San Pedro - Guido Reni - Museo del Prado |
Que al mando de Roma haya un hereje no solo es indicio de que la iglesia que hoy ocupa el Vaticano no es la Iglesia Católica sino también de que ese hereje va por la destrucción total de la imagen que la humanidad tiene de la autoridad absoluta del Papa. Esta imagen debe estar fijada solamente en el despótico imperio del anticristo.
Tanto empeño en agredir desde distintos ángulos al Dogma de la Infalibilidad tiene un fundamento, y una devastadora y lamentable realización, que, para horror nuestro, proviene de las filas mismas de la Tradición.
La Infalibilidad del Romano Pontífice es el vínculo de unidad que da fortaleza a la Santa Iglesia Católica, sobre la cual se asienta. Basta atacarlo para lograr división entre los fieles y la jerarquía y así menoscabar la dignidad de la Iglesia.
Así, los solos en casa arremeten al Dogma con el tema de la jurisdicción. Dicen que un obispo o un sacerdote verdadero no pueden hoy obrar lícitamente en la Iglesia.
Esta afirmación va en contra de la promesa de asistencia perpetua de Nuestro Señor Jesucristo y del Espíritu Santo, y, por ende, en contra de la Infalibilidad.
El medio normal para obtener jurisdicción es y será siempre a través del Papa, pero en casos excepcionales como el presente, Dios puede otorgarla a sus siervos por otros medios, para salvaguardar la integridad de su amada Iglesia.
También acometen al Dogma de la Infalibilidad los que adhieren a la Tesis de Guérard des Lauriers, y también desde el ángulo de la jurisdicción.
Para poder tener jurisdicción válida plantean la necesidad de una presencia material del Papa en Roma, aunque en realidad sostengan que formalmente no es Papa por ser hereje.
Van, en definitiva, en contra de la Infalibilidad, porque de alguna manera aceptan que el hereje esté sentado en el Trono del Papa, tan solo para recibir una jurisdicción de alguien que está fuera de la jurisdicción.
Igualmente, los de la Fraternidad, y cualquier otro grupo que Reconozca y Rechace (Grupos RR) el falso Papa. Buscan unirse a él, lo que no es otra cosa que sostener, como los modernistas, el absurdo de que un Papa puede decir herejías, como hace Bergoglio. Otra vez se ataca el Dogma de la Infalibilidad.
La obstinación es realmente increíble. Se prefiere defender el error antes que andar en verdad, como dice Santa Teresa, y por esta pertinacia, muchos van a la condenación eterna. Se les advierte del error, pero insisten en el error.
Nuestro Señor se queja de la terquedad de todos estos: “¿Con quién comparar la raza esta? Es semejante a muchachos que, sentados en las plazas, gritan a sus camaradas: ‘Os tocamos la flauta y no danzasteis, entonamos cantos fúnebres y no plañisteis’” (San Mateo XI, 16-17).
No importa lo que se haga, o se diga, siguen obstinados. ¡Pobres! ¡Ciegos, mudos, e indefensos! “ante los ataques engañosos del diablo” (Efesios VI, 11). La realidad es dolorosísimamente cruda. Pero la Verdad salva. Por querer evitar el dolor, se busca refugio en el error.
Es precioso el capítulo del Evangelio donde Nuestro Señor le confiere a Pedro la Infalibilidad.
Si se quiere construir un edificio primero se tiene que hallar roca, después poner los cimientos, y finalmente construir el edificio. Eso fue lo que Nuestro Señor hizo en el Cenáculo con todos los Apóstoles presentes menos Judas Iscariote, que ya se había marchado.
Estando San Juan y San Pedro, uno a cada lado de Cristo, se dirigió a San Pedro: “Simón, Simón” (San Lucas XXII, 31). ¿Por qué le llamó dos veces Simón, si lo tenía a su lado y Simón le estaba oyendo perfectamente?
