Jesús durmiendo en la barca - Jules Joseph Meynier |
La forma rápida y entrecortada de la súplica de los discípulos más íntimos del Señor, que estaban con Él en la barca, señala la magnitud del peligro que les acechaba.
Para que una tormenta asuste a pescadores acostumbrados a tormentas, ésta tiene que haber sido extremadamente grande, y muy terrible, como para haberles movido a importunar al Señor mientras dormía: “¡Sálvanos, Señor, que perecemos!” (San Mateo VIII, 25).
Las premuras de los tiempos, más espantosas que la tormenta en el lago de Tiberíades, nos lleva a pedirle a Dios que nos conceda la salud del alma y del cuerpo.
Esperamos que con su ayuda podamos superar cuanto por nuestros pecados padecemos. Al vernos expuestos en tantos peligros sabe muy bien Dios que dada nuestra humana fragilidad no podemos subsistir. ¡Señor, corrige a tus siervos, que perecemos!
Y porque “amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Romanos XIII, 9), y “la caridad no hace mal al prójimo” (Romanos XIII, 10), es preciso que toquemos un tema que surge de una perversa mentalidad que se ha impuesto y que es urgente corregir.
“No cometerá adulterio …” (Romanos XIII, 9), exhorta San Pablo. Se refiere a la deshonestidad entre los esposos. Pero también al adulterio de la fe, pues uno lleva al otro. Por este horrendo pecado de adulterio, los esposos ponen en riesgo su fe.
El error en la doctrina hace estragos. Socava la integridad de la fe necesaria para entrar en el Reino de Dios. San Pablo nos apremia a enseñar al prójimo la correcta doctrina católica, para que su fe se haga plena. ¡Eso es caridad! “La plenitud de la ley, es la caridad” (Romanos XIII, 9-10).
Hay una corrupción del correcto entendimiento del matrimonio católico que viene del influjo del modernismo de la falsificación de la castidad matrimonial, que lleva consigo una adulteración de la fe.
Lamentablemente, sacerdotes de la tradición que vienen del modernismo, y han sido re-ordenados bajo condición, como también laicos casados, no han hecho todavía la transición necesaria hacia la verdadera fe de forma plena, como lo exige San Pablo, que la caridad para con el prójimo es que ellos alcancen la plenitud de la ley.
Conceptos deformados por la iglesia falsa del Vaticano II, que se hace pasar por católica, pero no lo es, se han introducido en la fe, y es necesario denunciarlos y atacarlos.
¿Cómo define la Santa Iglesia Católica el acto conyugal?
El Dogma y la Moral de la Santa Iglesia Católica establece que los matrimonios católicos no pueden usar los períodos de infertilidad de la mujer (como el método Billings) de forma exclusiva, de forma constante, siempre, o casi siempre, como si fuera lo normal. Esto es extremadamente perverso para con Dios.
Lamentablemente, esta práctica es aceptada como lícita por los matrimonios que vienen del modernismo y que son ahora tradicionalistas, y también por los sacerdotes que la recomienda por no haber recibido la formación adecuada.
De más estaría repetir que estamos hablando de métodos naturales para no tener hijos, los cuales parecerían tener un tinte de inocencia frente a las condenables formas profilácticas o mecánicas tan en boga.
La Encíclica Casti connubii, del Papa Pío XI, del 31 de Diciembre de 1930, es magisterio infalible vigente en la Iglesia Católica; y es a ella a quien debemos sujetarnos en este tema.
Con respecto al matrimonio, ya en 1930 Pío XI decía que los hombres estaban “acechados por extremas liviandades desenfrenadas”. En efecto, se pretendía ridiculizar la santidad del matrimonio con caprichos y frivolidades.
Dios gobierna con su ley divina, que se divide en natural y positiva. A todas las creaturas, incluido al hombre, las gobierna con su ley divina natural. Un ejemplo, la fertilidad de la mujer.
Y solo al hombre lo gobierna con su ley divina positiva, que es las Sagradas Escrituras, la Tradición, y el Magisterio Infalible de la Santa Iglesia Católica, que impone leyes sobre el matrimonio.
