sábado, 5 de octubre de 2024

La Fe del Áulico - p. Edgar Díaz


El Áulico

Dice un primitivo himno cristiano, citado por San Pablo en su carta a los Efesios: “Despierta tú que duermes, y levántate de entre los muertos, y Cristo te iluminará” (Efesios V, 14). En una ocasión le dijo Pedro a Nuestro Señor: “Señor, ¿dices esto por nosotros o también por todos?” (San Lucas XII, 41).

Estamos como dormidos, y como muertos, pues muchas son las verdades que Nuestra Santa Madre Iglesia nos propone para creer, de las que debemos tener fe cierta e indubitable y no la tenemos. Ante algunas de ellas, como el Dogma de la Infalibilidad, titubeamos.

¿Qué juicio recibirán los servidores por no haberse mantenido firmes en la fe? “¿Quién es, pues, el mayordomo fiel y prudente, que el amo pondrá a la cabeza de la servidumbre suya para dar a su tiempo la ración de trigo?” (San Lucas XII, 42).

Después de pasar por una cierta progresión de fe, el áulico acudió a Jesús para que su hijo moribundo se salvara. Su fe llegó a ser cierta e indubitable, su punto culminante y estable. Feliz quien alcanza este punto: “¡Feliz ese servidor a quien el amo, a su regreso, hallará haciéndolo así!” (San Lucas XII, 43).

Como la fe no puede quedar estancada en un profundo sueño de lecho de muerte, hay que salir a buscar a Jesús para que alcance su perfección. Y así, Jesús nos dice: “En verdad, os digo, el amo lo colocará al frente de toda su hacienda” (San Lucas XII, 44).

En el Evangelio de hoy el áulico suponía que la presencia de Jesús era condición necesaria para la curación de su hijo moribundo. Pero Jesús le dio una severa respuesta por esta fe imperfecta: “¡Si no veis señales y prodigios no creéis!” (San Juan IV, 48). 

Al hablar de este modo Nuestro Señor no miraba solamente al áulico sino que su reproche recaía sobre los judíos en general, que, en todo el curso de su historia, no habían cesado de reclamar en todas formas milagros de Dios. De ahí aquella expresión de San Pablo: “Los judíos piden milagros” (1 Corintios I, 22).

Ver para creer. Una fe superficial e imperfecta. Nuestro Señor deplora esto y prefiere a quien sin haber visto tiene una fe perfecta. El áulico no tenía una perfecta, por eso le dijo: “Vete; tu hijo vive” (San Juan IV, 50) y comprobara por experiencia propia.

La comprobación de que la hora en que su hijo había sido curado era la hora en que Jesús le había dicho que su hijo vivía, fue una prueba palpable del milagro, y, en el camino hacia la perfección, esa comprobación le llevó a un grado más alto de su fe.

En algún momento de estos últimos tiempos Dios nos va a poner a pruebas; nos va a soltar, para que nuestra fe llegue a ser perfecta, y debemos estar preparados para que así suceda, como al áulico.

Este proceso de transformación de la fe no podrá dejar de ser una experiencia psicológica comparable a la locura, a la locura de amor, ciertamente. Cuando comprendamos lo que nos está pasando, ¡todo nos parecerá irreal!

Pero si ese servidor se dice a sí mismo: “Mi amo tarda en regresar” (San Lucas XII, 45), y se pone “a maltratar a los servidores y a las sirvientas, a comer, a beber, y a embriagarse, el amo de este servidor vendrá en día que no espera y en hora que no sabe, lo partirá por medio, y le asignará su suerte con los que no creyeron” (San Lucas XII, 44-46).

Partirá por medio a quien esté continuamente maltratando a los fieles con mentiras, y engolosinándose y embriagándose con poner en duda alguna verdad de la Santa Iglesia Católica. Es lo que tristemente ocurre hoy con el Dogma de la Infalibilidad, continuamente pisoteado, y luchando desgarradoramente por sobrevivir en la fe

El alma puede tener algo así como una historia en el curso de la cual se va purificando, es decir, va formando y ordenando todas sus actividades de acuerdo a cómo la razón contempla y aprende de Dios. 

