“Como por a través de un espejo” (1 Corintios XIII, 12) podemos contemplar desde ahora a Dios. Sólo por el espejo de la fe, perfeccionada por el amor y sostenida por la esperanza: “Al presente permanecen la fe, la esperanza y la caridad, estas tres; mas la mayor de ellas es la caridad” (1 Corintios XIII, 13).
¿Cómo podríamos de otra manera ver las realidades espirituales con los ojos de la carne, de una carne caída que no sólo es ajena al espíritu sino que le es contraria? (cf. Gálatas V, 17).
De ahí el inmenso valor de la fe, y el gran mérito que Dios le atribuye cuando es verdadera, haciendo que nos sea imputada como justicia.
Porque es necesario realmente que concedamos un crédito sin límites, para que aceptemos de buena gana poner nuestro corazón en lo que no vemos, quitándolo de lo que vemos, sólo por creer que la Palabra de Dios no puede engañarnos y nos ofrece su propia vida divina, mostrándonos que aquello es todo y que esto es nada.
De ahí que nuestra fe, si es viva, honre tanto a Dios y le agrade tanto, como al padre agrada la total confianza del hijo que sin sombra de duda le sigue, sabiendo que en ello está su bien.
Él nos da entonces evidencias tales de su verdad en las Escrituras, que ello nos hace olvidar del mundo exterior y también de nosotros mismos.
Sin embargo, el deseo de ver cara a cara de toda alma, con el cual termina toda la Biblia: “Ven, Señor Jesús” (Apocalipsis XXII, 20), crece en nosotros cada vez más, porque se nos ha hecho saber que ese día, al conocer de la manera en que también fuimos conocidos, seremos hechos iguales a Jesús: “Entonces veremos cara a cara y … conoceré plenamente de la manera en que fui conocido” (1 Corintios XIII, 12).
El mismo San Juan nos revela que esta anhelosa esperanza de ver a Jesús, nos santifica, así como Jesús es santo: “Quienquiera tiene en Él esta esperanza se hace puro, así como Él es puro” (1 Juan III, 3).
Y San Pablo nos muestra que no se trata de desear la muerte (cf. 2 Corintios XV, 1 ss.), sino la transformación que él mismo revela nos traerá Cristo en su venida.
San Agustín nos dice que el culto máximo que Dios recibe de nosotros es el de nuestra fe, nuestra esperanza y nuestra caridad. La caridad es, como dice Santo Tomás, la que, mientras vivimos, da la vida a la fe y a la esperanza, pero un día sólo la caridad permanecerá para siempre: ¡En el Cielo! Por esta razón, entre mil otras, la caridad es la más excelente de las tres virtudes teologales.
En el prefacio de la Liturgia de los difuntos leemos:
“La esperanza de la feliz resurrección para que a quienes pese la ley inexorable y segura de la muerte lo consuela la promesa de la futura inmortalidad, pues es sabido que para tus fieles, oh, Señor, la vida se trueca, no desaparece, y que al desmoronarse la casilla de barro de este destierro, el cuerpo, se adquiere en el cielo una mansión eterna”.
En el Cielo solo queda la caridad. ¿Cómo es posible que en el Prefacio de la Misa de Difuntos se hable de esperanza?
Se detalla en él que en el Cielo las almas de los justos tienen aún la esperanza de la feliz resurrección. Por no estar unido a su cuerpo, aún se espera la promesa de la futura inmortalidad.
La esperanza que se mantiene en el Cielo es distinta de la esperanza de la salvación, pues los Santos en el Cielo ya están salvados.
La esperanza de los Santos en el Cielo es la esperanza de ver venir a la tierra en Gloria y Majestad a Nuestro Señor Jesucristo, y venir a la tierra ellos también como resucitados: “Le siguen los ejércitos del cielo en caballos blancos, y vestidos de finísimo lino blanco y puro” (Apocalipsis XIX, 14), vienen en cuerpo y alma. Es lo que quieren todos los santos.
San Pablo sabía que no iba a ver la Parusía, pero dijo “nosotros los vivientes” (cf. 1 Tesalonicenses IV, 15) porque sabía que iba a venir a la tierra en la Parusía.
Esa es la diferencia de esperanza a la que estamos aludiendo y que los hombres de Iglesia no lo ven. ¡Parece increíble!
Muchos van a ser arrebatados, pero no todos. Muchos van a quedar como viadores, y no como resucitados y arrebatados, esperando el fin del mundo con su Juicio Final.
Y en el Purgatorio, muchas almas estarán ahí hasta el fin del mundo. Nuestra Madre del Cielo, la Santísima Siempre Virgen María, nos lo advirtió. Hasta el fin del mundo, hasta el Juicio Final, no hasta la Parusía, el fin de los tiempos actuales.
Lo que más nos debe interesar en nuestro destino eterno es el gran misterio de nuestra resurrección corporal, que es consecuencia de la de Cristo Redentor, nos lo dice San Pablo en la Epístola de hoy. Esta verdad insondable de inmenso consuelo es tristemente ignorada por muchos:
“Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os prediqué y que aceptasteis, y en el cual perseveráis, y por el cual os salváis, si lo retenéis en los términos que os lo anuncié, a menos que hayáis creído en vano. Porque os trasmití ante todo lo que yo mismo recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; y que fue sepultado; y que fue resucitado al tercer día, conforme a las Escrituras” (1 Corintios XV, 1-4).
Y para confirmar su Resurrección se le apareció a San Pedro, el Primer Papa, y a los Apóstoles: “Y que se apareció a Cefas, y después a los Doce” (1 Corintios XV, 5).