“Simón, me dirijo a ti”. Jesucristo se dirigió a Simón, y los demás escuchaban. Se dirigió a Simón, solo a Simón, y le dijo: “Mira que Satanás os ha reclamado para cribaros, como se hace con el trigo” (San Lucas XXII, 31). El demonio ya estaba buscando hacer tambalear a los Apóstoles antes de que Cristo fundara la Iglesia, y le confiriera a Pedro la Infalibilidad.
Satanás quiere destruir toda la obra de Nuestro Señor. Y comienza por los cimientos. Y Nuestro Señor le advirtió a Simón delante de los demás: “Pero Yo he rogado por ti, a fin de que tu fe no desfallezca” (San Lucas XXII, 32).
¿Cuál es el arma que Jesús le dio a la Iglesia para que el demonio no la pueda destruir? La Infalibilidad de Pedro.
“Yo he rogado por ti” (San Lucas XXII, 32), le dijo a Pedro, y cuando Cristo ruega, concede lo que pide al Padre, porque Cristo es Dios. Por lo tanto, en ese preciso instante, ya le está dando a San Pedro, delante de los demás Apóstoles, la Infalibilidad Papal.
Nuestro Señor le pide al Padre, que es el que otorga, y Él, como Pontífice, pide como Pontífice, porque es la misión del Pontífice pedir e interceder ante Dios. Y el Padre no le puede negar nada de lo que le pide el Hijo, el Pontífice.
De ninguna manera dijo Jesús a Pedro que la Infalibilidad sería solamente cuando él como Papa definiera alguna verdad solemnemente, ni tampoco le dijo que no gozaría de la Infalibilidad cuando hablara ordinariamente.
Simplemente le dijo que su fe no va a caer. Punto. Luego, un Papa nunca puede decir una herejía, ni públicamente, ni privadamente, ni formalmente, ni materialmente, porque así lo quiso Cristo, tirando por la borda todas las posiciones anteriormente mencionadas.
Por lo tanto, Pedro es verdaderamente infalible porque para poder dar vida sobrenatural es necesario que sea infalible, por sí mismo, simplemente, por mandato divino.
Antes de que le confiriera el Papado sabía Cristo que Pedro le iba a traicionar y se lo dijo: “En verdad, te digo que esta noche, antes que el gallo cante, tres veces me negarás” (San mateo XXVI, 34). Y por eso, y solo entonces, rogó Cristo que su fe no caiga: “Yo he rogado por ti” (San Lucas XXII, 32), y le pidió a Pedro que “una vez convertido—es decir, cuando sea Papa—confirme a sus hermanos” (San Lucas XXII, 32).
Porque nadie puede dar lo que no tiene. No podía Pedro confirmar a sus hermanos sin antes tener él mismo su fe confirmada por Cristo, lo que significa que su fe no va a caer, lógicamente. En materia de fe y moral el Papa tiene su fe confirmada.
Y para los demás Apóstoles, significa que mientras se mantengan unidos y confirmados por Pedro, será infalible lo que enseñan: es el magisterio en general. Prueba esto que los Apóstoles, siempre unidos y confirmados por Pedro, enseñan un magisterio infalible. No hay duda; sea ordinario o extraordinario.
El magisterio de la Iglesia no podría estar limitado por categorías simplemente subjetivas y arbitrarias tales como “ex cathedra” (o solemne) o no “ex cathedra” (ordinario). No. Los límites del Papa no pasan por una cuestión de categorías mentales sino por una cuestión de Verdad o no.
El poder del Papa tiene límites: la salvación de las almas, y, por eso, no puede enseñar el error. No puede salirse de los parámetros de la verdad de la Doctrina de Nuestro Señor Jesucristo.
Nunca un Papa enseñó el error. Esto se puede comprobar verídicamente. No es cierto lo que con documentos adulterados aducen del Papa Juan XXII (22) y del Papa Honorio, y otros, diciendo que cometieron herejía.
