sábado, 24 de abril de 2021

San Marcos, Evangelista (Dom III post Pascha) – Un Poco de Tiempo y Me Volveréis a Ver – San Juan XVI, 16-22 – 2021-04-25 – Padre Edgar Díaz

El Prisionero
Nikolai Yaroshenko

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Cuando Jesús se fue al Padre, después de la Ascensión a los Cielos, comenzó al mismo tiempo la cuenta regresiva de su Segunda Venida. Volveremos a ver a Jesús cuando venga de allí, a juzgar a los vivos y a los muertos, y cuando vuelva, nadie nos quitará el gozo: “Vuestro corazón se alegrará y nadie os podrá quitar vuestro gozo” (San Juan XVI, 22).

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“‘Un poco de tiempo y ya no me veréis: y de nuevo un poco, y me volveréis a ver, porque me voy al Padre’. Entonces algunos de sus discípulos se dijeron unos a otros: ‘¿Qué es esto que nos dice: ‘Un poco, y ya no me veréis; y de nuevo un poco, y me volveréis a ver’ y “Me voy al Padre’? Y decían: ‘¿Qué es este ‘poco’ de que habla? No sabemos lo que quiere decir’. Mas Jesús conoció que tenían deseo de interrogarlo, y les dijo: ‘Os preguntáis entre vosotros qué significa lo que acabo de decir: ‘Un poco, y ya no me veréis, y de nuevo un poco, y me volveréis a ver’. ‘En verdad, en verdad, os digo, vosotros vais a llorar y gemir, mientras que el mundo se va a regocijar. Estaréis contristados, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo. La mujer, en el momento de dar a luz, tiene tristeza, porque su hora ha llegado; pero, cuando su hijo ha nacido, no se acuerda más de su dolor, por el gozo de que ha nacido un hombre al mundo. Así también vosotros, tenéis ahora tristeza, pero Yo volveré a veros, y entonces vuestro corazón se alegrará y nadie os podrá quitar vuestro gozo’”.

¿Qué significan estas enigmáticas palabras de Jesús? San Agustín nos responde: “Aún un poco (modicum) y ya no me veréis más” (San Juan XVI, 16). Porque había de ir al Padre, después de su Ascensión, ya no le verían en carne mortal como le veían hasta entonces.

Pero luego añadió: “Y de ahí a otro poco (modicum) y me volveréis a ver” (San Juan XVI, 16). Esta promesa no fue hecha a solo los Apóstoles, sino a toda la Iglesia; como también hizo a toda la Iglesia esta otra promesa: “He aquí que yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo” (San Mateo XXVIII, 20). No tarda el Señor en cumplir lo prometido. Dentro de poco tiempo (modicum) le veremos. Es decir, la Iglesia le volverá a ver.

Con anterioridad a esto, el Señor había anticipado que iba a ser poco el tiempo para volver a verlo: “Todavía un poco (modicum), y el mundo no me verá más, pero vosotros me volveréis a ver, porque Yo vivo, y vosotros viviréis” (San Juan XIV, 19). Sin embargo, aquí había hecho una distinción entre la Iglesia y el mundo: el mundo jamás volverá a ver a Jesús otra vez.

Tenemos aquí una conclusión muy importante: hay quienes le volverán a ver; hay quienes que no.

Por lo mismo –continúa San Agustín— no queramos gozar como lo hace el mundo, del cual está escrito: “El mundo se gozará” (San Juan XVI, 20). Con todo, procuremos que mientras esperamos esperemos con gozo, sin tristeza. Como dice San Pablo: “Gocémonos con la esperanza; permanezcamos pacientes en la tribulación” (Romanos XII, 12).

