domingo, 8 de agosto de 2021

Dom XI post Pent – San Marcos VII, 31-37 – 2021-08-08 – Padre Edgar Díaz

Jesús cura a un sordo-mudo
Domenico Maggiotto


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Vemos a Nuestro Señor que atraviesa desde Tiro hasta la Decápolis, pasando por Sidón, y le traen un sordo-mundo para que lo cure, y Él lo lleva aparte para curarlo pues no quiere hacer de esto algo público.

Las cosas profundas y sagradas no necesitan publicidad. Éstas vienen de la mano de Dios, adornadas con la discreción y el pudor de las cuestiones fundamentales tales como el amor. Por eso Jesús les dice que no lo divulguen.

El gesto de Nuestro Señor de tocar los oídos y la lengua del sordomudo con sus manos es repetido en el ritual del Bautismo. Jesús lo hizo así por pedagogía, para mostrar cómo se origina la fe. 

La fe se origina a través del oído, es decir, a partir de escuchar la Palabra de Dios. Si no hay quien predique, y no hay quien oiga, entonces no hay fe. 

Es un don sobrenatural que Dios no niega a nadie, pues por la fe llega la salvación, y Dios quiere la salvación de cada ser humano, a condición de que cada ser humano la acepte. Dios siempre nos dará la posibilidad de creer; incluso hasta el último instante de la muerte. 

Desafortunadamente, algunos hombres ponen obstáculos y no aceptan la fe. Quien pone obstáculos para aceptar la fe es porque no quiere tener fe, y esto es un misterio que no podemos resolver. 

Dios quiere la salvación de todos; somos los hombres quienes no queremos la salvación de todos.

De esta verdad se desprende la necesidad imperiosa de predicar la fe siempre, pues nadie sabe lo que pasa en un alma, ni cuáles son los momentos de Dios para esa alma. 

La Teología nos dice que la fe es la adhesión de la inteligencia a Dios movida por la voluntad bajo la acción de la gracia divina. Es decir, es aceptar las verdades propuestas por Dios (trabajo de la inteligencia), y hacerlas propias (trabajo de la voluntad). Este trabajo es, a su vez, asistido por Dios. Es una cuestión muy compleja.

La Palabra externa de Dios, gracias a la aceptación dada por la persona, pasa a formar parte del conocimiento interno de esa persona. Ese conocimiento de las verdades que hay que creer nos llega por los dogmas.

Los dogmas nos exponen las verdades de Dios. Es, por lo tanto, un conocimiento específico; bien determinado. No es algo impreciso, como cuando alguien se adhiere a un movimiento humano sin saber bien de qué se trata, por el solo hecho de sentir gusto o simpatía por ese grupo.

El objeto de la fe es Dios, la Verdad Primera, y es necesario un toque de la gracia de Dios para poder conocerlo. Escuchando la predicación, la Palabra externa, la persona interiormente cree, porque ha habido una iluminación del alma de parte de Dios.

Normalmente la revelación externa nos llega a través de la predicación, el estudio, y demás, ocasiones en las que Dios le dice interiormente al alma: “Soy Yo”. Y la respuesta de la persona es: “Sí, creo”.

O, “No creo”.

Hay una adhesión primera, a un Objeto Primero, que es la Verdad Primera, que es Dios. Éste es el Objeto Material de la fe.

La persona se adhiere al objeto material de la fe gracias al Objeto Formal de la fe, a saber, la autoridad de Dios. A Dios se le cree por su autoridad. Es Dios que enseña, se revela, exterior e interiormente, y se nos da a conocer precisamente a Sí mismo, y pide que lo aceptemos porque Él es la Autoridad.

Por la fe conocemos la existencia de Dios, que si bien, se puede conocer naturalmente, es necesario también conocerla como verdad sobrenatural de fe. También conocemos el Misterio de la Santísima Trinidad, que no puede conocerse naturalmente.

La razón solo podría conocer a Dios como personal, es decir, solo como Una Persona, pero nunca como Tres Personas. La gran paradoja es que por la sola razón se llega a fallar en el conocimiento de Dios. 

