Nuestro Señor Jesucristo declaró en términos precisos que padecería el suplicio de la cruz (San Mateo 20, 19): “Taladraron mis manos y mis pies” (Salmo 21[22], 17).
“¡El Mesías crucificado!”, enfático San Pablo. “¡La Cruz! Escándalo para los judíos y locura para los gentiles” (1 Corintios 1, 23).
Según los judíos (Deuteronomio 21, 21; Gálatas 3, 13), quien moría en el infame madero no solo quedaba deshonrado para siempre, sino que, en el mismo orden religioso, era tenido por maldito y execrado. ¡De grandes delitos tenía que ser culpable quien fuese condenado a semejante muerte!
Algunas de las objeciones que ponen judíos y paganos: Si verdaderamente era Dios y quería morir, decían, ¿por qué no eligió un género de muerte honroso? ¿Por qué eligió especialmente la cruz, suplicio infame, indigno de un hombre libre, aunque sea culpable?
Y sin embargo, lo que al parecer, habría de acarrearle a Jesús desprecio duradero, le fue ocasión de una gloria sin fin. Después de Pentecostés los apóstoles no se avergonzaron de haber tenido a un crucificado por maestro.
Dos notas morales resaltan inmediatamente: por un lado, paciencia y mansedumbre perfectas y una entera resignación a la voluntad del Padre; por otro, una fortaleza heroica, que soporta las torturas más violentas.
En cuanto se pronunció la sentencia, Pilato mandó que se preparase la cruz. En la procesión hacia el Calvario iba detrás de Jesús un heraldo, que proclamaba el motivo de la condenación.
Luego, andando penosamente, agotado por el insomnio, por la falta de alimento, y más aún por las emociones, por la flagelación y por el brutal tratamiento, caminaba Jesús con su pesada cruz.
Le rodeaban cuatro soldados que hacían de verdugos y que le custodiaban hasta que lo bajaran de la cruz ya muerto. Se compara este cuadro con el sacrificio de otra víctima mansa e inocente. Isaac subió al monte cargado con la leña que había de consumirle después que recibiese el golpe de muerte (cf. Génesis 22, 6).
En las calles la turba vociferaba injurias y denuestos contra el que se había proclamado Mesías e Hijo de Dios.
Así entre los judíos como entre los romanos, las sentencias capitales solían ejecutarse fuera de las ciudades. Los únicos puntos conocidos con certeza del camino de Jesús con su cruz hacia el Calvario, son el pretorio, junto a la torre Antonia; el Calvario y el Sepulcro.
Los soldados vieron a Simón el Cireneo y le obligaron a llevar la cruz de Jesús en el resto del recorrido, no movidos de compasión hacia Nuestro Señor, pues sus almas habían olvidado la piedad, sino porque, viéndolo tan agotado de fuerzas, temieron no pudiese llegar al lugar del suplicio, no lejos de las murallas.
En los Evangelios no hay ejemplo de mujer alguna que manifieste hostilidad contra Cristo. Algunas de ellas, entre la turba que contemplaba pasar a Jesús con su cruz, de Jerusalén y no de Galilea, no temían manifestar públicamente la compasión que les inspiraba Jesús. Un edicto especial prohibía manifestaciones de este género al paso de los condenados a muerte; mas para aquellas mujeres Jesús era mucho más que un vulgar crucificado.
Olvidándose de sus propios dolores, se volvió hacia ellas: “Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, sino llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos. Porque he aquí que vendrán días en que se dirá: Bienaventuradas las estériles, y los vientres que no concibieron, y los pechos que no amamantaron. Entonces comenzarán a decir a los montes: Caed sobre nosotros; y a los collados: Cubridnos. Porque si en el madero verde se hacen estas cosas, ¿qué se hará en el madero seco?” (San Lucas 23, 28-31).
Les predijo las desgracias que a ellas mismas alcanzarían, directamente o en sus hijos, cuando la ciudad deicida, cuarenta años después, padeciese muy horribles desventuras antes de ser destruida por los romanos.
