Elías y el Fuego del Cielo |
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Los judíos de su tiempo ya se proponían cerrarle el paso a Jesús. No les convenía que apareciese el Mesías, porque entonces ellos quedarían sin papel. De ahí su oposición apasionada, según lo confiesa Caifás:
“Entonces los sumos sacerdotes y los fariseos reunieron un consejo y dijeron: ‘¿Qué haremos? Porque este hombre hace muchos milagros’” (San Juan XI,47).
Y de ahí su odio contra los que creían en su venida: “Los padres hablaron así porque temían a los Judíos. Pues estos se habían ya concertado para que quienquiera lo reconociese como Cristo, fuese excluido de la Sinagoga” (San Juan IX,22).
Esperaban que el Mesías fuera confirmado por Elías, no por otro. Eran solícitos por la venida de Elías, pues les señalaría el Mesías, y de ahí la gran sorpresa cuando de repente, se apareció el Bautista, sin más credenciales que sus curtidos harapos, que les exhorta a hacer penitencia, porque el Mesías estaba ya viniendo.
Esperaban a Elías. Lo esperaban, con justa razón, pues así les decían las Escrituras: “Les suscitaré un profeta… y pondré mis palabras en su boca, y él hablará todo cuanto Yo le mandare” (Deuteronomio XVIII, 15.18).
Como les había dicho el profeta Malaquías: “He aquí que os enviaré al profeta Elías, antes que venga el día grande y tremendo de Yahvé” (Malaquías IV, 5).
Y sobre Elías decía el Sirácida: “Tú estás escrito en los decretos de los tiempos, para aplacar el enojo del Señor, reconciliar el corazón de los padres con los hijos, y restablecer las tribus de Jacob” (Sirácida o Eclesiástico XLVIII, 10).
Y en el Evangelio de San Marcos: “¿Por qué, pues, dicen los Escribas que Elías debe venir primero?” (San Marcos IX, 11).
Y en el Tabor lo habían visto: “Rabí… hagamos tres tiendas: una para Ti, una para Moisés, y otra para Elías” (San Marcos IX, 5).
A este pueblo, no caracterizado por ser de buen linaje, o por estar envestido con una moral y con unas cualidades intelectuales particulares, especialmente visibles, sino por haber sido elegido por Dios; a ellos se le había dado la Ley de Dios, los profetas les habían hablado, y a ellos se les había prometido la venida del Mesías:
“Pero, si tú que te llamas Judío, y descansas sobre la Ley, y te glorías en Dios, y conoces su voluntad, y experimentas las cosas excelentes, siendo amaestrado por la Ley, y presumes de ser guía de ciegos, luz para los que están en tinieblas, educador de ignorantes, maestros de niños, teniendo en la Ley la norma del saber y de la verdad, tú pues, que enseñas a otro, ¿no te enseñas a ti mismo? Tú que predicas que no se debe hurtar, ¿hurtas? Tú que dices que no se debe adulterar, ¿cometes adulterio? Tú que aborreces a los ídolos, ¿saqueas los templos? Tú que te glorías en la Ley, ¿traspasando la Ley deshonras a Dios? ‘Porque el nombre de Dios es blasfemado por causa de vosotros entre los gentiles’, según está escrito” (Romanos II, 17-24).
A este pueblo se le había dado la promesa de la salvación. La salvación viene, por lo tanto, de los Judíos (cf. San Juan IV, 22).
Fueron un pueblo bajo la autoridad de Dios, y esta autoridad fue ejercida a través de los Sacerdotes, responsables del culto en el Templo, y a través de los Fariseos, que eran los guardianes de la Ley. Por esto, Juan el Bautista fue confrontado por los Judíos, los sacerdotes de Jerusalén, los Levitas (los policías del Templo), y por los Fariseos.
Pero las autoridades judías, con la aprobación de la popularidad de Jerusalén, condenó a Jesús a muerte; y desde entonces comenzaron también a perseguir por todas partes con mucho rencor a los discípulos de Jesús: “Habéis de decir: Sus discípulos vinieron de noche, y lo robaron mientras nosotros dormíamos… Y se difundió este dicho entre los judíos, hasta el día de hoy” (San Mateo XXVIII, 13-15).
Al no reconocer al Mesías los Judíos mostraron que no entendían su propio culto: “Se han empleado cuarenta y seis años en edificar este Templo, ¿y Tú, en tres días lo volverás a levantar?” (San Juan II, 20).
Tampoco entendían las prácticas de purificación: “Había allí seis tinajas de piedra para las purificaciones de los judíos, que contenían cada una dos o tres metretas. Jesús les dijo: ‘Llenad las tinajas de agua’” (San Juan II, 6).