Su salvación dependerá de lo que haga en su vida. Que llegue a ser como Dios dependerá de que su ser se haga entero y perfectamente puro, meditando y contemplando la verdad.

Pero si se da rienda libre a la concupiscencia, es decir, a los deseos despertados por los sentidos, y a las pasiones que de ellos derivan, difícilmente se logrará ese objetivo.

Sabemos por el Catecismo de Trento que para salvarnos debemos tener una fe cierta e indubitable (Catecismo Romano I, 1). 

Entre los obstáculos que impiden a nuestra alma avanzar en la fe se pueden nombrar, entre otros, la desidia, la molicie, el entorpecimiento de la razón, la soberbia, la ceguera, la lujuria, la gula, en fin, un sinnúmero de sinsabores que afectan a la inteligencia.

Y entre los que afectan a la voluntad para determinarse se pueden nombrar, entre otros, a aquellos que le impiden tomar una posición abiertamente ofensiva en contra del vicio y del pecado: la ira, el miedo, el resentimiento, el ansia, la envidia, la embriaguez, la lujuria, la soberbia, etc.

Los pecadores sumidos en las tinieblas deberían esforzarse por salir de su triste estado de muerte espiritual. Y así, serán “como hijos de la luz …” (Efesios V, 8), pues Cristo, que es la verdadera Luz, les iluminará con sus esplendores. Hay que determinarse a ser esencialmente luz, ausencia de sombra y de pecado.

La regla esencial para vivir santamente es que por más arduo e inconveniente que sea hay que procurar siempre “el bien, la justicia, y la verdad … aprendiendo por experiencia propia qué es lo que le agrada al Señor” (Efesios V, 9-10). 

Y al Señor le agrada “que no toméis parte en las obras infructuosas de las tinieblas ...” (Efesios V, 11), propias de Satanás, que es la potestad de las tinieblas (cf. Colosense I, 13) “este siglo malo” (Gálatas I, 4).

Si en esa experiencia propia “(el siervo) no se prepara, ni obra conforme a la voluntad del Señor, recibirá muchos azotes (San Lucas XII, 47), por haber tomado parte de las obras infructuosas de las tinieblas, por haber sido cómplice de alguna herejía, por ejemplo. 

Y por no haber hecho lo que también al Señor le agrada, a saber, “que ... manifestéis abiertamente vuestra reprobación” (Efesios V, 11) de esas obras infructuosas de las tinieblas.

La voluntad de Dios es bien clara al respecto. No necesita comentarios. Los católicos debemos positivamente manifestar abiertamente nuestra reprobación, denunciar, condenar, y difamar las obras infructuosas de las tinieblas. Es esto lo que insistentemente hacemos con la herejía:

-Los solos en casa, que mantienen que el sacerdote no tiene hoy jurisdicción, y que, por lo tanto, no hay que acudir a ellos; esta herejía se opone al Dogma de la Infalibilidad;

-Los que desean unirse a falsos papas, herejes, como la Fraternidad, y caer así en complicidad con ellos, pues desean volver a Roma, cuando Roma ha ya perdido la fe, y es evidentemente otra iglesia con una doctrina diferente a la de Cristo; se opone también al Dogma de la Infalibilidad;

-La posición de la Tesis del Papa Materialiter que dice que la elección de estos falsos papas post Vaticano II es válida y que, por lo tanto, ocupan verdaderamente la Sede de San Pedro, y que ésta no puede ser ocupada por otro, pues nadie los puede remover; también esto se opone al Dogma de la Infalibilidad.

Parece haber una insistencia en atacar el Dogma de la Infalibilidad Papal. Y, creemos que la raíz de esto es justificar la existencia de la falsa iglesia en Roma, con su falsa jerarquía, para mayor confusión de las pobres ovejas. Hay que decir bien claro que el Vaticano hoy ya no es la Iglesia Católica, sino una falsa iglesia.

De estos, dice San Pablo, “da vergüenza hasta el nombrar las cosas que hacen en secreto” (Efesios V, 12). 