Aquí Jesús consideró la maternidad como una desgracia en aquel día terrible, a causa de las angustias que las madres padecerían por el amor a sus hijos.
Las palabras “Caed sobre nosotros, cubridnos”, dirigidas a los montes y a los collados, están tomadas del libro del profeta Oseas (cf. Oseas 10, 8), que las empleó para describir calamidades tan intolerables, que una muerte repentina parecía remedio llevadero.
San Juan en el Apocalipsis (cf. Apocalipsis 6, 16), pondrá palabras idénticas en labios de los condenados.
Jesús, para justificar su terrible amenaza, recurrió a una expresiva comparación. El árbol verde, cargado de hojas, de flores y de frutos, era Él mismo. El árbol seco, destinado al fuego, era Israel culpable e impenitente. Si, pues, Cristo, a pesar de su perfecta santidad, soportó tales padecimientos, ¿qué podrán aguardar los judíos, cuya malicia clamaba venganza del cielo? (cf. proverbios 9, 31; 1 Pedro 4, 17-18).
Después de esto Jesús volvió a su majestuoso silencio. Llegaron al Monte Calvario, o de la “Calavera”.
Por antigua costumbre, tolerada por los romanos, en el momento en que iba a comenzar el suplicio, los judíos ofrecían a los condenados a muerte una copa llena de vino mezclado con mirra e incienso. Era considerada esta mezcla como un poderoso narcótico.
Esta costumbre se fundaba en un texto bíblico: “Dad licores fuertes al que va a perecer, y vino al que tiene el corazón lleno de amargura; beba y olvide su miseria, y no se acuerde más de su dolor” (Proverbios 31, 6-7).
Cuando presentaron a Jesús este brebaje no quiso beberlo. Quien se disponía a rescatar al mundo con sus padecimientos quería soportar el último suplicio sin alivio alguno.
“Le crucificaron” (San Mateo 27, 35; San Marcos 15, 24; San Lucas 23, 33; San Juan 19,18). La crueldad humana había acumulado torturas y desplegado horrible habilidad para retardar la muerte.
Jesús fue despojado de todos sus vestidos, con tan solo un lienzo que envolvía su cintura. Se procedió luego a la crucifixión.
Las cruces no solían ser muy altas; por lo general no excedían el doble de la estatura de un hombre. El cuerpo del crucificado quedaba bastante próximo a tierra, para que los animales salvajes pudiesen devorarlo.
San Justino, Santo Doctor, que vivió en la primera mitad del siglo II (103-168), y que era oriundo de Palestina, demuestra claramente que la cruz de Jesús era verdaderamente una cruz latina, como la que comúnmente conocemos, en contraposición con la cruz en forma de X, o en forma de T.
“Es un madero derecho—dice—cuya parte superior se eleva como un cuerno (extremidad) cuando se le adapta otro madero; de cada lado, otros dos cuernos, que forman las extremidades, parecen unidos al primero. En medio lleva como otro cuerno, para servir de asiento a los crucificados”.
Sobre esta especie de caballete se izaba al condenado por medio de cuerdas o de correas. Este soporte servía de sostén al cuerpo del crucificado e impedía, que al desgarrarse las manos, el ajusticiado cayese a tierra.
De dos modos se ejecutaba la crucifixión. Algunas veces se extendía primero la cruz en tierra; los verdugos ataban a ella al condenado, y después la levantaban y fijaban en el suelo.
Pero lo más frecuente era comenzar plantando la cruz en tierra; luego se levantaba al condenado sobre la cruz, y se le clavaban manos y pies con clavos enormes; primero, las manos, en el palo horizontal, y luego, los pies en el vertical.
En Nuestra Señora de París se conserva un clavo de la Pasión que tiene 90 milímetros de largo… En la basílica de la Santa Cruz de Jerusalén, en Roma, se ve otro, que tiene 12 centímetros de largo y ocho milímetros y medio de grueso en su parte más ancha… La catedral de Tréveris conserva un clavo de forma semejante, que se dice fue donado por Santa Elena al Obispo de dicha ciudad.
