domingo, 31 de marzo de 2024

Domingo de Resurrección - Padre Edgar Díaz


En el Antiguo Testamento la esperanza en el futuro Redentor incluía la esperanza de la resurrección obrada por Él.

Hay una maravillosa cita del libro de Job: “Más yo sé que vive mi Redentor—dice Job—y que al fin se alzará sobre la tierra. Después, en mi piel, revestido de este (cuerpo) veré a Dios desde mi carne. Yo mismo le veré; le verán mis propios ojos, y no otro; por eso se consumen en mí mis entrañas” (Job XIX, 25-27).

Job tenía una esperanza subyugante. Su libro no solamente enuncia en forma indudable el dogma de la resurrección que nos ha de librar del sepulcro, sino también plantea en forma aguda, la necesidad de una vida futura, en la cual la justicia y la misericordia del Eterno Dios se realicen plenamente.

Cautiva mucho pensar que a Cristo le veremos con nuestros propios ojos de carne: “Le verán todos los ojos, y aún los que le traspasaron” (Apocalipsis I, 7); “Pondrán sus ojos en Mí, a quien traspasaron” (Zacarías XII, 10; cf. San Juan XIX, 37; San Mateo XXIV, 30). 

San Jerónimo dice que ninguno antes de Cristo habló tan claramente de la resurrección como Job, el cual no sólo la esperó, sino que la comprendió, y proféticamente la vio en espíritu. Es magnífico oír cómo lo expresa el libro: “¡Ojalá me escondieras en el scheol, para ocultarme hasta que pase tu ira; y me fijases un plazo para acordarte de mí!” (Job XIV, 13).

Igualmente Isaías expresa esta idea que embelesa: “Vivirán tus muertos; resucitarán los muertos míos. Despertad y exultad, vosotros que moráis en el polvo; porque rocío de luz es tu rocío, y la tierra devolverá los muertos” (Isaías XXVI, 19). 

“¡La tierra devolverá los muertos!” Es sorprendente este concepto de la resurrección de la carne, cuando los misterios del más allá estaban aún cubiertos con un espeso velo en pleno Antiguo Testamento, y que serían gradualmente manifestados por Dios. 

Israel consideraba la muerte como un justo castigo del pecado, según el cual todos iban al “scheol” (en griego Hades), que la Vulgata traduce por infierno, pero que designaba a un tiempo el sepulcro y el lugar oscuro donde los muertos buenos y malos esperaban la resurrección traída por el Mesías.

Se explica así porqué Israel no atinaba a entender la teología que enseña el distinto destino del alma y del cuerpo entre el día de la muerte y el de la resurrección. El alma espiritual e inmortal espera separadamente la resurrección de su cuerpo mortal.

David dice varias veces a Dios que en la muerte nadie puede alabarlo. Israel se resignaba a ese eclipse total de la persona humana, hasta el día en que viniese la nueva vida traída por la aparición gloriosa del Redentor que había sido prometido desde el Proto-evangelio (cf. Génesis III, 15) por la fidelidad indefectible de Yahvé. 

El dogma de la inmortalidad del alma separada del cuerpo—concepto que Israel no entendía—y el dogma del premio o castigo inmediato del alma que se sigue a la muerte de cada uno, dogmas que fueron definidos por el Concilio de Florencia (y anticipados ya en el de Lyon) incluyendo la visión beatífica, no eran comúnmente generales entre algunos Padres, que se preguntaban si los justos gozarían de la visión de Dios antes de la resurrección de los cuerpos. 

San Justino, San Ireneo, Tertuliano, San Cirilo de Alejandría, San Hilario, San Ambrosio, y el mismo San Agustín pensaron que hasta entonces las almas no poseían más que una felicidad imperfecta, en un lugar que llamaban infierno, o paraíso, o seno de Abraham. Pero esta manera de ver—proveniente del judaísmo—fue abandonada por la Iglesia.

El concepto claro que hoy tenemos de esa visión beatífica del alma separada del cuerpo es, ciertamente, una preciosa verdad, que contiene una nueva manifestación de la divina misericordia.