Nunca se podría llegar a conocer que Dios es Tres Personas, la Trinidad en la Unidad, por la sola razón, y de ahí la necesidad de la fe, para poder conocer al verdadero Dios.

Desde siempre hubo una religión verdadera, y desde siempre Dios reveló la Trinidad a los hombres por medio del Espíritu Santo. No a todos, y esto es un misterio, pero en todos los tiempos, por la fe de muchos, fue revelada la Trinidad, antes, como después del diluvio.

La verdad de la Trinidad era conocida a través de la gracia de Dios. Tanto los Profetas como los Patriarcas la conocieron. De lo contrario, no habrían visto Su día, como dice Nuestro Señor Jesucristo.

Abraham y los Profetas vieron mi día y se alegraron (cf. San Juan VIII, 56), pues, ya tenían ese conocimiento. Por eso, desde siempre, muchos conocieron el misterio, a través de la revelación de Dios. El más grande de los misterios, que sin revelación, habría sido imposible para el hombre entender.

A partir del Misterio de la Trinidad se llega a conocer los demás misterios. No podría haber habido Encarnación si en Dios no hubiera habido Tres Personas.

La razón sola, entonces, nos hace caer en el error, pues es muy débil. No tiene la fuerza suficiente para penetrar misterios insondables. Por eso necesitamos la revelación de Dios, y la adhesión a esa revelación, pues Dios es Autoridad, y esto es la fe.

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Desde sus inicios la Santa Iglesia Católica Apostólica ha sido encargada de custodiar la revelación de Dios, con el objetivo de garantizar la pureza del conocimiento de las verdades de Dios, y de transmitir la fe a todo el mundo.

Es por eso por lo que para no desviarse del verdadero conocimiento de Dios y de la fe es necesario mantenerse firme en la enseñanza de la Iglesia. Es un deber imperioso no apartarse de su enseñanza, de lo contrario, en vano es haber creído. 

Si una persona común se desviara del verdadero conocimiento esto solo implicaría un detrimento para esa persona, y, tal vez, para algunos a su alrededor. Pero, ¿Qué sucedería si un Papa se desviara del conocimiento de las verdades de Dios, de la enseñanza de la Iglesia, en definitiva, de la fe? ¿Puede un Papa aceptar y enseñar el error públicamente, contrariamente a lo que Dios le pide?

Hay una promesa de Nuestro Señor Jesucristo de asistir al Papa en la enseñanza de la verdad. Por lo tanto, un Papa no puede desviarse del conocimiento de las verdades de Dios, de la enseñanza de la Iglesia, y, en definitiva, de la fe y enseñar el error. Si hubiera un Papa en tales condiciones no sería un verdadero Papa.

Hoy es sumamente necesario tener presente que el Conciliábulo Vaticano II cambió la verdadera enseñanza de la Iglesia Católica por una espuria. Esto dio comienzo a la Iglesia Conciliar, una parodia de la Santa Iglesia Católica Apostólica, con falsos Papas, falsa doctrina, falsos sacerdotes, y falsos sacramentos, que han logrado engañar y confundir a la gente de manera inaudita y con consecuencias nefastas. Por eso, el tema es más candente que nunca.

Tal es la confusión que incluso se defiende la posición que dice que estos falsos Papas de la Iglesia Conciliar “podrían” ser verdaderos Papas de la Iglesia Católica. ¡Vaya confusión! Para dilucidar la cuestión habría que preguntarse: ¿De qué Iglesia son estos falsos Papas? Ciertamente, no de la Santa Iglesia Católica Apostólica, pues enseñan el error.

Para llegar a esta confusión algunas corrientes heréticas introdujeron en la Iglesia la novedad de que un Papa puede errar en la fe, es decir, desviarse del verdadero conocimiento de las verdades de Dios, y enseñar el error, lo cual iría en contra de la promesa de Cristo.

San Vicente de Lerins dice que en caso de duda acerca de un tema es necesario atenerse a lo que ha sido dicho en todas partes y por todos en los tiempos antiguos, pues la antigüedad no puede ser seducida por la novedad.