El gozo, del cual habla Jesús, que nadie nos podrá quitar, contrasta grandemente con el dolor que lo precede. Este contraste es comparado con el dolor y gozo al dar a luz a un niño. En el Antiguo Testamento, la imagen de los dolores de parto fue usada también para hacer explícita referencia a la resurrección de los muertos: “Como la mujer encinta… se retuerce… en sus dolores… [así también nosotros] sufrimos dolores de parto… Vivirán tus muertos; resucitarán los muertos. Despertad y exultad, vosotros que moráis en el polvo; porque… la tierra devolverá a los muertos” (Isaías XXVI, 17-19).

E Isaías continúa: “Pueblo mío… escóndete por un breve instante (modicum) hasta que pase la ira. Pues he aquí que Dios sale de su morada para castigar la iniquidad de los habitantes de la tierra, y la tierra dejará ver la sangre derramada sobre ella, y no ocultará más a sus muertos” (Isaías XXVI, 20-21). Y en otro pasaje: “Lo veréis, y se regocijará vuestro corazón; vuestros huesos florecerán como la hierba” (Isaías LXVI, 14). Seis siglos antes de Cristo, Isaías ya hablaba de la resurrección de los muertos. En las mismas líneas también lo dijo el Profeta Oseas (cf. Oseas XIII, 14).

La paradoja del dolor y del gozo fue claramente expresada por Nuestro Señor en el Sermón de la Montaña: “Bienaventurados los afligidos, porque serán consolados” (San Mateo V, 4). Lo que causará inmenso dolor en las tribulaciones se convertirá en motivo de alegría; en cambio, para el mundo, lo que le da placer ahora le ocasionará inevitablemente su condena.

Los que aman al Señor le volverán a ver dentro de poco (modicum) porque resucitarán para volver a vivir, doble motivo de su gozo; pero hay quienes no le volverán a ver jamás, pues solo resucitarán para sufrir más aún.

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Al doble motivo del gozo se agregará un alivio para las almas de inmensas proporciones: el encadenamiento o prisión del diablo, quien dejará de hostigar a la gente.

El diablo será puesto en prisión. Lo dice con mucha claridad y con circunstancias bien individuales el Apocalipsis: “Y vi un ángel que descendía del cielo y tenía en su mano la llave del abismo y una gran cadena. Y se apoderó del dragón, la serpiente antigua, que es el diablo y Satanás, y lo encadenó por mil años, y lo arrojó al abismo que cerró y sobre el cual puso sello para que no sedujese más a las naciones, hasta que se hubiesen cumplido los mil años, después de lo cual ha de ser soltado por un poco de tiempo” (Apocalipsis XX, 1-3).

Las tristezas presentes tienen su origen generalizado precisamente en el diablo, el dragón, la antigua serpiente, porque este personaje no está encadenado aún. 

Está tan libre que pudo buscar y hallar a Cristo en el desierto; pudo llevarlo al pináculo del templo; pudo subirlo a un monte alto y mostrarle toda la gloria del mundo, que es suya por el momento, y pedirle que le adorase como a Dios, como hará también el Anticristo.

Está tan libre que San Pedro y San Pablo nos exhortan sumamente a ser sobrios y a vivir en vigilancia, “porque el adversario… el diablo, como león rugiente, busca rondando a quien devorar” (1 Pedro V, 8). Si el enemigo no estuviera libre, y estuviera ya sepultado en el abismo, San Pedro no nos habría dado tan seria advertencia de ser cautelosos y vigilantes.

Y San Pablo se quejó amargamente de que el ángel de Satanás le molestaba, le provocaba: “Tres veces rogué sobre esto al Señor para que se apartase de mí” (2 Corintios XII, 8). Y en otra parte, dice San Pablo que el diablo le había impedido una cosa que pensaba hacer: “Quisimos ir a vosotros una y otra vez… pero nos lo impidió Satanás” (1 Tesalonicenses II, 18).

Está tan libre que la Iglesia constantemente nos manda a pedir en el Padre Nuestro, que no permita Dios que caigamos “en la tentación”, y que “nos libere del mal”. Tan libre que en sus preces públicas la Iglesia pide a Dios que la libre de las “insidias del diablo”, y que usa de exorcismos, y de agua bendita, para que huyan los demonios, y que al final de la Misa le reza a San Miguel para que lo mande al infierno de una vez.