San Lucas habla de esta aparición de Jesús a Cefas: “Y levantándose en aquella misma hora, se volvieron a Jerusalén y encontraron reunidos a los Once y a los demás, los cuales dijeron: ‘Realmente resucitó el Señor y se ha aparecido a Simón’” (San Lucas XXIV, 34).
San Pablo recibió su Evangelio de boca del mismo Jesús, y no por otros conductos. Por eso su testimonio sobre la Resurrección vale tanto como el de los demás Apóstoles.
La fe en la Resurrección es el fundamento del Dogma católico y debe serlo también de nuestra esperanza; por eso San Pablo, lo mismo que los Evangelistas, la prueban con datos irrefutables.
¡Qué humildad la de San Pablo! Él, el Apóstol de las gentes, el vaso de elección, el levantado en vida hasta el tercer cielo, el contemplador de los misterios celestiales, llamarse hijo abortivo de Dios e indigno de llamarse Apóstol: “Y al último de todos, como el abortivo, se me apareció también a mí” (1 Corintios XV, 8).
El recuerdo de su vida de perseguidor de la Iglesia fue el que le mantuvo siempre en esta humildad y en una constante correspondencia a la gracia de la conversión. ¿Quién podrá declarar, como él, que “la gracia no ha sido estéril en él”?
“Porque yo soy el ínfimo de los Apóstoles, que no soy digno de ser llamado Apóstol, pues perseguí a la Iglesia de Dios. Mas por la gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia que me dio no resultó estéril, antes bien he trabajado más copiosamente que todos ellos; bien que no yo, sino la gracia de Dios conmigo” (1 Corintios XV, 9-10).
La Resurrección de Cristo es prenda de la nuestra:
“Ahora bien, si se predica a Cristo como resucitado de entre los muertos ¿cómo es que algunos dicen entre vosotros que no hay resurrección de muertos? Si es así que no hay resurrección de muertos, tampoco ha resucitado Cristo. Y si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación, vana también vuestra fe. Y entonces somos también hallados falsos testigos de Dios, por cuanto atestiguamos contrariamente a Dios que Él resucitó a Cristo, a quien no resucitó, si es así que los muertos no resucitan” (1 Corintios XV, 12-15).
San Pablo toca el gran misterio de la Parusía o segunda venida del Señor, objeto de nuestra esperanza: “Todos serán vivificados. Pero cada uno por su orden: como primicia Cristo, luego los de Cristo en su Parusía; después el fin, cuando Él entregue el reino al Dios y padre, cuando haya derribado todo principado, y toda potestad, y todo poder” (1 Corintios XV, 22-24).
San Juan Crisóstomo, Teofilacto, y otros Padres interpretan que los Santos resucitarán en el gran “día del Señor”, es decir, en la Parusía, antes que los réprobos, en cuyo juicio participarán con Cristo. Luego, se habla de dos momentos distintos, en cuanto a la resurrección.
Cornelio a Lapide sostiene también el sentido literal y temporal de este pasaje: Cristo el primero, según el tiempo como según la dignidad; después los justos, y finalmente la consumación del siglo (o la resurrección de los réprobos).
También San Jerónimo admite que este capítulo XV de la Epístola de San Pablo se refiere exclusivamente a la resurrección de los Santos. La Didajé o Doctrina de los Apóstoles se expresa en igual sentido, citando a Judas capítulo 14.
“Porque es necesario que Él reine ‘hasta que ponga a todos los enemigos bajo sus pies’” (1 Corintios XV, 25). Y entre estos enemigos se encuentran aquellos que creen pero no proclaman su venida en carne.
Después de haber triunfado completamente sobre todos sus enemigos, Jesucristo cambiará su manera de reinar por otra manera más sublime y más espiritual, admite Santo Tomás de Aquino: “Todos serán vivificados … y después el fin” (1 Corintios XV, 22.24).
¿Para qué serían vivificados si ese momento coincidiera con el fin? “Y el último enemigo destruido será la muerte” (1 Corintios XV, 26). “A algunos les falta conocimiento de Dios” (1 Corintios XV, 34), concluye San Pablo.
Luego, éste es nuestro misterio consolador: “No todos moriremos, pero todos seremos transformados en un momento, en un abrir y cerrar de ojos, a la trompeta final; porque sonará la trompeta y los muertos serán resucitados incorruptibles, y nosotros seremos transformados” (1 Corintios XV, 51-52). Es la Parusía.
O sea, la resurrección gloriosa de los muertos, y la transformación de los vivos: “Pues es necesario que esto corruptible se vista de incorruptibilidad, y esto mortal de inmortalidad” (1 Corintios XV, 53), para esta presentes en la Parusía.
Por eso, “¡Gracias sean dadas a Dios que nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo! Así que, amados hermanos míos, estad firmes, inconmovibles, abundando siempre en la obra del Señor, sabiendo que vuestra fatiga no es vana en el Señor” (1 Corintios XV, 57-58.
El Introito nos reaviva: “Dios dará a su pueblo valor y fortaleza; levántese Dios, y sean dispersados sus enemigos; y huyan de su presencia los que le aborrecen”.
Por un exceso de su bondad, Dios da a los que a Él acuden más de lo que merecen y desean; y derrama su misericordia hasta el punto de perdonar las faltas por las que teme la conciencia pedir perdón; y añade, por su cuenta, lo que la oración no osa pedir. Es la Oración Colecta de hoy.
¡Que el Señor borre todos nuestros pecados! ¡Que podamos mantenernos firme en la verdadera fe! ¡Que amemos su venida y su reino de la tierra!
“¡Todo lo ha hecho bien!” (San Marcos VII, 37). ¡Ven Señor Jesús!
Amén
Dom XI post Pent – 2024-08-04 – 1 Corintios XV, 1-10 – San Marcos VII, 31-37 – Padre Edgar Díaz