Luego, esta novedad, introducida por herejes, por el hecho mismo de ser una novedad, no es conforme con la doctrina católica tradicional, que se encuentra tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, en los Padres de la Iglesia, en Santo Tomás de Aquino, y en los escritos de los Papas mismos.

Luego, los falsos Papas de la Iglesia Conciliar no pueden ser a su vez verdaderos Papas de la Iglesia Católica, pues enseñan el error, y van, precisamente, en contra de la promesa de Nuestro Señor Jesucristo de protegerlos de caer en el error en su enseñanza pública.

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El dogma de la Iglesia Católica sobre la Infalibilidad del Papa (el hecho de que no pueda desviarse de la verdadera doctrina) fue definido en 1870 por el Concilio Vaticano, en su Documento Pastor Æternus.

Este dogma menciona un crucial momento en el cual el Papa no podría equivocarse. Se trata del momento cuando enseña solemnemente una verdad de fe. A esto se le conoce como pronunciamiento “Ex Cathedra”. Nadie puede dudar de que lo que el Papa enseñó o definió contiene error. Estos momentos solemnes son raros en la Iglesia. En los últimos 200 años solo ha habido dos definiciones solemnes. 

Esto nos lleva a pensar que la mayoría de los Papas jamás ha enseñado algo “Ex Cathedra”. ¿Qué sucede entonces con la promesa de Cristo? ¿Solo protege a un Papa muy ocasionalmente, o, se debería decir, que lo protege también en toda ocasión que el Papa enseña?

La infalibilidad del Papa se extiende también a su enseñanza ordinaria, aquella que hace a través de sus homilías, discursos, actos públicos, y demás, pues, de lo contrario, habría contradicción entre la enseñanza solemne, y la enseñanza ordinaria.

La infalibilidad del Papa se remonta a una figura del Antiguo Testamento. En el Antiguo Testamento la Cátedra de Moisés es figura de la Cátedra de Pedro.

El Catecismo Mayor de Trento marca las diferencias: dice que es mucho mayor el poder del Papado que el poder que tuvo la Cátedra de Moisés, porque la Cátedra del Vicario de Cristo en la tierra la estableció Dios mismo en persona.

Y, a diferencia de la Cátedra de Moisés que fue revelada, la Cátedra de San Pedro fue directamente ordenada por Dios. Es por esto por lo que todos los sacramentos de la Nueva Ley son más perfectos que los de la Antigua Ley.

Sin embargo, la Cátedra de Moisés es figura de la Cátedra de Pedro en algo que es esencial a la Cátedra de Pedro. La Cátedra de Moisés era infalible, y esto es lo más destacado que tiene como figura de la Cátedra de Pedro. 

Cuando una cuestión relevante de la religión o de la moral era disputada o no era suficientemente clara, los judíos debían someter sus diferendos o sus dudas al veredicto de la Cátedra de Moisés, que zanjaba con autoridad soberana e infalible estas cuestiones.

Jesús mismo nos confirma este hecho cuando nos dice: “Los escribas y los fariseos se han sentado en la cátedra de Moisés. Todo lo que ellos os mandaren, hacedlo, y guardadlo; mas no hagáis como ellos, porque dicen, y no hacen” (San Mateo XXIII, 2-3).

El texto es bien claro: “dicen, pero no hacen”, es decir, se contradicen. Son falibles. Mas Jesús exhorta a hacer lo que dicen, es decir, confirma que lo que dicen es sin error, es decir, infalible, no por causa de ellos, sino por causa del Espíritu Santo. De lo contrario, habría contradicción en Jesús al aconsejar obrar según el error.

Por lo tanto, quien estuviera sentado en la Cátedra de Moisés enseñaba y zanjaba las cuestiones de fe y de moral sin error. Se ve claramente en el Antiguo Testamento la promesa que Jesucristo haría más tarde de proteger a la autoridad establecida por Dios mismo de no desviarse de la verdadera doctrina ni de enseñar el error.

¿Cuándo un verdadero Papa ha enseñado públicamente, tanto en su magisterio solemne, como en su magisterio ordinario, un error en contra de un dogma o doctrina ya establecida por la Iglesia? ¡Jamás!