“Han taladrado mis manos y mis pies” (Salmo 21 [22], 17); “Ved mis manos y mis pies; yo mismo soy; palpad y ved… Y, dicho esto, les mostró las manos y los pies” (San Lucas 24, 39). Su pies fueron clavados con dos clavos, según lo confirman San Agustín, San Jerónimo y Santa Brígida.
Era natural que “el rey de los judíos” fuese crucificado por los romanos con su corona de espinas, emblema irónico de su realeza. Cierto que era una crueldad más; pero eso daba poco cuidado a los verdugos.
¡Una crueldad más! ¿Quién podría decir todos los padecimientos que Jesús tuvo que soportar en la cruz, durante tantas horas? Era un suplicio infamante, que en el Imperio Romano se reservaba a los esclavos y a los criminales insignes; pero, sobre degradante, era atrozmente doloroso.
De todas las muertes, la de la cruz era la más inhumana. Jesús pasó las últimas horas de su vida en medio de dolores increíbles.
Los padecimientos, ya tan violentos al ser clavado con clavos amargos y acerados en órganos por extremo sensibles y delicados, crecían aún más por el peso de cuerpo suspendido de los clavos, por la forzada inmovilidad del crucificado, por la intensa fiebre que sobrevenía, por la ardiente sed producida por esta fiebre, por las convulsiones y espasmos, y también por las moscas que la sangre y las llagas atraían a centenares.
Y, con todo, como ningún órgano vital estaba herido, aunque todos los miembros estaban como en tensión, quebrantados por aquella suspensión horrible, el crucificado podía permanecer un día, dos y aun más en el cruel árbol, antes que la muerte lo libertase de tal suplicio.
Y ¿cómo describir los padecimientos morales que soportó Nuestro Señor Jesucristo durante su horrorosa agonía? Elevado sobre aquel infame madero alcanzaba a ver de más alto a una muchedumbre de gente que saciaba sus ojos con el espectáculo de la agonía.
La vista misma de su Madre amadísima y de sus abnegados amigos, a quienes sus dolores tenían sumidos en profunda tristeza, le era nuevo tormento. Moría Él gota a gota, atormentado sobremanera, pero consolado con el pensamiento de que cumplía con la voluntad del Padre y que procuraba nuestra salvación.
Mientras se hundían los clavos en aquellas manos que tantas bendiciones y beneficios habían derramado, la inocente Víctima rompía por primera vez el silencio desde su llegada al Calvario. Y no para quejarse, sino para implorar perdón para sus verdugos.
“Padre—dijo—perdónalos, porque no saben lo que hacen” (San Lucas 23, 34).
La humanidad ha contado las palabras de Cristo moribundo. Son siete, que llevan un sello de elevación, de fuerza, de ternura y dulzura infinitas. Estas siete palabras terminan la vida pública de Jesús como la habían principiado las ocho bienaventuranzas, con la revelación de una grandeza que no es de la tierra. Sino que aquí hay algo más hermoso, más desgarrador, más punzante, más divino.
Las tres primeras fueron pronunciadas al principio de la crucifixión; las cuatro restantes, poco antes de la muerte. Forman así dos series: una, tocante a las relaciones de Jesús con los hombres y con el mundo; otra, a sus relaciones con el Padre. Manifiestan una dignidad sobrehumana. En torno de Él se encarnizan la violencia y el odio para atormentarle y ultrajarle; en Él se manifiestan una paciencia divina, una majestad celestial y una confianza que no se turbará más que un instante.
“¡Padre, perdónalos!” Este generoso perdón que implora y la no menos generosa excusa que aduce, no se referían solamente a los soldados romanos, que hacían oficio de verdugos y que eran instrumentos inconscientes, sino a todos los enemigos de Jesús, y más particularmente a los judíos, que eran la causa directa de su muerte.
Su ignorancia era gravemente culpable, una ignorancia calificada, pues les habría sido fácil reconocer la misión divina de Jesús, si no se hubieran dejado cegar por el odio. En medio de sus horribles dolores, Jesús se olvidaba de Sí mismo, para no pensar más que en los pecadores de todos los tiempos, cuyos pecados expiaba.