El magisterio extraordinario del Papa es una proclamación de fe, de modo solemne, lo que se llama un Dogma. Y resulta que en la historia de la Iglesia solo ha habido cuarenta y cuatro proclamaciones de Dogmas y no todos fueron proclamados por un Romano Pontífice. Muchos de ellos han sido proclamados precisamente por concilios ecuménicos:
La divinidad de Cristo, y su consubstancialidad con el Padre, en el Concilio de Nicea;
La divinidad del Espíritu Santo, y su consubstancialidad con el Padre y el Hijo, en el Concilio de Constantinopla;
La unión hipostática, en el Concilio de calcedonia;
La doble voluntad de Cristo, la humana y la divina, en el Concilio tercero de Constantinopla, etcétera, etcétera.
Menos de la mitad de esos cuarenta y cuatro Dogmas han sido proclamados por Romanos Pontífices, es decir, aproximadamente veinte Dogmas.
Podríamos decir luego que de doscientos sesenta Papas en la historia de la Iglesia solamente veinte proclamaron un Dogma. Ni siquiera San Pedro, a quien Nuestro Señor le confió directamente la Infalibilidad, declaró solemnemente un Dogma.
Desde San Pedro hasta Pío XII solamente apenas un 12% o un 13% de los Romanos Pontífices han definido un Dogma hablando solemnemente, o como se le quiere llamar, “ex cathedra”, mientras que los restantes no.
A diario continuamente un Papa está enseñando desde su magisterio ordinario. Podríamos decir entonces que el 99% del magisterio del Papa es ordinario, mientras que solo el 1% restante es magisterio extraordinario.
Luego, la conclusión es matemáticamente lógica. Si la verdad es que el Papa puede decir una herejía en su magisterio ordinario, se sigue que está casi siempre diciendo herejías, y los fieles casi constantemente poniendo en tela de juicio sus enseñanzas. ¡Absurdo!
Esto es, al fin y al cabo, lo que siempre han sostenido los enemigos de la Iglesia, sobre todo, los mal llamados ortodoxos, los protestantes, los vétero católicos, etcétera. Todos ellos ponen en duda la Infalibilidad del Romano Pontífice.
Después de semejante barbaridad lo que queda al final es un terreno pantanoso de ambigüedad y subjetividad, en el que nadie sabe qué es verdaderamente verdad infalible de Dios o no. Y en el que cualquier enseñanza de la Iglesia se puede negar o cuestionar en favor de una enseñanza errónea y arbitraria, tan solo porque esa enseñanza de la Iglesia no ha sido proclamada de un modo solemne por el magisterio extraordinario del Papa.
El panorama que tenemos es verdadera y absolutamente caótico.
Los concilios ecuménicos son convocados y confirmados por un Romano Pontífice. En la historia de la Iglesia solo ha habido veinte concilios ecuménicos, hasta el último que reconocemos, que fue el Concilio Vaticano I (Primero), convocado por el Papa Pío IX.
Nos enseña el magisterio de la Iglesia que los concilios ecuménicos tienen asegurada la asistencia del Espíritu Santo. Esto está en el Catecismo Mayor de San Pío X, que cualquier fiel aprende desde niño, y no es algo muy complicado o enrevesado de entender.
Si los concilios ecuménicos convocados y confirmados por un Papa tienen prometida la asistencia del Espíritu Santo, todo lo que en ellos se trate y enseñe es magisterio solemne y todo aquello que trate de fe y moral es irrevocable. Lo que nos atañe hoy es la definición del Dogma de la Infalibilidad.
¿Por qué fue necesaria la proclamación del Dogma de la Infalibilidad Papal en el Concilio Vaticano I (Primero)?
¿Se limita la proclamación del Dogma de la Infalibilidad a decir que el Papa es infalible solo cuando habla “ex cathedra”, o solemne, y a inferir lo contrario, que no es infalible en el magisterio ordinario?
¿De dónde surge esta dialéctica—magisterio extraordinario-magisterio ordinario—uno infalible, el otro no?