El diablo está ahora tan suelto, y tan libre como siempre. La única novedad, aunque bien notable, que ha habido, y que hay ahora respecto del diablo después de la muerte de Jesús, es ésta, que ni Dios le concede tanta licencia, como él quisiera, ni los que creen en Cristo están tan desarmados, que no puedan resistirle, y aún hacerle huir.

Pues, por los méritos del mismo Cristo, y por la virtud de la cruz, se nos conceden ahora, y se nos ponen en las manos, excelentes armas no solo defensivas, sino también ofensivas, para que podamos resistir a sus asaltos, y aún, para traerlo bajo nuestros pies.

Con las armas de la sobriedad, la vigilancia, la cautela, el retiro de las ocasiones, con la fe, con la oración, y demás, es fácil vencer a este feroz enemigo, y aún, llegar a mirarlo con desprecio. Por el contrario, quienes no quieran aprovecharse de estas armas, al primer encuentro quedan miserablemente vencidos.

Por esto, el enemigo astuto y traidor procura en primer lugar persuadir a todos con toda suerte de artificios, que arrojen de sí aquellas armas, les hace parecer como que son un enorme peso, inútil e insufrible a las fuerzas humanas.

Pues bien, el alivio para nuestras almas consistirá en que cuando el Señor venga pondrá en prisión al diablo, y éste dejará de vejar a las personas. Ya lo había anticipado el Antiguo Testamento: el Señor castigará a la milicia del cielo, es decir, a los ángeles rebeldes, al diablo: “juzgará a la milicia del cielo en lo alto” dice (Isaías XXIV, 21).

Y más explícitamente lo dice Isaías en el capítulo XXVII: “En aquel día Dios castigará con su espada cortante; grande y fuerte, a leviatán, la serpiente huidiza, a leviatán, la serpiente tortuosa, y matará al dragón que está en el mar” (Isaías XXVII, 1), que, en realidad, según Straubinger, es un solo monstruo, figura del diablo, la “antigua serpiente” (Apocalipsis XX, 2), que se llama “huidiza” y “tortuosa” a causa de su astucia y doblez.

El “espíritu inmundo” que eliminará Jesús de la tierra es precisamente el encadenamiento del diablo en el abismo: “En aquel día… extirparé de la tierra… al espíritu inmundo” (Zacarías XIII, 2). Y el Apocalipsis es contundente: “Y lo arrojó al abismo que cerró y sobre el cual puso sello para que no sedujese más a la gente, hasta que se hubiesen cumplido los mil años, después de lo cual ha de ser soltado por un poco de tiempo” (Apocalipsis XX, 3).

Al cabo de los mil años, será soltado por poco tiempo, y volverá a seducir. Pero no podrá hacer daño a quien haya participado de la Primera Resurrección. Por eso, atención, “¡Bienaventurado y santo el que tiene parte en la primera resurrección! Sobre estos no tiene poder la segunda muerte” (Apocalipsis XX, 6), es decir, el diablo.

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Podemos vislumbrar cómo será la Primera Resurrección de quienes volverán a ver a Jesús dentro de poco en el Apocalipsis:

“Y las almas de los que habían sido degollados a causa del testimonio de Jesús y a causa de la Palabra de Dios, y a los que no habían adorado a la bestia ni a su estatua, ni habían aceptado la marca en sus frentes ni en sus manos; y vivieron y reinaron con Cristo mil años. Los restantes de los muertos no tornaron a vivir hasta que se cumplieron los mil años. Ésta es la primera resurrección” (Apocalipsis XX, 4-6).

En el Credo, cuando profesamos Nuestra Fe Católica, afirmamos que las almas resucitan (hablando metafóricamente, porque en realidad, la resurrección solo se aplica al cuerpo) ya sea por el Bautismo, o por el Sacramento de la Confesión, por el cual se devuelve al alma el estado de gracia.