Cuando los soldados acabaron su siniestra tarea, dividieron los vestidos de su Víctima, que la ley les adjudicaba. La túnica de Jesús era inconsútil, sin costura alguna, y la habían tejido las manos de María.
Ninguno de los soldados quería renunciar a sus derechos sobre ella, y como dividirla era destruirla, vinieron a este acuerdo: “No la partamos, sino echemos suerte sobre ella, para ver de quién será” (San Juan 19, 24). Se cumplía a la letra otro pasaje del Antiguo Testamento: “Repartieron mis vestidos entre sí, y echaron a suerte mi túnica” (Salmo 21 [22], 19).
Hecho el reparto, los verdugos se sentaron al pie de la cruz para montar guardia, para impedir que los parientes y amigos desclavasen a los ajusticiados, y tal vez los librasen de la muerte. Cuenta el historiador Flavio Josefo que así se libró un amigo suyo y volvió a la vida. Otros, en cambio, murieron a consecuencia de la crucifixión.
La crucifixión no producía inmediatamente la muerte, ya que la hemorragia era pronto contenida por la hinchazón de los miembros traspasados por los clavos; de suerte que podía prolongar largas horas la vida en la cruz.
En la parte superior de la cruz se colocaba comúnmente una tabla en que se escribía, con color rojo o negro, la causa de la condenación de los crucificados. Pilato mismo, a título de juez supremo, dictó la inscripción que se había de poner en tres lenguas: latín, la lengua oficial del Imperio Romano; en griego y hebreo (propiamente arameo), lenguas que eran habladas por el pueblo.
“Jesús Nazareno, rey de los judíos” (San Juan 19, 19). El título indica el nombre del crucificado, su patria, y el motivo de la crucifixión. Quiso la providencia que la realeza de Jesús fuese así proclamada, como un título glorioso, hasta en el instrumento de su suplicio.
Muchos judíos pudieron leer esta inscripción, no sin extrañeza de que pública y oficialmente se diese a un crucificado el título de rey de su nación. Por causa de la humillación que les inferían aquellas palabras, se dieron prisa en enviar a Pilato mensajeros que le pidiesen que mudase el texto de modo que todos pudiesen aceptarlo.
“No escribas rey de los judíos—le dijeron—sino que Él dijo: Yo soy rey de los judíos” (San Juan 19, 21). Esta nueva redacción daba al título sentido enteramente distinto; pero ahora Pilato se mantuvo firme en su resolución; y, pues nada tenía ya que temer, respondió, desdeñosamente: “Lo que he escrito, escrito está” (San Juan 19, 22).
Aquellos judíos soberbios habían puesto ahínco en que Jesús fuese condenado como pretendiente del trono, y Pilato quiere que se sepa que a título de tal lo ha hecho crucificar: Jesús, el rey de los judíos. Sin intención, estaba proclamando la verdad.
Junto a Jesús fueron crucificados, como para honrar al “rey de los judíos”, unos bandidos. Así lo permitió Dios para que se cumpliese una circunstancia notable del vaticinio de Isaías, relativo a la Pasión de Jesús: “Y fue contado entre los malvados” (Isaías 53, 12).
La turba impía le decía groserías y vulgares injurias. “De pie y mirando” (San Lucas 23, 35-39) el espectáculo con cruel alegría. Movían la cabeza en señal de desprecio, y decían: “Ah, Tú, que derribas el templo de Dios y en tres días lo reedificas, sálvate a ti mismo; si eres el Hijo de Dios, desciende de la cruz” (San Mateo 27, 40).
Si Jesús era poderoso para destruir el gigantesco edificio del templo de Jerusalén y volverlo a levantar en tres días; si, como Él afirmaba, era Hijo de Dios, el Mesías, fácil cosa había de serle descender de la cruz, sin que le fueran de estorbo los clavos que le sujetaban a ella. Ignoraban que precisamente porque era Mesías e Hijo de Dios quería permanecer en la cruz.
