La caída de Luzbel Antonio María Esquivel y Suárez de Urbina Museo del Prado |
San Miguel es el “Príncipe de la Milicia Celestial”. Honramos a San Miguel para que nos defienda en la lucha contra Satanás, y los espíritus inmundos, y para que sea nuestro amparo, en la hora terrible del juicio, ante el tribunal de Dios.
El nombre “Miguel”, en hebreo Mi-ka-El, significa, “¿Quién como Dios?” y es uno de los siete ángeles que están delante del trono de Dios en el cielo (cf. Apocalipsis I, 4). Su oficio le fue dado con orden admirable por Dios; y así, lo asiste eternamente en el cielo, custodiando siempre nuestra vida en la tierra—señala la Oración Colecta.
San Miguel es el único que lleva el título de arcángel: “… el mismo arcángel Miguel le disputaba (al diablo) el cuerpo de Moisés” (Judas I, 9), para poder enterrar su cuerpo, según la tradición judía (cf. Deuteronomio XXIV, 5 ss.).
En esa lucha, “no se atrevió (San Miguel) a lanzar contra (el demonio) sentencia de maldición” (Judas I, 9), porque “los ángeles … no profieren contra (los demonios) juicio injurioso delante del Señor” (2 Pedro II, 11). El juicio está “reservado para Dios” (2 Pedro II, 4).
Por eso, porque es a Dios a quien le corresponde juzgarlo, en la oración del Papa León XIII, que rezamos todos los días, no pedimos que sea San Miguel quien reprima al demonio, sino Dios: “Reprímate el Señor” (Judas I, 9), le dice San Miguel a Dios, tomando estas palabras de las de Zacarías: “Dios te increpe, oh, Satanás; Dios te increpe …” (Zacarías III, 2).
Conviene aquí recordar que fue un satánico, Roncalli, alias Juan XXIII, quien quitó esta oración después de la Misa y al pie del altar.
Al principio de la creación, en el cielo, ocurrió la defección inicial de Lucifer y sus secuaces: “a los ángeles que pecaron de orgullo no los perdonó Dios, sino que los precipitó en el tártaro, entregándolos a prisiones de tinieblas, reservados para el juicio” (2 Pedro II, 4).
Hay un principio apocalíptico de retorno a los orígenes, que nos da la clave de interpretación de los textos que se refieren a los últimos tiempos. Según Pirot, habrá en los últimos tiempos, una reedición de la obra de Dios.
Se señala varias veces en las Sagradas Escrituras esta reedición de la obra de Dios, que ocurrirá en la Parusía:
“… en la regeneración, (es decir), cuando el Hijo del hombre se siente sobre su trono glorioso …” (San Mateo XIX, 28).
“… Dios ha hablado desde antiguo por boca de sus santos profetas … de los tiempos de la restauración de todas las cosas” (Hechos de los Apóstoles III, 21).
“… reunirlo todo en Cristo, las cosas de los cielos y las de la tierra” (Efesios I, 10).
Todos estos textos hablan de una nueva creación, que reflejará el orden original establecido por Dios, y que fue originalmente arruinado por la soberbia de Satanás.
Pero antes de la renovación de la creación, según el principio apocalíptico que ya mencionamos, de que todo lo que sucedió en los orígenes se repetirá en los tiempos finales, se repetirá también la lucha primordial entre Satanás y Dios, solo que esta vez tendrá por protagonista a San Miguel.
En los últimos tiempos, habrá una batalla definitiva entre San Miguel y Lucifer: “Y se hizo guerra en el cielo: Miguel y sus ángeles pelearon contra el dragón; y peleaba el dragón y sus ángeles, mas no prevalecieron, y no se halló más su lugar en el cielo” (Apocalipsis XII, 7-8).
Satanás será precipitado a la tierra para el juicio reservado a Dios: “Y fue precipitado … a la tierra … el gran dragón, la serpiente antigua … el Diablo y Satanás, el engañador del universo” (Apocalipsis XII, 9).
En la batalla inicial del cielo no dictó Dios sentencia, sino que la reservó para el gran día: “A los ángeles que no guardaron su principado … los tiene … para el juicio del gran día” (Judas I, 6).
Este juicio del gran día había sido predicho por Isaías: “En aquel día Dios castigará … a leviatán, la serpiente huidiza … y tortuosa, y matará al dragón que está en el mar” (Isaías 27, 1; cf. Apocalipsis XX, 2).
Mientras el diablo espera ese momento, sigue intentando arruinar a Cristo y su obra, la Santa Iglesia Católica, y toda la vida de la Iglesia será sufrir los dolores que necesita sufrir—como la confusión reinante—para que finalmente se instale el Reino de Nuestro Señor en la tierra.