Además, afirmamos que las almas de los mártires, y de todos los demás santos, aunque no hayan padecido martirio, están con Cristo en el cielo, y allí gozan de la visión beatífica.

Afirmamos también que todos los fieles, que mueren en gracia de Dios, van a gozar de la misma felicidad según el mérito de cada uno después de haber purgado en el purgatorio todas las deudas que de la tierra se llevaron consigo.

Creemos que todas las almas que han ido o han de ir al cielo volverán a su tiempo a tomar sus propios cuerpos, resucitando, no ya metafóricamente, sino real y verdaderamente, para una vida eternamente feliz.

Por su parte, las almas de los malos, no van al cielo después de la muerte, sino al infierno; ni resucitarán para la vida, sino para la muerte eterna, que la Sagrada Escritura, en el texto que acabamos de citar, llama “la segunda muerte” (cf. Apocalipsis XX, 6). Todo esto es tan cierto como que nosotros los que estamos leyendo estas líneas estamos vivos, y es más claro que la luz.

Cuando San Juan escribió el Apocalipsis, cincuenta o sesenta años después de la muerte de Cristo, y de la venida del Espíritu Santo, no ignoraba todas estas verdades, ni mucho menos la Iglesia las ignoraba.

Luego, sería muy impropio llamar a la visión tan extraordinaria que tuvo San Juan sobre la Primera Resurrección, y a los misterios ocultos que se descubren en tono de profecía en este texto del capítulo XX del Apocalipsis, una revelación nueva de las mismas verdades que la Iglesia ya sostenía. La Iglesia ya estaba en eso, y vivía, y se sustentaba, y crecía con la fe de estas verdades.

De manera que los resucitados y reinantes con Cristo de que habla el capítulo XX del Apocalipsis no son solamente los degollados por haber dado testimonio de Cristo (durante la prédica de los Dos Testigos, es decir, los mártires del Quinto Sello), sino también, y expresamente, los mártires que se opongan a adorar a la bestia y a su imagen, y a tomar su carácter en la frente, y en las manos (cf. Apocalipsis, capítulo XIII).

De aquí se sigue evidentemente que el misterio de la Primera Resurrección debe suceder no antes, sino después de la bestia: luego, es un misterio no pasado, ni presente, sino futuro, pues la bestia, el Anticristo, aún está por venir.

Luego, en el citado pasaje del capítulo XX del Apocalipsis no se habla realmente de aquellas verdades tales como la resurrección metafórica del alma a la vida de la gracia, ni de la gloria de las almas que salen del pecado, pues se pasa por alto una circunstancia muy grave, cual es la adoración de la bestia, y la marca de la bestia, algo que aún no ha sucedido.

San Juan señala claramente el tiempo preciso de la Primera Resurrección, o la supone evidentemente diciendo: los degollados por Cristo (los mártires del Quinto Sello), y los que no adoraron a la bestia. Estos vivieron y reinaron con el mismo Cristo mil años. Los demás muertos no vivieron entonces, pero vivirán, pasados los mil años.

San Juan supone entonces, que cuando se verifique la Primera Resurrección, ya la bestia ha venido al mundo, y también ha salido del mundo. Supone ya sucedida la batalla, y también el triunfo, de los que por amor a Cristo no quisieron adorar a la bestia ni obedecerle.

En el Antiguo Testamento Dios nos dio una preciosísima imagen de este drama en el testimonio de los tres jóvenes Hebreos que rehusaron adorar la estatua de oro del Rey Nabucodonosor, y por este motivo fueron arrojados vivos al horno de fuego (cf. Daniel Capítulo III).

Cuando por milagro de Dios estos jóvenes salieron ilesos del horno, el Rey y toda su corte se quedaron espantados. Esto significa que Nabucodonosor ya había venido al mundo; y había conquistado bajo su dominio a todo el oriente; y había exigido que se erigiera públicamente una estatua de oro, ya sea de su propia imagen, o de sus falsos dioses; y había mandado que todos la adorasen bajo pena de morir en el fuego; ya, en fin, tres jóvenes Hebreos fieles a Dios habían resistido constantemente aquel mandato sacrílego.

