Su más grande libertad: su Muerte en Cruz |
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Hay dos concepciones de la libertad. Por un lado, la concepción cristiana, en la que los cristianos disfrutamos de la libertad de los hijos de Dios: “Donde está el Espíritu del Señor está la libertad” (2 Corintios III, 17). La libertad verdadera es aquella que se proclama en los Evangelios: “Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres…” (San Juan VIII, 32).
Y, por otro lado, la concepción mundana, la libertad que da el mundo con sus vicios, de los que, en realidad, se es esclavo. No es, propiamente hablando, libertad, sino esclavitud. En esta esclavitud caen quienes solo quieren hacer su propia voluntad y liberarse de toda ley divina. Según esta concepción, libertad quiere decir independencia de Dios.
Antes de la venida de Cristo los paganos vivían en oscura esclavitud. Sin vida espiritual propia, se dejaban pasivamente conducir a la superstición y subterfugios del diablo: “En aquel tiempo—dice San Pablo—cuando no conocíais a Dios, servisteis a los que por su naturaleza no son dioses” (Gálatas IV, 8).
Pero, continúa San Pablo, “para que gocemos de libertad, Cristo nos ha hecho libres” (Gálatas V, 1). Tratemos de entender el espíritu que movió a San Pablo a entonar este cántico encendido a la libertad cristiana.
La libertad cristiana consiste en que se nos han roto las cadenas que nos sujetaban al pecado, que sin la venida de Nuestro Señor Jesucristo no se nos podía librar.
Por eso, San Pablo amonesta a tener “cuidado con tomar la libertad por pretexto para servir a la carne; antes, servíos unos a otros por la caridad… ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo…’ Os digo, pues: Andad en espíritu y no deis satisfacción a la concupiscencia de la carne…’” (Gálatas V, 13-16).
La libertad es un poder de la voluntad humana en virtud de la cual puede ejecutar o no una cosa, o bien, elegir entre dos cosas que sean buenas o moralmente indiferentes, pero jamás un mal.
De este poder de la voluntad se deduce que siendo la voluntad una facultad que debe querer lo que el entendimiento le propone como apetecible, la libertad se nutre de la recta razón y se perfecciona al seguir sus dictámenes.
Es sumamente necesario entender esta enseñanza. La libertad es verdadera solo cuando hace lo que la razón verdadera y recta le propone. De aquí se desprende la necesidad de formar la razón según la verdad, y no, según el propio criterio.
Deja de ser verdadera, para convertirse en una parodia de libertad, cuando es influenciada por las pasiones, como, por ejemplo, la ira, que obnubila el entendimiento, o la obsesión, que arrasa con todo e impide el buen trato con las personas, o los deseos impuros, que fijan al alma en la soberbia. Comportarse según las pasiones es no ser libre, sino esclavo de ellas.
Solo se es libre cuando después de haber calmado la pasión, y con la mente fría, por así decir, se sigue según la verdad y la cordura. De aquí se desprende la necesidad de educar las pasiones, para no caer en dependencia de ellas y ser sus esclavos.
Algo similar ocurre cuando el hombre recibe una influencia exterior tal como el alcohol, la droga, el psicoanálisis, y la propaganda. Esto podría incluso anular la voluntad, y así perder totalmente la libertad.
Por último, el mayor peligro para la libertad es el pecado, pues el pecado es la mayor esclavitud que existe.
Dios es Libérrimo (Absolutamente Libre Solo Él), y, sin embargo, si Él quisiera, no podría pecar, porque no podría obrar lo que su entendimiento le dice que es malo. Es éste el mejor ejemplo para entender en qué consiste la libertad humana.
A la luz de estos principios, repetimos, puede verse que dejarse llevar por las pasiones no es ser libre, sino obrar con menos libertad, o sin libertad, o sea, caer en la esclavitud.
Quien se deja llevar por las pasiones muestra una mayor o menor incapacidad de elegir el bien, como quien se deja arrastrar por la corriente. La libertad se demuestra obrando según la razón, y en contra de lo torcido y turbio.
¿Quién podría decir, entonces, que la libertad consiste en hacer lo que las pasiones dictan siendo que éstas nublan el entendimiento y debilitan la voluntad?
Esclavos de la corrupción, los llama San Pedro:
“quienes en deseos impuros andan… en pos de la carne… y desprecian la libertad. Audaces y presuntuosos… no temen blasfemar… como bestias irracionales, naturalmente nacidas para ser capturadas y destruidas… blasfemando de lo que no entienden, perecerán también como aquellas.