Es decir, en el caso del hombre, Dios lo gobierna con su ley divina, tanto natural, como positiva.
Ambas leyes, por ser divinas, es decir, por provenir de Dios, se van a cumplir y van a ser efectivas siempre, indefectiblemente, en cualquier período de la historia humana. No hay nada que pueda revocarlas.
En cuanto a la ley divina natural, en sí misma irrevocable, fue y es efectiva desde Adán y Eva, porque es parte de la creación. Pero lamentablemente, por la caída de estos dos primeros seres humanos, está revuelta en el hombre.
Por el pecado original, el hombre encuentra contradicción en sí mismo, y en más de las ocaciones, la ley divina natural, se revela contra el hombre mismo, y contra Dios. Por eso, se vuelve necesario corregirla constantemente.
El Papa Pío XI nos dice que en 1930 el mundo quería hacer que la ley divina natural, que gobierna toda la naturaleza, fuera de alguna manera reformada según el capricho de los hombres.
Para dar un ejemplo, ese capricho lo vemos reflejado en la perversa y abominable intención del cambio de sexo.
Igualmente se sostenía, en 1930, que la ley divina positiva debía ceder ante los caprichos humanos. Es decir, que hubiera un cambio en las Sagradas Escrituras, la Tradición y el Magisterio Infalible de la Iglesia.
Llegados los años 60, lo que era un capricho en 1930, se hizo realidad en el Conciliábulo Vaticano II. Este rebajamiento de las leyes divinas, tanto la natural como la positiva, es lo que conocemos como modernismo. Una degradación de cualquiera de las dos afecta a la otra también.
Esto comenzó a imponerse en el mundo de un modo muy notable a partir de la deconstrucción de occidente posterior a la gran defección de los hombres de la Iglesia Católica.
En el numeral 20 de la Encíclica Casti connubii, el Papa Pío XI dice que la prole, es decir, los hijos, es uno de los bienes del matrimonio y no son para nada una pesada carga. Luego, no querer concebirlos, atenta directamente contra las leyes de Dios, la natural, y la positiva.
Los matrimonios que empeñadamente evitan la generación vician el acto conyugal lícito de los esposos (ley natural) y van abiertamente en contra de la ley positiva de Dios, la Revelación y el Depósito de la Fe de la Iglesia.
Esta mentalidad de “no querer tener hijos” la debemos en gran parte a la Encíclica Humanæ Vitæ de Montini (falso papa Pablo VI) de 1968. Subrayamos, Humanæ Vitæ es un documento emanado por un papa falso y por ende no es un documento católico. Montini con engaño impuso esta mentalidad perversa a los católicos.
Muchos matrimonios que se casaron en el Novus Ordo, y que ahora son tradicionalistas, o matrimonios que se casaron en la Fraternidad de San Pío X, e incluso matrimonios que se casan en capillas sedevacantistas, vienen acarreando los problemas de la Humanæ Vitæ.
Y es que este documento de Montini, falso papa Pablo VI, lanzó la bomba de la “técnica anticonceptiva natural”.
Pío XI dice, en el numeral 20 de la Casti connubi, que esta opción era en el pasado solo de algunos pocos. Pero ahora, continúa el Papa, se ha vuelto una costumbre generalizada, “una criminal licencia”. Evitar la prole es una criminal licencia en contra del fin primario del matrimonio. Pío XI aborrece esto, y dice que no se pueden llamar a los hijos una pesada carga.
Hoy una sustancial mayoría de matrimonios católicos acceden a esta criminal licencia, para satisfacer la voluptuosidad sin tener que hacerse cargo de una pesada carga. Y por razones o necesidades de las madres, o por problemas económicos de la familia toman acuciosamente esta medida. Y esto es viciar el sexo, ir en contra de la ley divina natural.
No hay motivos, dice Pío XI, por gravísimos que sean, que puedan justificar el destituir adrede del acto conyugal su intrínseca naturaleza y virtud, o sea, la generación de los hijos. Hacer esto es obrar contra natura. Es ir en contra de la ley natural de Dios. Es una acción torpe e intrínsecamente deshonesta.