Pero esas almas—según nos dice el Apocalipsis—claman por la plenitud de su destino, es decir, sus cuerpos glorificados: “¿Hasta cuándo, oh, Señor, Santo y Veraz, tardas en juzgar y vengar nuestra sangre en los habitantes de la tierra?” (Apocalipsis VI, 10). Es decir, ¿cuándo nos darás, Señor, definitivamente, el premio de nuestra integridad?

La necesidad de una vida futura totalmente integrada (alma y cuerpo) es confirmada por San Pablo. Llama a la resurrección “la redención de nuestros cuerpos” (Romanos VIII, 23).

“Porque el mismo Señor, dada la señal, descenderá del cielo, a la voz del arcángel y al son de la trompeta de Dios, y los muertos en Cristo resucitarán primero” (1 Tesalonicenses IV, 16); “Pero cada uno por su orden: como primicia Cristo; luego los de Cristo en su Parusía” (1 Corintios XV, 23)

Para los justos esta integridad será alcanzada en la Parusía, cuando Cristo retorne de los cielos con su galardón, “desde donde esperamos al Salvador, el Señor Nuestro Jesucristo, el cual transformará nuestro vil cuerpo para que sea hecho semejante a su Cuerpo glorioso” (Filipenses III, 20-21). “He aquí que vengo presto—dice el Señor—y mi galardón viene conmigo para recompensar a cada uno según su obra” (Apocalipsis XXII, 12).

La esperanza de la resurrección propia se apoya en la resurrección de Cristo, verdad fundamental del Cristianismo, “llave de bóveda de la predicación apostólica … (pues) si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación, vana también vuestra fe… Si solamente para esta vida tenemos esperanza en Cristo, somos los más desdichados de todos los hombres. Mas ahora Cristo ha resucitado de entre los muertos, primicia de los que durmieron” (1 Corintios XV, 14-20). 

Para los predicadores, lo primero y lo más importante, lo que debe llenar con santa pasión su predicación es el anuncio de la resurrección de nuestra carne, que tendrá lugar para los justos en la Parusía, que nos devolverá así la plenitud de vida querida por Dios para nosotros.

Veamos el célebre texto en el que Ezequiel tiene que predicarles a los huesos secos: 

“Yahvé me sacó fuera en espíritu, y me colocó en medio de la llanura, la cual estaba llena de huesos. Y me hizo pasar junto a ellos, todo en torno; y he aquí que eran numerosísimos. Estaban (los huesos, tendidos) sobre la superficie de la llanura y secos en extremo. Y me dijo: “Hijo de hombre, ¿acaso volverán a tener vida estos huesos?” Yo respondí: “Yahvé, Señor, Tú lo sabes.” Entonces me dijo: “Profetiza sobre estos huesos, y diles: ¡Huesos secos, oíd la palabra de Yahvé! Así dice Yahvé a estos huesos: He aquí que os infundiré espíritu y viviréis. Os recubriré de nervios, haré crecer carne sobre vosotros, os revestiré de piel y os infundiré espíritu para que viváis; y conoceréis que Yo soy Yahvé.” Profeticé como se me había mandado; y mientras yo profetizaba he aquí que hubo un ruido tumultuoso, y se juntaron los huesos, cada hueso con su hueso (correspondiente). Y miré y he aquí que crecieron sobre ellos nervios y carnes y por encima los cubrió la piel; pero no había en ellos espíritu. Entonces me dijo: “Profetiza al espíritu, profetiza, hijo de hombre, y di al aliento: Así dice Yahvé, el Señor: Ven, oh espíritu de los cuatro vientos, y sopla sobre estos muertos, y vivirán.” Profeticé como Él me había mandado; y entró en ellos el espíritu, y vivieron y se pusieron en pie, (formando) un ejército sumamente grande” (Ezequiel XXXVII, 1-10).

¡Espectacular! ¡Más claro imposible!

El profeta Daniel, por su parte, afirma: “También muchos de los que duermen en el polvo de la tierra se despertarán, unos para vida eterna, otros para ignominia y vergüenza eterna” (Daniel XII, 2).

Y los mártires Macabeos hablan de lo mismo: “Y cuando (uno de ellos) estaba por expirar, dijo: ‘Tú, oh, perversísimo, nos quitas la vida presente; pero el Rey del universo nos resucitará algún día para la vida eterna, por haber muerto en defensa de sus leyes” (2 Macabeos VII, 9).