Si las mofas de la turba iban directamente contra Jesús, los miembros del Sanedrín hablaban entre sí de Él en tercera persona; pero por eso mismo sus insultos eran más mordaces: “A otros salvó, y a Sí mismo no puede salvar; si es el rey de Israel descienda ahora de la cruz y le creeremos. Confía en Dios; líbrele ahora, si le ama, pues dijo: Yo soy el Hijo de Dios” (San Mateo 27, 41-43).
¿Habrían creído en Él si le hubieran visto descender de la cruz? Quizá habrían atribuido también a Belcebú el milagro que con insistencia le pedían y habría tomado más cuerpo su odio.
Los ladrones junto a Él también le increparon: “Si Tú eres el Cristo, sálvate a ti mismo, y a nosotros contigo” (San Lucas 23, 39). Pero uno de ellos era “un buen ladrón”, que en esta instancia defendió a Jesús. Se encaró con el otro ladrón y le dijo: “Estando en el mismo suplicio, ¿ni aun tú temes a Dios? Y nosotros, en verdad, justamente padecemos, pues es el merecido pago por lo que hicimos; pero éste ningún mal ha hecho” (San Lucas 23, 40-41).
Como si dijera: De aquí a unas horas vamos a comparecer ante Dios, y tenemos que responder de nuestros crímenes. ¿No temes, pues, ofenderle una vez más en este momento supremo, pues insultas a este inocente?
Volviéndose, pues, a Jesús le dirigió esta súplica con expresión de fe vivísima: “Señor, cuando vengas en tu reino, acuérdate de mí” (San Lucas 23, 42). Tal es el verdadero sentido del texto griego. No se trata, pues, directamente del cielo, sino del retorno de Jesús a la tierra para fundar su reino: “Cuando el Hijo del Hombre vuelva en su gloria…” (San Mateo 25, 31).
El reino a que aludía el buen ladrón era el mismo cuyo establecimiento atribuían al Mesías. El acto de fe del buen ladrón era verdaderamente admirable, mayormente por las circunstancias en las que se hallaba Jesús. Según observa San Agustín la cruz había sido para él escuela perfecta. ¡Y cuán grande era el Maestro que le había instruido!
“En verdad te digo hoy estarás conmigo en el Paraíso” (San Lucas 23, 42). Concedía mucho más de lo que se le había pedido, pues no solo prometía al buen ladrón darle un lugar en su futuro reino cuando llegase la hora de su segundo advenimiento, sino también introducirle aquel mismo día en el “Paraíso”, es decir, en el lugar donde las almas de los justos estaban esperando que el Mesías fuese a buscarlas para conducirlas al cielo. Tal fue la segunda palabra de Cristo moribundo.
El buen ladrón tuvo el honor de ser inscrito en el catálogo de los Santos (en el Martirologio Romano, el día 25 de marzo).
La tercera palabra forma parte de una escena de mucha delicadeza y sencillez. Con el corazón traspasado se hallaba junto a la cruz María, su Madre. Con ella su hermana María, mujer de Cleofás, y madre de los apóstoles Santiago el Menor y Judas, María Magdalena y San Juan. También estaban Salomé y otras piadosas mujeres.
La Madre de Cristo padecía entonces todas las angustias que le había predicho el anciano Simeón treinta y tres años antes (cf. San Lucas 2, 34-35). A su vez, Jesús participaba de los dolores íntimos que traspasaban el alma de María, como aguda espada. Pero de su mismo dolor, Jesús sacó consuelo para su Madre.
Al lado de ella vio también a San Juan, su apóstol predilecto, fiel en el puesto de honor junto a la cruz. Queriendo entonces consolar a su Madre y templar su amargura, le dijo: “¡Mujer, he ahí a tu hijo!” (San Juan 19, 26). Y a la vez indicaba a su discípulo con una mirada. Luego dijo a éste: “¡He ahí a tu Madre!” (San Juan 19, 27).
Trueque inefablemente doloroso para María; honroso para San Juan. Los maestros de la vida espiritual se complacen en ver representados en San Juan a todos los cristianos a quienes Jesús dio en el Calvario por madre espiritual a María. Y San Juan condujo a María “consigo” (San Juan 19, 27).