Y la ley divina positiva tampoco cede; traspasa la realidad humana. Tiene trascendencia perpetua y aborrece este delito en contra de la ley natural y no lo permite.
San Agustín dice que el que evita la concepción de la prole yace ilícita e impúdicamente con su legítima mujer. Condena el onanismo (cf. Génesis 38, 9), que es una práctica sexual contraceptiva natural.
En el numeral 21 Pío XI da un texto crucial.
Solemnemente promulga que “cualquier uso del matrimonio, en el que maliciosamente el acto quede destituido de su propia y natural virtud procreativa, va en contra de la ley de Dios y de la ley natural, y los que tal cometen, se hacen culpables de un grave delito”. Es decir, pecado.
En una declaración magisterial se pueden apreciar dos rasgos característicos de la infalibilidad de un Papa. Así lo enseña el padre Jesús Bujanda, en su manual de teología dogmática, edición 1952.
Una de esas características es que dicha doctrina sea revelada por Dios a la Iglesia. Dios mandó que se tengan hijos. Es doctrina cristiana desde el principio y transmitida en la Iglesia en todo tiempo sin interrupción.
Y la otra característica es que dicha doctrina deba ser fiel y enteramente guardada por la Iglesia Católica, a quien el mismo Dios ha confiado la enseñanza y defensa de la integridad y honestidad de costumbres. Que esté siempre en el depósito de la Fe.
La Iglesia, en este sentido, ha siempre sostenido que de ninguna manera los esposos deben impedir la procreación.
Es muy claro. El sexo entre esposos debe mantener su integridad, que es la de procrear (ley natural). Y por ello, no se puede obstaculizarlo de forma natural (ni de cualquier otra forma).
Y por honestidad entendemos que evitar de forma premeditada, usando métodos anticonceptivos naturales, como el Billings, está mal. Es deshonesto para con Dios, que manda tener hijos.
Quisiéramos saber si la costumbre de no querer tener hijos existió en la antigüedad. Sabemos que había métodos anticonceptivos, pero la pregunta es: ¿Era una costumbre de la Iglesia que en el acto conyugal los esposos buscaran impedir la concepción?
En el numeral 22 Pío XI enfatiza: “ninguna dificultad (como la presión de la pobreza, o las dificultades para alimentar a los hijos, que son cosas realmente legítimas y angustiantes) … justificaría derogar los mandamientos de Dios, los cuales prohíben todas las acciones malas por su íntima naturaleza”.
Cualesquiera sean las circunstancias, dice Pío XI, pueden los esposos, robustecidos por la gracia de Dios, desempeñar su deber (realizar el sexo como es debido) con fidelidad y conservar la castidad.
Y cita al Concilio de Trento, en su Sesión VI, Capítulo 11: “nadie debe emplear aquella frase temeraria que está anatematizada de que los preceptos de Dios son imposibles de cumplir”. Dios no manda imposibles.
Luego Pío XI da otra advertencia. Para robustecer su discurso, asume la condena infalible del siglo XVII contra el Jansenismo, que sostenía que hay algunos preceptos de Dios, que los hombres justos, aun queriendo y poniendo empeño no pueden cumplir.
Aun cuando el matrimonio quisiera tener relaciones sexuales y cumplir con los dos fines del matrimonio, el de tener hijos y el de guardar la castidad con la sedación de la concupiscencia y el mutuo apoyo, no pueden llevar a cabo ese mandamiento de Dios, sostiene la objeción jansenista.
Contra esto, la Constitución Apostólica Cum occasione, del 31 de mayo de 1653, Proposición 1, establece que “Dios les da las gracias para poder superar todas esas dificultades. Es dogma de fe”.
Es Dogma de Fe que Dios da las gracias para superar las dificultades.
Resumiendo lo dicho. Los esposos no deben impedir tener hijos en ninguna circunstancia, y quien así lo hiciera cae en anatema. Dios no manda imposibles y da sus gracias para superar las dificultades. El querer prevenir los hijos es, en definitiva, una cuestión de fe. ¿Cuándo venga a la tierra, encontraré la fe? (cf. San Lucas XVIII, 8).