Es muy grande la audacia y la malicia del diablo para tentar. Son muy atrevidos los demonios: lo demuestra aquella voz de Satanás: “Al cielo subiré” (Isaías XIV, 13).
Acometió a los primeros padres en el Paraíso: “Era la serpiente el animal más astuto de todos cuantos animales había hecho el Señor Dios sobre la tierra” (Génesis III, 1), e hizo que Adán y Eva cometieran el pecado original.
Tentó a los Profetas: “Se levantó Satanás contra Israel, e instigó a David a que hiciese el censo de Israel” (1 Crónicas XXI, 1), en contra de lo establecido por Dios.
Anduvo muy solícito por cribar a los Apóstoles como trigo: “Simón, Simón, mira que Satanás os ha reclamado para zarandearos como al trigo” (San Lucas XXII, 31).
Y sobre todo no respetó ni aún el rostro del mismo Jesucristo: “Jesús fue conducido del Espíritu de Dios al desierto para que fuese tentado allí por el diablo” (San Mateo IV, 1).
Y así expresó San Pedro su insaciable sed y su solicitud incansable para perdernos, cuando dijo: “Vuestro enemigo el diablo, como león rugiente, anda buscando al rededor a quien devorar” (1 Pedro V, 8).
Ahora bien, hay personas que por estar enteramente en poder del diablo, éste no necesita de tentaciones para derribarlas, pues está aposentado en sus almas con mucho gusto de esas personas mismas.
¡Son traidores declarados! Gente sin repugnancia por estar ofendiendo a Dios; sin el mínimo deseo de no seguir pecando. Desean aún permanecer en la tierra para seguir pecando, contrario a como sintieron los santos, que deseaban dejar la tierra para no ofender más a Dios.
Gentes descaradas y vanidosas, que ofenden a Dios con sus mutilaciones, como tatuajes, indecencias, como la frivolidad de la diversión nocturna en lugares pecaminosos.
Gentes llenas de vanagloria y soberbia, que no quieren humillarse ante Dios, buscando siempre el honor propio, robándoselo a Dios.
Gentes que prefieren que se les mienta a que se les diga la verdad. No les interesa la verdad, sino el litigio.
Espíritus de maldad y tinieblas logran hacer creer que los sacerdotes hoy no tienen jurisdicción. Por ese motivo, se dice que el Señor ya no está presente en la Santa Misa, y que es inútil acudir a ellas.
O, si se prefiere, estos espíritus inmundos logran hacer a los fieles cómplices de la herejía, con el deseo humano de regresar a Roma. La iglesia de Bergoglio no es la Iglesia Católica, sino otra religión, y a ella quiere unirse la Fraternidad. A estos San Pablo les dice:
“No os juntéis bajo un yugo desigual con los que no creen (la verdadera fe católica). ¿Qué tienen de común la justicia y la iniquidad? ¿O en qué coinciden la luz y las tinieblas?” (2 Corintios VI, 14).
En el lapso de las últimas tres semanas, tres veces repitió Bergoglio la misma herejía: “Todas las religiones son un camino para llegar a Dios”; “La diversidad de religiones es un don de Dios”; “La inspiración divina está presente en todas las (religiones)”.
Hace mucho tiempo se había hablado de que esto iría a suceder. Antes del año 1179 Santa Hildegarda predijo:
“Las herejías (en los últimos tiempos) serán tales que los herejes podrán predicar abiertamente y en plena seguridad sus erróneas creencias. La duda y la incertidumbre de la fe católica en los cristianos aumentará tanto que las gentes no sabrán a qué Dios dirigirse”.
Y a estos falsarios, que predican abiertamente y en plena seguridad sus herejías, y siembran la duda y la incertidumbre, al punto de que las gentes no saben hoy a qué Dios dirigirse, quienes mantienen la Tesis de Guérard des Lauriers, como el padre Dutertre, les conceden el beneficio de la duda diciendo que sus elecciones fueron válidas. San Pablo les aclara:
“¿Qué concordia entre Cristo y Belial? ¿O qué comunión puede tener el que cree con el que no cree (en la verdadera fe católica)?” (2 Corintios VI, 15).
El príncipe de los demonios es llamado aquí “Belial”, porque este nombre significa “la causa de los malos”.
Los malos son malos porque prefieren voluntariamente al demonio antes que a Dios. Y el error los une. Y mientras la herejía une, la verdad divide. ¡Qué contradicción!