Para poder contestar a estas cuestiones es necesario recurrir brevemente al trasfondo que llevó al Concilio Vaticano I (Primero) a la proclamación del Dogma de la Infalibilidad.
El Concilio Vaticano I (Primero), poco antes de hacer la proclamación “el Papa es infalible cuando habla “ex cathedra”, o magisterio solemne, había dicho lo siguiente:
“Se debe creer con fe divina y católica la Sagrada Escritura, la Santa Tradición Apostólica, y el magisterio ordinario y extraordinario” (Canon 1792).
La misma fe debe que se presta a la Sagrada Escritura y a la Tradición Apostólica se debe prestar al magisterio de la Iglesia. En particular, recalcamos nuestro punto en cuestión, al magisterio ordinario.
Por lo tanto, el magisterio ordinario tiene como fuente a Dios, así como el extraordinario, la Sagrada Escritura, y la Tradición Apostólica, y se debe creer en él con fe divina y católica, y como Dios no puede engañarse, ni engañarnos, tampoco puede el magisterio ordinario.
Su Santidad Pío IX proclamó el Dogma de la Inmaculada Concepción con un “Motu Proprio”, es decir, sin el consentimiento de un concilio ecuménico, en el que están reunidos todos los obispos de la Iglesia.
En seguida el obispado mundial le reclamó a Pío IX esta acción, resurgiendo así la controversia del Primado Petrino, que tiene su antecedente en el cisma de Enrique VIII, y de la mal llamada reforma protestante, que continuamente ataca la Primacía y la Infalibilidad del Papa.
También los galicanos jansenistas de los países bajos (quienes después devienen en los vétero católicos) continuamente están minando la primacía y el poder infalible del Papa.
Aprovechándose de esto se acusó al Papa Pío IX de no tener Infalibilidad para proclamar un Dogma sin la asistencia de un concilio. Eso era, sobre todo, el ojo del huracán. Ese era el punto de discusión del Concilio Vaticano I (Primero). Toda la atención estaba fijada en cuestionarle su Infalibilidad absoluta como Papa en materia de fe y moral, para justificar la posición protestante.
Hasta ese momento había solamente dos Dogmas sobre María, la maternidad divina, y la virginidad perpetua, los cuales habían sido proclamados por concilios ecuménicos. Luego, Pío IX pasó a ser el primer Papa que proclamó un Dogma de la Santísima Virgen María sin el consentimiento de un concilio ecuménico.
Para dejar en claro que el Papa tiene Infalibilidad absoluta en materia de fe y moral, aun sin el consentimiento de un concilio ecuménico, el Concilio Vaticano I (Primero), proclamó el Dogma de la Infalibilidad.
Es Dogma de Fe que el Romano Pontífice puede hablar “ex cathedra”, es decir, infaliblemente, por sí mismo, simplemente, sin el consentimiento de la Iglesia, es decir, sin el consentimiento de los demás obispos, y sin la convocatoria de un concilio ecuménico.
Eso es lo que hace el Vaticano I (Primero). No quiso decir que en cuanto a su magisterio ordinario no es infalible, sino que es infalible siempre, ordinario y extraordinario, y lo es por sí mismo, sin el consentimiento de la Iglesia, por la dignidad que Nuestro Señor le confió a Pedro solo.
No nos puede llevar Dios a error alguno, y la dialéctica extraordinario-ordinario no es más que un producto del pensamiento protestante-marxista, judeo-masónico.
Cuando en el Concilio Vaticano I (Primero) se pasó a los obispos el esquema sobre la Infalibilidad del Papa, unos veinte obispos alemanes se quejaron de esto y se negaron a tratar el Dogma de la Infalibilidad.
Alemania, la cuna del protestantismo, a través de sus veinte obispos alemanes delegados en el Concilio Vaticano I (Primero), se negó a tratar la Infalibilidad, es decir, la facultad del Papa de proclamar un Dogma de Fe sin el consentimiento de un concilio ecuménico.