Desde este momento, hasta la hora de nona (las tres de la tarde), y por consiguiente hasta el punto en que Jesús exhaló el último suspiro, se oscureció el sol, y una tinieblas, milagrosas ciertamente, envolvieron “toda la tierra”, es decir, toda Judea, y aun la Palestina entera.
Tales tinieblas no prevenían de un eclipse, pues siendo aquel día el 15 de Nisán, la luna se hallaba en su plenilunio. Era un hecho providencial, un verdadero prodigio, como si a la misma naturaleza se vistiese de duelo en el instante en que el Hijo de Dios iba a morir en una cruz. Si los hombres se le mostraban despiadados, el mundo inanimado le rendía tributo y protestaba a su manera contra aquel crimen, el mayor de los cometidos en la tierra.
Poco antes de las tres pronunció Jesús estas palabras en arameo: “Eli, Eli, lamma sabachtani? Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (San Mateo 27, 46). Grito de angustia, de indecible aflicción, que Jesús tomó del Salmo 21 [22], que contiene toda la Pasión.
Hay en este grito un profundo misterio; nuestra inteligencia no acierta a hermanar esta angustia horrible con la bienaventuranza que reinaba en el alma de Jesús. No permiten entender hasta qué punto Jesús había tomado las flaquezas de la naturaleza humana.
Pero no, Dios no le desamparaba; si Jesús habla de desamparo es para expresar mejor sus padecimientos físicos y morales y el peso abrumador de los pecados de todo el género humano. Su queja es desgarradora; pero no es una queja de desesperación, como alguien ha osado decir, sino de resignación, porque es un llamamiento al Padre, de un Hijo sumiso que, aun lamentándose, acepta la voluntad del Padre, contentándose con preguntar el “porqué” de tantos sufrimientos.
Habiendo entendido mal, algunos judíos dijeron: “¡Mirad, llama a Elías!” (San Mateo 27,47). Se imaginaban que llamaba al profeta Elías, al cual los israelitas atribuyeron siempre poder extraordinario, especialmente para socorrerles en tiempo de tribulaciones. Además, era opinión común que Elías había de desempeñar un importante papel en los días del Mesías.
Casi al mismo tiempo pronunció Jesús la quinta palabra. Uno de los tormentos más atroces de los crucificados: “Tengo sed” (San Juan 19, 28). San Juan es el único Evangelista que la cita: “Jesús, sabiendo que todas las cosas estaban ya cumplidas, para que se cumpliese la Escritura, dijo: ‘Tengo sed’” (San Juan 19, 27-28).
Quería cumplir Nuestro Señor los antiguos oráculos que habían especificado la sed como parte integrante de los padecimientos del Mesías: “Mi lengua se pegó al paladar” (Salmo 21 [22], 16); y “en mi sed me dieron vinagre de beber” (Salmo 68 [69], 22).
Uno de los presentes, movido a compasión, acudió entonces, y tomando una esponja que allí había y que quizá había servido para las abluciones de los soldados después de la crucifixión, la mojó en la mezcla de vino y mirra, la fijó en una rama de hisopo y humedeció con ella los resecos labios de Cristo. Pero los otros trataron de impedirlo, diciendo con cruel ironía: “¡Deja! Veamos si Elías viene a librarlo” (San Mateo 27, 49).
Cuando Jesús hubo gustado el brebaje, exclamó: “Todo es consumado”, es decir: “Todo se ha cumplido” (San Juan 19, 30). Ésta fue su sexta palabra sobre la cruz.
Palabra de perfecta obediencia, pues resume, en su brevedad, toda la obra de Nuestro Señor Jesucristo, predicha en los vaticinios y figuras del Antiguo Testamento, y realizada por Él punto por punto, desde que entró en el mundo por la Encarnación, hasta el postrer momento de su vida terrestre. Ahora ya puede morir el Cristo en paz e ir a descansar en el seno del Padre.
