En el Jueves Santo, uno de los días más importantes de la historia de la humanidad, en la noche anterior al Sacrificio, cuando las trompetas sacerdotales, con su estridente sonido, dieron la acostumbrada señal de que era la hora de comenzar la comida, Jesús y los Apóstoles se pusieron a la mesa.
No había más convidados que los Doce. Se concibe que Jesús quisiera quedar solo en aquella ocasión solemne con los que tan eminentemente representaban a su Iglesia y ante quienes obraría la institución de grandiosos sacramentos.
Iba a conferirles una dignidad nueva a sus Apóstoles: la del sacerdocio, por la que los hacía aptos para el Sacrificio de la Santa Misa y la Eucaristía. Iba a conferirles también una dignidad real que jugaría un importantísimo papel al final de los tiempos.
“Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas. Y Yo os confiero dignidad real como mi Padre me la ha conferido a Mí, para que comáis y bebáis a mi mesa en mi reino, y os sentéis sobre tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel” (San Lucas XXII, 28-30).
Con delicada bondad les prometió Jesús, en testimonio de su reconocimiento, como herencia cierta, dicha y gloria eterna en su reino. En vísperas de su muerte ignominiosa les hace estas magníficas promesas y les distribuye tronos y coronas.
Les había prescrito el ejercicio de la humildad; les había dicho que Él estaba “… como quien sirve” (San Lucas XXII, 27); y ahora, esta humildad la va a predicar con el ejemplo: el lavatorio de los pies.
“Sabiendo Jesús que su hora había llegado para pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin” (San Juan XIII, 1).
Les había dado innumerables pruebas de este amor; pero, antes de separarse de ellos, quiere dejarles un recuerdo de un orden enteramente nuevo: el amor hasta el fin, o, como también puede traducirse, el amor hasta el exceso, o hasta el más alto grado.
Entonces, el Hijo de Dios, teniendo pleno conocimiento y persuasión de su divinidad, se abatió hasta hacer con los humildes mortales oficios de esclavo. Comenzó por servir a San Pedro.
“No me lavarás los pies jamás” (San Juan XIII, 8), dijo el orgullo de Pedro. “Si no te lavare los pies no tendrás parte conmigo” (San Juan XIII, 8), lo que venía a decir que sería excluido de la comunión y amistad con Él, pues en adelante, no podría haber ninguna relación de intimidad entre un Maestro y un discípulo que se negaba a acatar sus órdenes.
El acto simbólico de Jesús de lavarles los pies figuraba el espíritu de humildad y caridad que debe reinar entre todos los cristianos, y el Apóstol, quien luego sería el Primer Papa, no podía oponerse a este principio sin romper con Jesús.
Cuando Pedro tomó conciencia de esto exclamó: “Señor, no solamente mis pies, mas también las manos y la cabeza” (San Juan XIII, 9). “No—le dijo. El que está lavado no es menester sino de lavarse solo los pies, pues está todo limpio” (San Juan XIII, 10). Les daba una lección sobre cuánto debían estar limpios de corazón, la santidad que les pedía a los suyos, para la recepción de la divina Eucaristía.
“Y también debéis lavaros los pies unos a otros. Porque Yo os he dado el ejemplo para que vosotros hagáis también como Yo he hecho” (San Juan XIII, 14-15), figura de la caridad fraterna que debe haber entre los cristianos, para la digna recepción de la Eucaristía, y de la caridad que el sacerdote debe tener para con ellos. Luego, por tercera vez, dijo: “No es el siervo más que su Señor” (San Juan XIII, 16).
“Y vosotros estáis limpios, pero no todos” (San Juan XIII, 10). Vosotros estáis limpios …, no tenéis ninguna falta grave de que reprenderos, por lo que basta que os limpiéis solo los pies, las faltas ligeras (los pecados veniales). Pero de Judas, hizo una restricción dolorosa: “…pero no todos”.
Al hablar de esta manera hacía un llamamiento indirecto al traidor, que estaba presente, con el alma horriblemente manchada de pecado mortal.
“Sé a quienes escogí” (San Juan XIII, 18), dijo Jesús. “Llamó a los que quiso” (San Marcos III, 13), nos relata San Marcos. ¿Por qué llamó a un traidor?
En cuanto a Judas, Jesús no fue ni sorprendido ni engañado por su traición: “el que come el pan conmigo, levantará contra mí su calcañal” (San Juan XIII, 18). Lo había elegido con entero conocimiento, pues sabía de antemano su traición.
No obstante, lo había elegido para conformarse con los planes divinos. Dios quiso y eligió a Judas, a través de cuyas malas acciones no retractadas, obraría sus planes.
En efecto, la traición de Judas, predicha ya por antiguos vaticinios, fue un acto plenamente libre y voluntario. Judas podría haber dicho que no a su perversidad; sin embargo, se permitió seguir adelante. Y fue tanto más culpable cuanto aquella noche no le faltaron advertencias de parte de Jesús para que se arrepintiera.
En el drama de la Pasión de Nuestro Señor Judas no fue el único traidor. También lo fue la ciudad de Jerusalén, quien después de exclamar “hosanas” en el día de su entrada triunfal a la ciudad, expresó su crudísima contradicción el Viernes Santo.
En el pasado, la historia de Jerusalén fue la de un muy tierno amor de parte de Dios, que la había colmado de beneficios; en el drama de la Pasión, la historia de Jerusalén es de mucha ingratitud e incredulidad, que terminaría en Getsemaní y en el Gólgota; y después de eso, la historia de Jerusalén sería de terribles pero justas represalias del cielo.
La historia de Judas es semejante. En el pasado, había sido colmado de beneficios. Nacido en el seno del Pueblo Elegido de Dios, Israel; elegido por Jesús para formar parte de los Doce Apóstoles.
