iglesia desde las catacumbas. Tenían la autoridad y la doctrina verdadera; tenían a los Padres de la Iglesia; menos el tiempo.

Nosotros no tenemos nada de eso, pero tenemos el tiempo, estamos en el tiempo. Tenemos el Sacrificio de la Misa y la Doctrina Verdadera. Y apenas somos tres gatos locos. Muchos defeccionan; no les interesa más; se vuelven para atrás. ¡Qué difícil es la perseverancia!

La Iglesia ha sido asaltada, despojada, herida, dejada media muerta, como el hombre camino a Jericó (cf. San Lucas X, 30). Ni el sacerdote, ni el levita, hicieron algo por él. Pasaron de largo (cf. San Lucas X, 31-32). 

Nadie se apiada de la Iglesia. Nadie “ama al Señor... Dios con todo su corazón, y con toda su alma, y con toda su fuerza y con toda su mente, y a su prójimo como a sí mismo” (San Lucas X, 27).

Solo un samaritano tuvo compasión de él. Le vendó las heridas, y lo puso bajo el cuidado del posadero: “Yo te lo abonaré cuando vuelva” (cf. San Lucas X, 33-35).

¡Cuando vuelva! En la Parusía, Jesús dará a quienes se apiadan de la Iglesia y aman la venida de Nuestro Señor, la misma corona que tiene reservada para San Pablo (cf. 2 Timoteo IV, 8). 

Si nos equivocamos, nos retractamos. 

¡San Emigdio, Obispo y Mártir, concédenos tu protección! 

“Gracias te tributamos, ¡Oh, Señor Dios Todopoderoso! A Ti que eres y que eras (y que estás por venir), por cuanto has asumido tu gran poder y has empezado a reinar” (Apocalipsis XI, 17).

¡Que tu Reino sobre la tierra alcance pronto su perfección! 

¡Ven Señor Jesús!

Amén.

Dom XII post Pent – 2023-08-20 – 2 Corintios III, 4-9 – San Lucas X, 23-37 – Padre Edgar Díaz