Pues, de este mismo modo, supone San Juan el tiempo preciso de la Primera Resurrección diciendo: “los que no adoraron a la bestia, vivieron y reinaron con Cristo mil años; los demás muertos no vivieron, hasta que pasen los mil años. Éste es la Primera Resurrección” (Apocalipsis XX, 6). La Primera Resurrección ocurrirá pues después de la bestia; la segunda, después de mil años de ocurrida la primera.

Quien quisiera explicar este misterio de un modo razonable, o siquiera pasable, debe hacerse cargo ante todo de esta circunstancia gravísima, cual es, la aparición de la bestia y su tremenda persecución a quien no le adore y no se deje marcar, tema que quedará para otro momento, y aquí solo adelanto los principios que regirán esta horrenda situación por la que pasará la humanidad, a saber, el descomunal poder de persuasión de la bestia, y la fatal incapacidad humana de no poder ni querer defenderse del error, el engaño y la mentira, ni salir de eso, sino más bien, plegarse en franca complicidad.

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El mensaje de alegría del tiempo Pascual no solo se limita a proclamar la Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, sino que es mucho más maravilloso de lo que siempre hemos estado acostumbrados a escuchar.

El libro del Apocalipsis es un tesoro inagotable de riquezas expresadas en un sinnúmero de simbologías de las cuales el número 7 merece una mención especial. Además de conformar la estructura del libro, el número 7 se presenta también en otros ejemplos que no tienen ningún significado estructural.

Cuatro series de 7 –los 7 mensajes a las iglesias y las tres series de 7 juicios: sellos, trompetas y copas— conforman la estructura del Apocalipsis. Pero este número aparece también agrupando otros maravillosos elementos que no habrían sido notados por los oyentes del libro y no son notados por la mayoría de los cuidadosos lectores del libro.

Cualquiera que se tome el trabajo de contar cuántas bienaventuranzas hay en el Apocalipsis (Apocalipsis I, 3; XIV, 13; XVI, 15; XIX, 9; XX, 6; XXII, 7. 14), encontrará que hay precisamente la sorprendente cantidad de 7, que es el número simbólico de perfección, de totalidad, de excelencia. Este hecho es poco probable que sea accidental.

Si uno lee de corrido esta serie de versículos tomados de distintos capítulos del Apocalipsis encontrará que es bienaventurado quien lee, y quienes escuchan, y quienes guardan las palabras de este libro (Apocalipsis I, 3; XXII, 7); quien es fiel al Señor hasta la muerte (Apocalipsis XIV, 13; XXII, 14); y quien se prepara para la venida del Señor (Apocalipsis XVI, 15).

A estas bienaventuranzas le acompañan una plenitud de bendiciones divinas: el descanso de las labores (Apocalipsis XIV, 13); la invitación a la Fiesta de las Bodas del Cordero (Apocalipsis XIX, 9); la participación en la Primera Resurrección (Apocalipsis XX, 6); y el tener derecho al Árbol de la Vida y a entrar por las Puertas de la Nueva Jerusalén (Apocalipsis XXII, 14). 

Y esto es tan solo representativo de la total bienaventuranza y bendición indicadas por el número 7.

Como podrán imaginarse, evidentemente estos premios no serán para un cristianismo fácil, como el protestante, ni para un cristianismo comprometido, como el de muchos católicos hoy; solo serán para quienes se atrevan a vivir su fe hasta las últimas consecuencias del martirio. Amén. 

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Me he servido del Sermón de San Agustín sobre este Evangelio (que se encuentra en el Breviario), del libro de Edwyn Hoskyns, The Fourth Gospel, de un agraciado autor de quien no se puede mencionar su nombre, de la Biblia de Monseñor Juan Straubinger, y del libro The Climax of Prophecy, del señor Richard Bauckham.