Buscan la felicidad en la voluptuosidad del momento; sucios e inmundos, se deleitan en sus engaños… tienen los ojos llenos de mujeres y no cesan de pecar; con halagos atraen las almas superficiales; y su corazón va detrás de la codicia; son hijos de maldición…
Prometen libertad cuando ellos mismos son esclavos de la corrupción, pues cada cual es esclavo del que lo ha dominado. A ellos está reservada la lobreguez de las tinieblas…” (2 Pedro II, 10-19).
¿Quién es libre? ¿Herodes, que no pudo resistir el baile de Herodías, y, por eso, ordenó decapitar a Juan… o Juan, preso por ser fiel a la verdad?
Libre es quien se sujeta a la dependencia debida. Ése es el secreto de la libertad. Libertad no es independencia, sino reconocimiento voluntario de la dependencia debida. El que hace lo que debe porque quiere hacerlo, ejercita su libertad, y puesto que la libertad exige obrar según la recta razón, la ejercita perfectamente.
La libertad de un animal es solo aparente. No pueden reprimir sus apetitos; son esclavos de ellos. La libertad de los rebeldes también es aparente; se creen libres porque se niegan a obedecer y hacen lo que les place. En cambio, la verdadera y única libertad es la de los hijos de Dios, que se someten con amor a su voluntad.
En resumen, debemos distinguir libertad de libertinaje. Los rebeldes deberán recordar que son hombres, y que no deberían asemejarse a los brutos animales. Tertuliano, con frase incisiva, dice que “Dios dio la ley al hombre no para privarle de su libertad, sino para manifestarle su aprecio”.
El hombre racional debe obrar según su razón, por muchos obstáculos que se le ofrezcan y gustos que le contraríen. Y la razón pide la ley, para adecuarse a ella.
La ley perfecta es la del Evangelio, cuya verdad nos hace obrar como libres. De ahí la necesidad de educar la razón según el Evangelio; de ahí la necesidad de proclamar el Evangelio que hace libre y salva.
Lo contrario no es libertad, sino libertinaje. El primer libertino fue Adán—dice San Agustín—que se perdió por confundir libertad con independencia.
Ahora podemos entender cómo Cristo nos ha hecho libres. No solo liberándonos del cautiverio del pecado y de la muerte, sino robusteciendo nuestra libertad en su dependencia de la verdad, perfecto sendero de la libertad.
A quienes mal entienden la libertad San Pablo señala: “cuando erais gentiles se os arrastraba de cualquier modo en pos de los ídolos” (1 Corintios XII, 2). Pero ahora sois cristianos, y Jesús es la luz, y no quiso que se le siguiera en tinieblas (cf. San Juan XII, 46), porque la vida eterna consiste en conocerlo bien a Él y por Él al Padre (cf. San Juan XVII, 3).
Por eso San Pablo no quiere que los cristianos ignoren los misterios del Espíritu, y propone la Ley de Cristo—que no es ídolo mudo, porque habló y sus Palabras son la verdad que hace libres a los que las buscan y conservan: “la Verdad os hará libres” (San Juan VIII, 32)—en contraposición a la oscura esclavitud de los paganos.
Esta verdad es Cristo: “Camino, Verdad, y Vida” (San Juan XIV, 6), y “quien atentamente considera la ley perfecta, la de la libertad, ajustándose a ella, no como oyente olvidadizo, sino como cumplidor, éste será bienaventurado por sus obras” (Santiago I, 25).
En el seguimiento de Cristo, Cristo nos ayuda a crecer en libertad. Nos hace libres dándonos la gracia que robustece la voluntad para que pueda dominar a las pasiones.
“Escrito está que Abrahán tuvo dos hijos… por consiguiente, hermanos, no somos hijos de la esclava, sino de la libre” (Gálatas IV, 22.31).
La historia del hombre es una historia de invariable apostasía frente a Dios; un continuo intento por independizarse de Dios, cayendo en la esclavitud de falsos dioses.
Comenzó en el Paraíso; siguió en la Torre de Babel; luego en Egipto, de quien el Pueblo Elegido fue esclavo, para finalmente concluir con el reclamo de una Cruz para el Mesías tan esperado.
Para quien no conoció a Cristo, la Cruz no significa nada; pero no es muy distinto su panorama de el del Pueblo Elegido: esclavos son del anticristo y su sistema, y resueltos están a precipitarse ante el ominoso servicio de Satanás.
¡Triste comprobación para toda la raza de Adán!
Digamos, pues, que, si toda la humanidad no se salva, no será porque Dios no haya agotado su esfuerzo hasta entregar a su Hijo por amor (cf. San Juan III, 16), sino por la perversa e irresistible tentación de no querer ser libres ante el mal.
Amén.