“No es su propia doctrina que ellos enseñaban – dice San Juan Crisóstomo – sino las verdades divinas con las cuales Dios ha compuesto la ley que ha dado por Moisés”.

Con palabras muy elocuentes enseña San Agustín: “los malvados mismos no pueden sentarse (en la Cátedra de Moisés) sin verse obligados a enseñar el bien. Confirma esto, además, el hecho de que algunos discípulos se volvían hijos del infierno no por la palabra de la ley, sino por haber imitado la conducta (de estos malvados)”.

Añade San Agustín que “lo verdadero y lo justo pueden ser predicados con un corazón perverso e hipócrita. Esta cátedra, entonces, que no era de ellos, sino de Moisés, los forzaba a enseñar el bien, aún cuando ellos no lo hacían…” 

Una cátedra que les era extraña, pues no era de ellos, no les permitía enseñar sus propias desviaciones. Esto es clara señal, entonces, de que el Espíritu Santo protegía la Cátedra de Moisés.

Y San Francisco de Sales razonaba así: “Si ya la Cátedra de Moisés era infalible cuando ella enseñaba sobre la fe o las costumbres, con más fuerte razón la Cátedra de Pedro no podría errar”. 

Añade San Francisco de Sales que “la Iglesia tiene siempre necesidad de ‘un confirmador infalible’ al cual se pueda acudir, de un fundamento que las puertas del infierno, y principalmente el error, no puedan confundir (a los cristianos), y que su pastor no pueda conducir al error a sus hijos: los sucesores de Pedro tienen luego todos sus mismos privilegios, privilegios que no son dados a la persona de tal o cual Papa, sino a la dignidad y a la carga pública (del Papa)”.

San Bernardo llama al Papa otro “‘Moisés en autoridad’. Luego, cuán grande fue la autoridad de Moisés no hay quien lo ignore pues se sentaba y juzgaba sobre todos los diferendos que había en el pueblo… Así, entonces, el supremo pastor de la Iglesia (el Papa) es para nosotros un juez competente y suficiente en todas nuestras más grandes dificultades, de lo contrario nosotros seríamos de peor condición que este antiguo pueblo que tenía un tribunal al cual podía dirigirse para la resolución de sus dudas especialmente en materia de religión”.

Por lo tanto, si un Papa enseñara el error, la conclusión lógica a la que deberíamos llegar es que no es verdadero Papa. De lo contrario tendríamos que afirmar que la promesa de Jesús de proteger al Papa del error en su enseñanza falló.

Y, en consecuencia, los falsos Papas de la Iglesia Conciliar no podrían ser considerados verdaderos Papas de la Iglesia Católica. No son verdaderos Papas pues enseñaron el error.

Las guillotinas de la Revolución Francesa alcanzaron el Vaticano. La Santa Iglesia Católica Apostólica ha sido defenestrada, y ha quedado, en consecuencia, acéfala.

Hay una obligación moral de salir del error. Si queremos nuestra salvación debemos mantenernos católicos La iglesia surgida a partir del Vaticano II ya no es la Santa Iglesia Católica Apostólica, sino una iglesia espuria de la cual hay que salir.

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“En cuanto a mí, muy poco me importa ser juzgado por vosotros… pues, aunque de nada me acusa mi consciencia, no por esto estoy justificado. El que me juzga es el Señor. Por tanto, no juzguéis nada antes de tiempo, hasta que venga el Señor; el cual sacará a la luz los secretos de las tinieblas y pondrá de manifiesto los designios de los corazones…” (1 Corintios IV, 3-5).

Y si aún insistís en juzgar, y si me he equivocado, no olvidéis que Pedro le preguntó a Nuestro Señor, “Señor, ¿cuántas veces pecará mi hermano contra mí y le perdonaré? ¿Hasta siete veces? Y Jesús le contestó: “No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete” (San Mateo XVIII, 21-22).

¡Que María Santísima nos ampare y nos guíe con profunda fe en momentos tan tremendos y oscuros como estos! Amén.