Ni el Sábado: “Con lo cual los judíos buscaban todavía más hacerlo morir, no solamente porque no observaba el sábado, sino porque llamaba a Dios su padre, igualándose de este modo a Dios” (San Juan V, 18).
Ni las Escrituras: “Escudriñad las Escrituras, ya que pensáis tener en ellas la vida eterna: son ellas las que dan testimonio de Mí, ¡y vosotros no queréis venir a Mí para tener vida! … Pero si no creéis a sus escritos, ¿cómo creeréis a mis palabras?” (San Juan V, 39-40.47).
Lejos de aceptar la autoridad de Dios, estaban fuertemente comprometidos en el servicio de su padre, el diablo: “Vosotros sois hijos del diablo, y queréis cumplir los deseos de vuestro padre. Él fue homicida desde el principio, y no permaneció en la verdad, porque no hay nada de verdad en él. Cuando profiere mentira, habla de lo propio, porque él es mentiroso, y padre de la mentira” (San Juan VIII, 44).
Por eso, los Judíos se mimetizaron con el mundo: “Si el mundo os odia, sabed que me ha odiado a Mí antes que a vosotros” (San Juan XV, 18). Debido a la oposición de los Judíos, el mundo en contra de Cristo se hizo más evidente.
Existe, entonces, un abismo de separación entre Juan el Bautista y la delegación que le fue a visitar, que resalta tan patentemente a los Judíos como un pueblo distinto y opuesto al que en realidad tendría que haber sido en el momento de la llegada del Mesías.
Este abismo de separación es, en última instancia, el abismo entre la incredulidad y la fe; entre la ceguera y la vista; entre la muerte y la vida.
Es el abismo que llevó a San Marcos a plantear la Parábola de los Viñadores, donde el dueño de la viña, al pedir cuentas a los viñadores a quienes se la había arrendado, encontró que habían matado a su hijo amado para quedarse con la herencia (cf. San Marcos XII, 1-12). “Habían comprendido, en efecto, que había dicho esta parábola con respecto a ellos” (San Marcos XII, 12).
Es el abismo implicado en la maldición y esterilidad de la higuera (Judaísmo) cuando ésta no dio frutos al Mesías (cf. San Marcos XI, 12-14.20). “Al pasar (al día siguiente) muy de mañana, vieron la higuera que se había secado de raíz” (San Marcos XI, 20).
Y estos son los Judíos que Elías, cuando venga, antes de la Parusía, tendrá que convertir. Pues, a Elías lo esperaban, y aún hoy, lo siguen esperando.
A Elías se lo recuerda por su celo. Nuestro Señor dijo en otra oportunidad que el Bautista era Elías, pero lo dijo en el sentido de atribuirle a su obra y a su estilo y a su género de vida el espíritu de Elías.
No olvidemos las hazañas de Elías en el Monte Carmelo cuando le quitó la vida a los profetas de Baal (cf. 1 Reyes XVIII, 40), por jugar con Dios.
Fue una batalla espiritual que sostuvo siendo él el único que mantenía el verdadero culto a Dios, lo cual fue confirmado por el fuego que vino del cielo (cf. 1 Reyes XVIII, 37): “¿Hasta cuándo estaréis claudicando hacia dos lados? Si Yahvé es Dios, seguidle; y si lo es Baal, id tras él” (1 Reyes XVIII, 21).
Para la conversión de los Judíos hace falta alguien que señale el verdadero culto a Dios, y decapite, como Elías a los profetas de Baal, que hoy es toda la parodia y falacia de culto falso con misa falsa, y adulteración de culto, y profanación del templo, de lo cual no debería quedar ni la menor duda teológica entre los católicos.
Las Escrituras nos dicen que Elías está por venir de nuevo, y esta vez, a hacerles el mismo cuestionamiento que le hizo entonces al pueblo de Israel. Elías no está muerto. Fue asunto al cielo, al igual que Enoc, el séptimo descendiente de Adán, abuelo de Noé.
Pues bien, si entonces Elías hizo bajar fuego del cielo para consumir el sacrificio de toros (cf. 1 Reyes XVIII, 22-23), cuánto más cuando venga, hará bajar del cielo el Fuego del Espíritu Santo, ante el pueblo de Israel, cuando se celebre en el Templo de Jerusalén el verdadero Sacrificio de la Santa Misa, el Testamento de Nuestro Señor Jesucristo, la Santa Misa codificada por San Pío V.
Tanto los intérpretes antiguos como modernos, dice Straubinger, sostienen que uno de los Dos Testigos del Apocalipsis es Elías, quien vendrá para predicar el arrepentimiento de Israel (cf. Apocalipsis XI, 3).