El hereje y apóstata Montini, falso papa Pablo VI, judío y masón, en su Encíclica Humanæ Vitæ, cambia la doctrina católica.
El Código de Derecho Canónico (1917), documento de derecho eclesiástico, pero con base doctrinal innegable, en su canon 1013, nos dice cuáles son los dos fines del matrimonio.
El matrimonio entre católicos bautizados, legítima y válidamente casados tiene como fin la “procreación y educación de la prole”. Secundariamente, su fin es la “ayuda mutua y remedio de la concupiscencia”.
Nos vamos a abocar ahora a este fin secundario, la sedación de la concupiscencia.
La concupiscencia es la inclinación hacia los deseos de la carne, el acto sexual. Se comprende que ambos fines del matrimonio, el primario y el secundario, no están en el mismo plano, según explica Miguel Alonso Cabreros, comentador del Código de Derecho Canónico.
El tener hijos, es el primer plano; la sedación, el segundo plano, para poder controlar las concupiscencias de forma legítima.
Luego, el plano secundario está subordinado al primero, que es tener hijos. (Actas de la Sede Apostólica; A.A.S XXXVI, 103, 1 de Abril de 1944, bajo el reinado del Papa Pío XII).
El Papa Pío XII dice que la Encíclica Casti connubi de Pío XI está en pleno vigor, ayer, y será igual, mañana y siempre, como expresión de la ley natural divina y la ley positiva de Dios.
Pero Pío XI no abordó el tema de la práctica de una técnica sexual de contracepción natural. Sería Pío XII quien lo abordaría estando consciente de la realidad del uso de esta técnica en su tiempo.
En su discurso a la unión católica italiana de obstétricas, del 29 de Octubre de 1951, Pío XII no habla del método Billings específicamente, pero sí de esterilidad natural, y períodos de infertilidad de la mujer.
El problema se plantea cuando los matrimonios usan siempre y exclusivamente de este método (de servirse solo de los momentos de infertilidad). Dicha conducta debe ser examinada más atentamente.
Es entonces que se puede hablar de una cierta malicia, como claramente decía Pío XI en la Casti connubi.
La malicia recae en que si bien es lícito usar del sexo en días de infertilidad, porque la ley natural así lo permite, conscientes los esposos de que no van a concebir usando lícitamente de una ley natural de la mujer, no está bien hacerlo por el motivo de no querer tener hijos, y siempre, es decir, nunca querer concebir, pues esto va en contra de la ley positiva de Dios, que estableció el matrimonio para tener hijos.
No es lícito servirse de algo lícito, como el sexo en días de infertilidad, para obtener algo ilícito, como el deseo de no concebir permanentemente, totalmente en contra de lo mandado por Dios.
La facultad de tener hijos y educarlos católicamente; la facultad de tener el mutuo apoyo y sedación de la concupiscencia es solo propio y lícito de los matrimonios católicos.
Pero sustraerse siempre, o casi siempre, y deliberadamente, no es propio ni lícito de los matrimonios católicos y es un pecado contra la vida conyugal.
Pío XII nos va a advertir que en una ceremonia de matrimonio si uno de los esposos tiene la intención de usar la técnica del período de infertilidad para no concebir, de forma exclusiva, ese matrimonio es inválido.
Por lo tanto, es ilícita la mentalidad de servirse del sexo solo y exclusivamente en los períodos de infertilidad, para no concebir. Eso es totalmente extraño a la doctrina de la Iglesia Católica.
¿Cómo resuelve la Iglesia el caso de los serios motivos que justificarían dicha práctica exclusiva de anticoncepción natural por motivos de indicación médica, eugenésicas, económicas y sociales?
La Encíclica Casti connubi da una solución. Propone la simple abstinencia. Por medio de una honesta continencia, dice el Papa Pío XI, permitida también en el matrimonio, supuesto el consentimiento de los esposos, se pueden afrontar estos inconvenientes.
Pío XII dice que el matrimonio es un contrato permanente, ininterrumpido y no intermitente, entre los cónyuges, y esto es Dogma. Por ende, esos cónyuges, si tienen mutuo acuerdo de ser castos, pueden hacerlo.