Es vergonzoso que un alma sincera imite estos tristes excesos. Es muy lastimoso que un católico de cierta conciencia guarde silencio ante este tipo de crímenes y no los condene como modo de protección contra ellos. Al final, “todas las cosas, una vez condenadas, son descubiertas por la luz, y todo lo que es manifiesto es luz” (Efesios V, 13). 

Mas quien no ha conocido la voluntad de Dios por debilidad y “haya hecho cosas dignas de azotes, recibirá pocos. A todo aquel a quien se haya dado mucho, mucho le será demandado; y más aún le exigirán a aquel a quien se le haya confiado mucho” (San Lucas XII, 48).  

Así, denunciadas y reprochadas las herejías salen a la luz y no pueden permanecer ocultas, ya que a menudo, el vicio en general sólo tiene atractivo mientras permanece en la sombra; tan pronto como se manifiesta, pierde sus encantos y no causa ya tantas víctimas.

En su profesión de Fe Católica, San Bruno, cuya fiesta es hoy, afirmó con especial énfasis su fe en el Misterio de la Santísima Trinidad, y en la Presencia Real de Nuestro Señor en la Sagrada Eucaristía, una protesta contra las dos herejías que habían perturbado ese siglo (siglo XII), el triteísmo de Roscelin, y la empanación de Berengario. Ejemplo de cómo los santos han denunciado las herejías.

Y obrad esta denuncia, dice San Pablo, “conociendo el tiempo, que ya es hora de levantaros del sueño; porque ahora la salvación está más cerca de nosotros que cuando abrazamos la fe” (Romanos XIII, 11), “redimiendo el tiempo, porque los días son malos” (Efesios V, 16).

Aprovechando la oportunidad, con ansias, con firmes esperanzas, a costa de serio esfuerzo, que debe ser mostrado, para ser coherentes, sinceros y fieles para con Dios, en nuestra determinación de seguir su Santa Voluntad: “No seáis imprudentes, sino inteligentes en saber comprender cuál sea la voluntad de Dios” (Efesios V, 17).

Ésta es la voluntad de Dios: esperar el Retorno del Señor, el gran día próximo a amanecer (cf. Hebreos X, 37), y vigilar (cf. San Marcos XIII, 37), conociendo el tiempo, esto es, las señales que están anunciadas, y juzgadas con contraste bien enérgico y audaz: “Implemini Spiritu Sancto” “Llenaos del Espíritu Santo” (Efesios V, 18).

Cuando el Espíritu Santo invade todo el ser se sienten transportes santos y alegres ante la voluntad de Dios. Y los llenos del Espíritu Santo manifestarán su alegría con “salmos, himnos y cánticos espirituales, cantando y salmodiando en sus corazones al Señor” (Efesios V, 19) Jesús, centro de todo nuestro culto.

Siempre dando gracias porque todo viene de Dios, de su providencia siempre amable, incluso cuando Dios envía pruebas y sufrimientos: “dando gracias sin cesar por todas las cosas a Dios Padre …” (Efesios V, 20).

Y siempre dando gracias a Dios porque Nuestro Señor Jesucristo es nuestro mediador ante Él y todas las gracias las hemos merecido por Él “en Nombre de Nuestro Señor Jesucristo” (Efesios V, 20).

Finaliza San Pablo este segmento de su carta a los Efesios con el sello de un principio esencial de conducta católica: “Someteos los unos a los otros en el temor de Cristo” (Efesios V, 21). 

No al temor servil, sino al temor de ofender a Jesús.

¡Desgraciados de nosotros miserables! Hay que estar locos para no hacer todo lo posible por ir con Dios toda una eternidad.

¡Sin faltar a la justicia, puede el Señor precipitarnos en el infierno! Hay que estar locos para no querer evitar este eterno tormento.

¡Señor, perdonadnos si es que nuestras almas son aún capaces de perdón!

Si nos equivocamos nos retractamos, porque “siervos inútiles somos ... que solo hemos hecho lo que teníamos obligación de hacer” (San Lucas XVII, 10).

¡Ven Señor Jesús! ¡Junto a tu Madre, la Reina!

Dom XX post Pent – 2024-10-06 – Efesios V, 15-21 – San Juan IV, 46-53 – Padre Edgar Díaz