En efecto, antes de la Segunda Venida de Nuestro Señor Jesucristo, se debe predicar el Evangelio a todo el mundo (cf. San Mateo XXIV, 14). Esta labor será llevada a cabo por los Dos Testigos, antes de la aparición del anticristo:
Y “Elías restaurará todo” (San Mateo XVII, 11-12; San Marcos IX, 12), nos dice Nuestro Señor.
Los Dos Testigos, enviados por Dios a predicar y a profetizar a Judíos y Gentiles por tres años y medio, tendrán poder para matar a los enemigos, y para detener lluvias y enviar plagas.
Durante la labor de los Dos Testigos se producirá la restauración inicial de Israel, la conversión al Catolicismo de muchos judíos.
No obstante, esta restauración inicial será parcial, precaria y limitada, tanto en el tiempo, como en su extensión. Solo se extenderá a una parte de los Judíos; los “muchos” de los que habla el profeta Daniel (cf. Daniel IX, 27).
Al cabo del tiempo que durará la labor de los Dos Testigos, vendrá el anticristo, profanará el Templo, y los matará. Después de tres días los Dos Testigos resucitarán, y serán llevados al cielo, a la vista de sus enemigos, y a la misma hora un gran terremoto en toda la tierra causará la muerte de muchos.
Entonces, Elías vendrá como uno de los Dos Testigos a reconducir la religión del pueblo judíos, principalmente, pues les señalará el verdadero Mesías que ellos rechazaron.
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En este Tercer Domingo de Adviento ya la cercanía pobre y humilde de Nuestro Señor nos invita a alegrarnos por su presencia y a no vivir solícitos por este mundo.
Ya no es tiempo de desear cosas superfluas, ni cosas temporales, pues éstas nos van a acarrear más indisposición del alma, aflicción y pena, al tener que dejarlas.
En medio de todas las vicisitudes que estamos pasando, no vivir con temor. No dar lugar a que la esperanza disminuya. No pensar en el mal futuro como si ya estuviera presente.
Por el contrario, “Echad sobre Dios todos vuestros cuidados, puesto que Él tiene providencia sobre vosotros”, dice San Pedro (1 Pedro V, 7).
Y el Salmista nos invita a dormirnos en paz: “En paz dormiré juntamente y reposaré porque Tú, Señor, a mí, desolado, me das seguridad” (Salmo IV, 9-10).
Y: “El Señor es mi luz y mi salud, ¿a quién temeré?” (Salmo XXVI, 1).
Y: “Yo he buscado al Señor y Él me ha escuchado librándome de todos mis terrores” (Salmo XXXIII, 5).
Confiar en el Padre Celestial: “Bien sabe vuestro Padre Celestial que de todo eso tenéis necesidad” (San Mateo VI, 32).
Ser constantes en la oración: “En todo tiempo, en la oración y en la plegaria” (Filipenses IV, 6). Por la oración se llega a conocer la voluntad de Dios. Especialmente en los tiempos más difíciles. Su efecto es la paz del alma: “El amor de Cristo nos apremia (a tener también nosotros amor)” (2 Corintios V, 14). Nos da la santa paz; nos quita toda perturbación.
Cumplamos con nuestro deber, es decir, con la voluntad de Dios: “Busquemos el Reino de Dios y su justicia” (San Mateo VI, 33).
Confiar en Él, todo depende de Él. No pretender el éxito personal ni temer el fracaso por el desprestigio. En las cosas de Dios, ¡Dichosos son los fracasos!
Mantenerse en el propio gozo y paz. Gozo constante y afianzado en Dios: “Alegraos siempre en el Señor” (Filipenses IV, 4).
Gozo reiterado: “De nuevo, os digo: alegraos” (Filipenses IV, 4).
Gozo modesto, no alborotado, ni descompuesto, ni ostentoso, antes verdadero, sereno, íntimo, oculto: “Vuestra modestia sea notoria a todos los hombres” (Filipenses IV, 5).
Mantenerse en paz: “Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, en Cristo Jesús” (Filipenses IV, 7).
Alegrémonos, por lo tanto, por la maravillosa noticia de que el Señor está cerca, como nos invita la Epístola hoy. El Señor está cerca: ¡Claro! Para quien esté preparado y expectante.
Tengamos alegría en medio del Adviento, no solo por la Navidad, sino también, por la Parusía, su Segunda Venida, pues los dos eventos van inextricablemente unidos de la mano.
Que la Santísima Virgen María nos ayude a conservar y a meditar estas cosas en nuestros corazones, como Ella lo hacía maternalmente.
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Textos usados: Sir Edwyn Hoskyns, “The Fourth Gospel”; “La Palabra de Cristo”, de Mons. Ángel Herrera Oria; La Santa Biblia de Mons. Juan Straubinger.