Esta contradicción se paga con la defección, con el abandono de Jesucristo, y de la verdad; con la expulsión de Jesucristo y de la verdad de sus propias vidas; con tinieblas:
“La lucha no es contra sangre y carne, sino contra los principados, contra las potestades, contra los poderes mundanos de estas tinieblas, contra los espíritus de la maldad en las regiones celestiales” (Efesios VI, 12).
Nuestra lucha es contra los hombres hundidos en la maldad religiosa y el pecado, influenciados por el demonio, representados por la bestia:
“Y del mar vi subir una bestia con diez cuernos y siete cabezas, y en sus cuernos diez diademas, y en sus cabezas nombres de blasfemia” (Apocalipsis XIII, 1).
La unión de elementos tan disímiles en la misma bestia, símbolo de las potencias que luchan contra el Reino de Dios, o la encarnación del Anticristo con sus secuaces, significa que las tendencias más opuestas entre sí se unen para destruir la obra de Jesucristo, con apariencia de piedad y de paz.
Es la idolatría del error, la crisis final del misterio de iniquidad, siempre presente en el mundo, llevado a su colmo con el endiosamiento del hombre en forma no ya disimulada como hasta entonces en aquel misterio, sino abierta, desembozada y triunfante.
Y a medida que se aproxima el gran día del Señor, más y más demonios salen a ejercer su influencia maligna, porque ya les queda poco tiempo (cf. Apocalipsis XII, 12).
La Virgen en Fátima mostró a los pastorcitos que los demonios salían y venían a la tierra para hacer que los hombres desobedecieran a Dios y cayeran en impurezas y apostasía, tal como lo vemos hoy:
“Y fueron soltados los cuatro ángeles (en el río Éufrates, en la convulsionada zona del Medio Oriente) … a fin de exterminar la tercera parte de los hombres” (Apocalipsis IX, 15).
Y no tienta a los hombres un demonio solo, sino que muchos de ellos acometen algunas veces a cada uno. Así lo confesó aquel diablo, que preguntado por Cristo Señor nuestro cuál era su nombre, respondió: “Mi nombre es legión, porque somos muchos” (San Marcos V, 9).
Y por esto, se puede deducir que en los últimos tiempos se potenciará aún más la estrategia de Satanás:
“(El espíritu inmundo) toma consigo otros siete espíritus peores que él, y entrando, se aposentan allí, y el estado último de ese hombre viene a ser peor que el primero. Así también acaecerá a esta raza perversa” (San Mateo XII, 45).
El Anticristo, cuando aparezca, buscará refuerzo en siete espíritus más malos aún que él, para hacerle más ferozmente la guerra a los justos. Será una fuerza superior que se reforzará con siete fuerzas más fuertes aún y harán la guerra (a la Iglesia) y la situación se volverá cada vez peor.
Las asechanzas de los poderes infernales crecerán de tal modo y entonces comenzará el tercer ay: “¡Ay de la tierra y del mar! porque descendió a vosotros el Diablo, lleno de gran furor, sabiendo que le queda poco tiempo” (Apocalipsis XII, 12).
Descenderá porque será arrojado a la tierra por San Miguel y multiplicará su furor en contra de los justos, porque queda poco tiempo antes de su encierro, preludio de su derrota final también decidida: “Del cielo bajó fuego (de parte de Dios) y los devoró” (Apocalipsis XX, 9).
Luego, los que del todo se entregan a Dios, haciendo en la tierra vida celestial, señaladamente son el objeto de todos los combates de Satanás. Contra estos se dirige, y a estos arma lazos a cada momento.
Fue el caso de Salomón, varón santo a quien el demonio pervirtió, cuando “siendo ya viejo, vino a depravarse su corazón por causa de las mujeres; hasta hacerle seguir los dioses ajenos” (1 Reyes [3 Reyes], XI, 4), porque “no guardó el mandato del Señor” (1 Reyes [3 Reyes], XI, 10).
También el caso de Saúl, que traicionó a Dios: “Habló el Señor a Samuel, y le dijo: Pésame de haber hecho rey a Saúl, porque me ha abandonado y no ha ejecutado mis órdenes” (1 Samuel [1 Reyes], XV, 11).
Así estos, y muchos otros, experimentaron los furiosos ataques de los demonios y su astucia sagaz, a la cual no es posible resistir con la industria ni fuerzas humanas, y cayeron.
Pero todo el poder, pertinacia y odio capital contra la humanidad de Satanás está sujeto a la voluntad y permiso de Dios. No puede tentar, ni molestar, todo el tiempo que quiera, ni como quiera.
No habría Satanás tocado los bienes de Job, si no le hubiera dicho el Señor: “he ahí todas cuantas cosas tiene, están en tu mano” (Job I, 12); y si Dios no hubiera añadido: “empero no extiendas tu mano contra él” (Job I, 12), al primer golpe del diablo habría caído con todos sus hijos y haciendas.