Lo que resulta más increíble aún es que lo poco que queda de la Verdadera Iglesia Católica, la Tradición, el pequeño rebaño, mantenga aun esta dialéctica demoledora. Casi la mayoría de los tradicionalistas hoy admiten una posición errónea como las que hemos visto al principio que llevan a concluir que un Papa puede decir herejía en su magisterio ordinario. ¿Cuál será la intención?
En un video de la Sociedad de Trento en México, uno de sus sacerdotes dice que “los Papas (entre comillas) del Vaticano II (Segundo) incurrieron en herejía formal”.
Esta forma de hablar es equívoca. Un Papa no puede incurrir en herejía formal. Luego, no es éste el motivo por el que no son Papas verdaderos. Por el contrario, hay que decir claramente que estos “Papas” no son verdaderos Papas porque simplemente no fueron, ni son, ni serán sujetos de elección papal, a menos que se retracten.
La verdadera razón por la que no son verdaderos Papas no es porque hayan incurrido en herejía formal una vez siendo Papa, sino porque ya eran herejes, y, por lo tanto, excomulgados por herejía, es decir, fuera de la Iglesia, antes de la elección. Nunca habrían podido ser sujeto de elección papal.
Al morir Pío XII, ya se sabía que Roncalli-Juan XXIII era hereje, y la Iglesia Católica jamás lo habría elegido. El Espíritu Santo, que es Dios, jamás podría haberse equivocado y elegido a un hereje como Papa.
Pero como la Iglesia Católica ya estaba tomada por la infiltración protestante-marxista judeo-masónica, en el mismo edificio funcionaban paralelamente Ésta y la emergente secta del Vaticano II (Segundo). Luego, la iglesia que eligió a Roncalli-Juan XXIII no fue la Iglesia Católica, sino la secta usurpadora. La secta del Vaticano II (Segundo), otra iglesia, fue quien eligió a Roncalli-Juan XXIII.
Esto confunde a más no poder porque desde ese entonces Roncalli-Juan XXIII fue visto por todo el mundo como el “Papa” de la Iglesia Católica. Muy dañino y muy solapada la astucia del demonio.
La Verdadera Iglesia Católica fue eclipsada, a partir de ese momento. Fue tapada, como la luna al sol. Nuestra Señora de la Salette lo había predicho: “la Iglesia será eclipsada”. El misterio de la iniquidad actuando propiamente la desolación en el lugar santo para destruir la Verdadera Iglesia Católica.
Nadie dice esto claramente porque no tienen la valentía de decirlo; no se animan. Hay temor a reconocer y presentar a los fieles esta dura y cruda realidad.
La secta Vaticano II (Segundo) tomó todo lo visible de la Iglesia Católica y la Iglesia Católica pasó así a la clandestinidad de las catacumbas, donde está siendo crucificada, como Nuestro Señor Jesucristo.
Quienes proponen que un Papa puede decir una herejía lo hacen para justificar la secta del Vaticano II (Segundo), y encubrir sus falsos Papas, por erróneo entendimiento de la realidad, pero hay más.
Ante la aproximación de la aparición del anticristo, poco a poco, la imagen del Papa irá desapareciendo, y el catolicismo aparecerá como derrotado totalmente. Es aquí donde el Dogma de la Parusía confluye con el Dogma de la Infalibilidad.
Para los católicos tradicionalistas hablar de la Parusía duele mucho porque la aparición del anticristo es una derrota humana de la Iglesia que no se quiere admitir.
Si Nuestro Señor viniera hoy encontraría a su Iglesia en estas malas condiciones, por eso, antes de tocar el tema de la Parusía, sería necesario y lógico, en sus mentes, arreglar la casa.
Pero se intenta solucionar el problema minando el Dogma de la Infalibilidad, algo ilógico, realmente. Este pensamiento está casi generalizado en la Tradición, lamentablemente.