Es decir, pueden vivir castamente por mutuo acuerdo, pero solo después de contraído el matrimonio, y no antes, pues esto invalidaría el matrimonio. Para una continencia honesta, solo después de consumado el matrimonio, debe haber consentimiento mutuo. De lo contrario sería ilícito.
La abstinencia conyugal es presentada como objeción. Dicha abstinencia, dicen, es imposible; tal heroísmo es impracticable.
Pero éste es uno de los casos que hemos dicho que Dios no manda imposibles (Concilio Tridentino, sesión VI, capítulo 11. Denzinger 1536 ó 804), y que no nos niega sus gracias para superar obstáculos. Los mandamientos de Dios son necesarios y son posibles.
Luego no hay motivos, aun gravísimos, que destituyan al acto conyugal de su misma naturaleza, que es la de generar hijos.
Quien quiera tener sexo en el matrimonio católico, debe querer tener hijos. Esa es la idea clara que debe guiar.
Quienes destituyen adrede la naturaleza del sexo, que es la generación de los hijos, y su virtud procreativa, cometen una acción deshonesta.
La práctica de control natal, natural, en períodos de infertilidad, por tiempo indefinido, es totalmente ajena a la doctrina de la Iglesia católica. Es un acto malicioso, como dice Pío XI en la Casti connubi.
La verdadera y única planificación familiar es asumir una abstinencia honesta y heroica y es posible y practicable. Negarlo recae uno en anatema.
Sobre los cónyuges depravados (que se acostumbran a practicar contracepción y el aborto) dice San Agustín: “Esa mujer se transforma en cierto modo en meretriz del marido; y él, de una forma u otra, en adúltero de la mujer”.
“No adulterarás …” (Romano XIII, 8), nos advierte San Pablo.
El acto sexual entre esposos, que en teoría debería ser lícito, se transforma en pecado, y en pecado incluso en contra de la sociedad. El adulterio es un pecado contra la sociedad y es también, principalmente, un adulterio de la fe.
El adulterio es un pecado mortal, una transgresión a la ley divina, en materia grave, contra los deberes para con Dios, el prójimo, y nosotros mismos. Es, entonces, algo que ultrapasa al matrimonio.
Ante problemas graves, se recomienda entonces, la mutua abstinencia. ¡Es posible! Hay santos que la practicaron. San Juan Evangelista, el Apóstol de las Bodas de Caná, se casó, pero no consumó el matrimonio. Dejó a su mujer y siguió a Cristo. De matrimonios santos, fértiles o abstinentes, se nutre una Iglesia dogmáticamente pura.
Que esta enseñanza nos sirva para aprender la correcta doctrina, y también, que sirva para los esposos como examen de consciencia, como preparación para la Venida de Nuestro Señor: ¿He tenido mentalidad anticonceptiva alguna vez y de usarla de modo permanentemente?
Si sí, es necesario pedir perdón a Dios en el sacramento de la confesión, que se torna cada vez más dificultoso obtenerlo.
El prodigio que Dios puede obrar en una familia católica abierta a la vida es ciertamente de carácter mucho más grandioso y, en cierto modo más directamente divino, que el de calmar una tempestad en el mar, por la que los hombres “se maravillaron … ” (San Mateo VIII, 27).
Porque la Biblia parece reservar a Dios el poder de sosegar o calmar los inconvenientes de sus hijos: “Sosiega el furor de los mares, el estruendo de sus olas... ” (Salmo 64 [65], 8). Por eso, los labios de los hombres exclamaron: “¿Quién es Éste que hasta los vientos y el mar le obedecen?” (San Mateo VIII, 27).
¡Ven pronto Señor Jesús! ¡Solo Cristo soluciona esto!
¡Encuéntrame en gracia! “Señor, si estoy en gracia mantenme en tu gracia; si no estoy en gracia llévame a tu gracia” (Santa Juana de Arco).
Si nos equivocamos nos retractamos.
“Dios abrió la boca de la burra (y la burra habló)” (Números XXII, 27).
Amén.
Dom IV post Epiph – Romanos XIII, 8-10 – San Mateo VIII, 23-27 – 2024-11-03 – Padre Edgar Díaz