De tal manera está coartada la fuerza de los demonios, que si no lo permite Dios, ni hubieran podido tampoco entrar en aquellos cerdos que luego se precipitaron en el abismo (cf. San Lucas VIII, 33), por lo que “todos los pobladores … le rogaron a Jesús que se alejara de ellos …” (San Lucas VIII, 37), porque su presencia arruinaba sus intereses y egoísmo.
¡Imagínense! Una oración que le ruega a Jesús … ¡Que se vaya! Todo contrario a lo que pedimos: ¡Ven Señor Jesús! Más valía que hubieran dicho: “Vete, Satanás, porque está escrito: ‘Adorarás al Señor tu Dios, y a Él solo servirás’” (San Mateo XXIV, 10).
Dos armas dan el triunfo: la Sangre del Cordero y su Palabra: “Ellos lo han vencido (al dragón y sus ángeles) en virtud de la sangre del Cordero y por la palabra, de la cual daban testimonio, menospreciando sus vidas hasta morir” (Apocalipsis XII, 11).
Si el incremento del mal en la tierra es condición indispensable y preanuncio de que se acerca la venida del Señor, el espíritu, lejos de turbarse y dejarse engañar (cf. San Mateo XXIV, 5-6 “‘Yo soy el Cristo’ y, a muchos engañarán”), debe alegrarse ante la dichosa esperanza que se acerca (cf. Tito II, 13).
Porque el dragón y sus ángeles “no prevalecieron, y no se halló más su lugar en el cielo” (Apocalipsis XII, 8). El triunfo de San Miguel en el cielo es la causa de nuestra dichosa esperanza.
Ya no nos acusará más ante Dios: “... ha sido precipitado el acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba delante de nuestro Dios día y noche’” (Apocalipsis XII, 10).
Ha sido precipitado a la tierra: “Y vi un ángel que descendía del cielo y tenía en su mano la llave del abismo y una gran cadena, y se apoderó del dragón, la serpiente antigua, que es el Diablo y Satanás, y lo encadenó por mil años (milenarismo)” (Apocalipsis XX, 1-2).
Fue juzgado y encadenado en la tierra, “porque el mismo Señor Jesucristo, dada la señal, descenderá del cielo, a la voz del Arcángel (San Miguel), y al son de la trompeta de Dios, y los muertos en Cristo resucitarán primero” (1 Tesalonicenses IV, 16).
En el Nuevo Testamento, como en el Antiguo, se entiende por salvación no el día de la muerte de cada uno, sino el día del Señor, en que recibirá la glorificación ante las naciones y ante Israel (cf. San Lucas XXI, 28; Romanos VIII, 23).
Por eso, en el cielo se alegrarán porque “... ha llegado la salvación, el poderío y el reinado de nuestro Dios y el imperio de su Cristo ...” (Apocalipsis XII, 10), por la consolación superior que brindó el Arcángel San Miguel al profeta Daniel: “en aquel tiempo (en la Parusía) se alzará Miguel … y en ese tiempo será librado tu pueblo” (Daniel XII, 1).
Porque “no había nadie que me ayude contra ellos—había dicho Daniel—sino Miguel, vuestro príncipe” (Daniel X, 21), cumpliéndose así la promesa de Dios a Daniel: “He venido a enseñarte—había dicho el Arcángel Miguel—lo que ha de suceder a tu pueblo al fin de los tiempos; pues la visión (que tuvo Daniel) era para tiempos remotos” (Daniel X, 14).
En el Reino de Jesucristo seremos finalmente librados del poder de Satanás.
Si nos equivocamos nos retractamos, porque “siervos inútiles somos ... que solo hemos hecho lo que teníamos obligación de hacer” (San Lucas XVII, 10).
La antífona del Segundo Nocturno de Maitines expresa el profundo clamor que dirigimos a San Miguel: “Arcángel Miguel, ven a ayudar al pueblo de Dios”.
San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra las perversidades y acechanzas del demonio, al cual te pedimos, oh, Dios, que lo reprimas y lo mantengas bajo su imperio.
Y tu príncipe de la milicia celestial, con el divino poder que Dios te ha concedido, arroja al infierno a satanás y a los otros espíritus malignos que andan dispersos por el mundo buscando la perdición de las almas.
¡Ven pronto Señor Jesús! ¡Junto a tu Madre, la Reina!
¡Esto ya no da para más!
Amén.
2024-09-29 San Miguel Arcángel – Apocalipsis I, 1-5 – San Mateo XVIII, 1-10 – Padre Edgar Díaz