No se intenta decir la verdad, que el anticristo va a ser derrotado por Nuestro Señor en su Parusía, y por eso, no se habla de la Parusía. Toca antes restaurar Roma. Toca lograr tener un verdadero Papa por los medios convencionales que ya no existen. Pero solo una intervención directa de Dios, como la Parusía, nos dará el necesario verdadero Papa.
Y para el resto de la humanidad, esto no importa. Por más hereje que sea Bergoglio, o cualquier otro que venga, a los ojos del mundo representa una autoridad absoluta, la del Papado. Y en esta línea de pensamiento esto tiene que caer para que solo brille el anticristo.
La razón última y más profunda que hay detrás de todo esto es la lucha de Satanás en contra de Nuestro Señor Jesucristo y su Iglesia Católica, y en contra de la humanidad entera, que espera la salvación.
El anticristo está a punto de aparecer y su autoridad sobre el mundo será total, es más, debe ser total. Luego, es necesario desterrar completamente de las mentes de la humanidad la figura del Papa como autoridad absoluta para que solo quede la autoridad absoluta del anticristo.
El Papa es Cristo en la tierra, el “Dulce Cristo en la tierra”, y esto el anticristo lo sabe. Minar la figura del Papa es minar la absoluta autoridad de Jesucristo, es decir, es mantener que Cristo no es Dios.
No podrá haber una autoridad absoluta que haga de contrapeso o competencia al anticristo, y por eso, se busca presentar la figura del Papa como un hombre cualquiera. Uno más entre los jefes de tantas religiones, sin ninguna autoridad absoluta. Este desprestigio es lo que busca el anticristo.
A todo esto apunta la negación del Dogma de la Infalibilidad y la falta de interés por la Parusía.
Un sucio juego del demonio y del anticristo: “Han salido al mundo muchos impostores, que no confiesan que Jesucristo viene en carne. En esto se conoce al seductor y al anticristo” (2 Juan I, 7).
Y Jesús se quejó de la terquedad de este pueblo: “Porque, vino Juan, que ni comía ni bebía, y decían: ‘Está endemoniado’. Vino el Hijo del Hombre, que come y bebe, y decían: ‘Es un glotón y un borracho, amigo de publicanos y de pecadores’” (San Mateo XI, 18-19).
Si viene alguien y dice: “Todas estas posturas pecan contra el Dogma de la Infalibilidad y el Dogma de la Parusía”, no le creerán y dirán: “Está endemoniado” (San Mateo XI, 18).
Y a Jesús tampoco le creerán. Le dirán que viene para los “glotones y borrachos, publicanos y pecadores” (San Mateo XI, 19) que conformarán su reino.
“Nosotros no tenemos que luchar tan solo contra la carne y la sangre, sino también contra los príncipes y potestades: contra los poderes mundanos de estas tinieblas, contra los espíritus malignos que llenan los aires” (Efesios VI, 12).
“Por tanto, tomad la armadura de Dios, para que podáis resistir en el día malo, y estar perfectamente apercibidos. Estad pues a pie firme ceñidos vuestros lomos con el cíngulo de la verdad y armados de la coraza de la justicia y calzados los pies con la prontitud del Evangelio de la paz” (Efesios VI, 13-15).
“Aferrando en todos los encuentros el escudo de la fe, con que podáis apagar todos los dardos encendidos del maligno espíritu; tomad también el yelmo de la salud y la espada del espíritu, que es la palabra de Dios” (Efesios VI, 16-17).
Si nos equivocamos nos retractamos, porque “siervos inútiles somos ... que solo hemos hecho lo que teníamos obligación de hacer” (San Lucas XVII, 10).
¡Ven Señor Jesús! ¡Junto a tu Madre, la Reina!
Amén.
Dom XXI post Pent – 2024-10-13 – Efesios VI, 10-17; San Mateo XVIII, 23-35 – Padre Edgar Díaz