Otro precioso texto de los Macabeos:

“Y habiendo recogido en una colecta que mandó hacer, doce mil dracmas de plata, las envió a Jerusalén, a fin de que se ofreciese un sacrificio por los pecados de estos difuntos, teniendo, como tenía, buenos y religiosos sentimientos acerca de la resurrección—pues si no esperara que los que habían muerto habían de resucitar, habría tenido por cosa superflua e inútil el rogar por los difuntos—y porque consideraba que a los que habían muerto después de una vida piadosa, les estaba reservada una grande misericordia. Es un pensamiento santo y saludable el rogar por los difuntos, a fin de que sean libres de sus pecados” (2 Macabeos XII, 43-46).

Esto nos lleva a meditar una consecuencia muy importante para nuestra vida espiritual y para avivar en nosotros la virtud de la Esperanza. Porque según vemos, aquellos judíos que aún no conocían el dogma de la inmortalidad del alma, se resignaban confiadamente a la muerte, aunque ésta significase para ellos una paralización de todo su ser, ya que sabían que un día todo su ser había de gozar de la resurrección que el Mesías debía traerles.

Nosotros, más afortunados, conocemos plenamente el dogma de la inmortalidad del alma, y sabemos, porque así lo definió el Concilio de Florencia, que ella, mediante el juicio particular, podrá, gracias a la bondad divina, gozar de la visión beatífica mientras el cuerpo permanece en la sepultura en espera de la resurrección en el día del Señor. 

Esa consoladora verdad mientras se espera la resurrección de los cuerpos nos lleva también a considerar nuestra salvación en la comunión del Cuerpo Místico de Cristo, que celebrará las Bodas del Cordero cuando Él venga en la Parusía:

“Regocijémonos y saltemos de júbilo, y démosle gloria, porque han llegado las bodas del Cordero, y su esposa se ha preparado. Y se le ha dado vestirse de finísimo lino, espléndido y limpio; porque el lino finísimo significa la perfecta justicia de los santos’. Y me dijo: ‘Escribe: ¡Dichosos los convidados al banquete nupcial del Cordero!’ Díjome también: ‘Estas son las verídicas palabras de Dios’” (Apocalipsis XIX, 7-9).

La historia del mundo llega a su apogeo con la vuelta del Señor. Todo lo incomprensible de nuestra vida terrestre se explicará y el enigma del problema del mal será descifrado: 

“Así sucede también en la resurrección de los muertos. Sembrado corruptible, es resucitado incorruptible; sembrado en ignominia, resucita en gloria; sembrado en debilidad, resucita en poder; sembrado cuerpo natural, resucita cuerpo espiritual; pues si hay cuerpo natural, lo hay también espiritual” (1 Corintios XV, 42-44).

Tal es la esperanza del cristiano. Tal era también la esperanza de Marta. Volvería a ver a Lázaro: “Yo sé que él resucitará en la resurrección en el último día” (San Juan XI, 24). 

Luego, “nuestros huesos humillados … y rotos” (como dice el Salmo), se levantarán; y “yo, empero, con la justicia tuya llegaré a ver tu rostro; me saciaré al despertarme, con tu gloria” (Salmo 16 [17], 15).

Nuestro cuerpo, este compañero de nuestros sufrimientos, de nuestras enfermedades, de nuestra muerte…. será él también maravillosamente glorificado.

Resucitaremos, pues, y esta esperanza cierta tiene su punto de apoyo en la Resurrección del Señor Jesús; nuestro cuerpo será hecho “semejante al cuerpo de su gloria”.

Y, a la alegre esperanza de ver a Dios en nuestra carne con “nuestros ojos” se agrega la de encontrar al conjunto de los fieles glorificados y transformados: “¡Un ejército grande, sumamente grande!”—como dice Ezequiel.

“No tengáis miedo—le dijo el ángel a las mujeres en el sepulcro. A Jesús buscáis, el Nazareno crucificado; resucitó, no está aquí” (San Marcos XVI, 6).

Amén.

Domingo de Resurrección – 2024-03-31 – 1 Corintios V, 7-8 – San Marcos XVI, 1-7 – Padre Edgar Díaz