Muy poco después pronunció Jesús su séptima y última palabra, que consistió en una nueva cita tomada de los Salmos: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (San Lucas 23, 46; Salmo 30 [31], 6), palabras que expresan ternura y confianza filiales.
Con una gran voz, pues aún no le faltaban fuerzas, inclinó la cabeza y, en la plenitud de su libertad, como cuadraba al Mesías, al Hijo de Dios, exhaló su último suspiro (cf. San Mateo 27, 50; San Marcos 15, 27; San Lucas 23, 46; San Juan 19, 30).
Eran las tres de la tarde, hora en que se ofrecía en el templo el sacrificio vespertino. Todos los Evangelistas señalan la libertad y espontaneidad de la muerte de Cristo. Ninguno de ellos emplea el término: “murió”, sino que todos recurren a expresiones especiales para indicar que “dio su espíritu”, que “envió su espíritu”, que “entregó o rindió el espíritu” a su Padre con un acto soberano de su voluntad de Hombre-Dios.
Él mismo había dicho: “Ninguno me quita la vida, mas yo la entrego de Mí mismo. Tengo poder de entregarla y tengo poder de volverla a tomar” (San Juan 10, 18). Tales fueron las circunstancias en que exhaló suavemente su alma, en vez de morir por agotamiento, como los demás crucificados.
Acabamos de mencionar el sacrificio de la tarde, que consistía en la inmolación de un cordero sin mancha. Pero aquel sacrificio, a pesar de su solemnidad, en comparación con el de nuestro verdadero Cordero pascual (cf. 1 Corintios 5, 7), inmolado en el altar de la cruz, nada es.
Tenía éste un valor infinito, como el de la Víctima que en él se ofrecía; tanto más infinito cuanto el Pontífice que la ofrecía era el mismo Hombre-Dios (cf. Efesios 5, 2), Sacerdote según el orden de Melquisedec, Sacerdote y Víctima a la vez, según aquella hermosa expresión: “Sacerdote de su Víctima; Víctima de su Sacerdote”.
Y así, este sacrificio solo se ofreció una vez y reemplazó a todos los otros, que, a su llegada, desaparecieron como se desvanece la sombra ante la luz y la figura ante la realidad (cf. Hebreos capítulos 9 y 10). No es posible, pues, concebir sacrificio más perfecto ni que mejor reúna todo cuanto puede agradar a Dios, y traer del cielo a la tierra todas las bendiciones que ésta necesita.
El fin y significación de esta inmolación del Salvador en la cruz no ofrecían duda, pues el mismo Jesús los había indicado a las claras en varias circunstancias solemnes. Su muerte en la cruz era una obra de redención y de reconciliación.
Si muere y se sacrifica en este infame árbol, es para expiar los pecados de los hombres y apartar de ellos el castigo eterno que habían merecido ofendiendo al Dios de perfecta santidad y de bondad suma, y a la vez, de absoluta justicia.
Sustituyó, pues, a la humanidad culpable, para padecer en lugar de ella, como Víctima inocente, perfecta y de valor infinito, pues era Dios, los golpes de la justicia divina: “El Hijo del hombre vino… para dar su vida como rescate de muchos” (San Mateo 20, 28; San Marcos 10, 45).
“Ésta es mi sangre, la sangre del Nuevo Testamento, que será derramada por muchos para remisión de sus pecados” (San Mateo 26, 28; San Marcos 14, 24). Estas palabras son de suyo suficientes para demostrar esta magnífica doctrina profundamente consoladora, que era ya la de Isaías cuando profetizaba la pasión del Mesías; que lo fue después de los apóstoles y doctores de la Iglesia, y que sigue siendo uno de los dogmas más hermosos y más sublimes de la fe católica (Concilio de Trento).
Así, la cruz, de instrumento cruel e ignominioso, vino a ser una gloria, no solo del mismo Jesús, sino también del cristianismo, cuyo símbolo característico es desde que Jesús destruyó, clavándola en la cruz, el acta de condenación que Dios había promulgado contra nosotros (cf. Colosenses 2, 14).
Viernes Santo – 2024-03-29 – Padre Edgar Díaz