En la Última Cena, después de haber conocido la Verdad, Nuestro Señor Jesucristo, esa historia pasada se tornó en ingratitud e incredulidad. Estas actitudes desencadenaron propiamente la traición: “¿Qué me dais, y yo os lo entregaré?” (San Mateo XXVI, 15).
En desagravio por tan tremendo desaire para con Dios, el futuro inmediato le traería a Judas trágicas y terribles pero justas represalias del cielo. Sufriría esa misma noche una funesta muerte.
“¡Ah si en este día conocieras también tú lo que sería para la paz! –le dijo Jesús a Jerusalén. Pero ahora está escondido a tus ojos”.
“Porque vendrán días (en que) … no dejarán en ti piedra sobre piedra … Porque no conociste el tiempo en que has sido visitada” (San Lucas XIX, 42-44).
Estaba escondido a los ojos de Judas también lo que sería para su paz, si hubiera aceptado las moniciones de Jesús. Podría haber sido ordenado sacerdote y consagrado obispo, como los demás, pero parece que no lo fue.
San Pedro indica que “él pertenecía a nuestro número y había recibido su parte en este ministerio” (Hechos I, 17), lo que puede dar a entender que sí había sido ordenado sacerdote, pero Jesús le había indicado antes “lo que vas a hacer hazlo pronto” (San Juan XIII, 27), y por eso se cree que no llegó a ordenarlo, pues ya no estaba presente en la Institución de la Santa Misa y de la Eucaristía.
Podría haber gozado también de ver a Nuestro Señor resucitado, de ser parte del colegio apostólico constituido, de haber estado presente en Pentecostés, y de ser parte de la Iglesia. Judas nunca supo todo esto.
Porque “mientras cenaban … el diablo había ya puesto en el corazón de Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarle …” (San Juan XIII, 2). Poner en el corazón es inspirar para poder entrar.
Y “Satanás entró en Judas (llamado Iscariote), que era del número de los Doce” (San Lucas XXII, 3). “Y entonces, detrás del bocado, entró en él el Adversario…” (San Juan XIII, 27). ¡Terrible Misterio!
¿Por qué no entiende el traidor la especial gracia de conversión que día a día Dios le ofrece?
Jerusalén volvió la espalda al esplendor del triunfo de Jesús en el Domingo de Ramos.
Judas escupió en la cara a Jesús con su traición, y se perdió la ordenación sacerdotal y la consagración episcopal que Jesús magnánimamente le tenía destinado.
Como Jerusalén, y Judas, también hay historias de traición entre los católicos de hoy. Sucede que algunos de ellos abandonaron la verdad por dejarse arrastrar por los pérfidos vientos de la herejía.
Estos pérfidos vientos les llevaron a hacerse cómplice de sacerdotes que manipulan sino niegan algunos dogmas de la Iglesia. En concreto, el Dogma de la Infalibilidad, al decir misas una cum un falso Papa, o ser dichas por “sacerdotes” no válidamente consagrados.
Les llevan a asistir a misas adulteradas, como la de Juan XXIII, o inválidas, como la del Novus Ordo de Pablo VI; a creer en la falsedad de la posición que mantiene que las consagraciones y ordenaciones de la línea de Mons. Thuc son inválidas.
Les llevan a quedarse “solo en casa” asumiendo paridad con la autoridad y jerarquía de la Iglesia; y a desacreditar y malinterpretar el Dogma de la Segunda Venida de Nuestro Señor Jesucristo en contra de su Reino en la tierra.
Estas son algunas de las más graves consecuencias para quien traiciona la verdad.
¿Por qué se obstina el traidor en cerrar los ojos a la luz?
Jerusalén tuvo su última oportunidad de ver la luz, la de reconocer a Jesús por Mesías, en su entrada triunfal a la ciudad.
Judas no vio la última luz que se le ofrecía de arrepentirse de su traición y se perdió en las tinieblas.
Algunos de los fieles hoy no alcanzan a apreciar la intensidad de la luz que se les irradia, por causa de su ceguera y estrechez. Prefieren refugiarse en la infidelidad de sus propias tinieblas.
Algunos cayeron; y los hemos visto caer a nuestro lado, por el rechazo de la gracia de Dios; por el pecado en contra de la luz del Espíritu Santo. Son tiempos muy resbaladizos.
Si se rechazan los beneficios—y más aún si es el último beneficio—todos los males se siguen irremediablemente.
Todo se cumplió a la letra para Jerusalén, según las profecías, por rechazar su beneficio. A la bondadosa visita de su Salvador en el Domingo de Ramos sucedió la visita terrible de su Juez: total destrucción de la Ciudad y su Templo, cuarenta años después.
Para Judas sucedió su ignominiosa muerte colgándose de un árbol. Relata San Pedro: “Habiendo, pues, adquirido un campo con el premio de la iniquidad, cayó hacia adelante y reventó por medio, quedando derramadas todas sus entrañas” (Hechos I, 18).
¡Espantosa muerte del traidor por tan abominable pecado! ¡“Fue, y se ahorcó”! (San Mateo XXVII, 5).
Algunos de los fieles católicos hoy lamentablemente han emprendido un camino de constante declinar que lleva a una total destrucción e ignominiosa muerte por contrariar la gracia que día a día se les brinda.
Así, después de haber estado en el verdadero catolicismo, han tornado su mirada hacia atrás: al engaño de la Fraternidad de San Pío X, como también al de otras instituciones y sacerdotes, que disimuladamente comparten la herejía de la falsa Iglesia del Vaticano II, de la que inicialmente se habían apartado.
¿Cómo conciliar las contradicciones en la que cae el traidor?
Jerusalén prorrumpió en “hosanas” y “crucifícalo” (cf. San Mateo XXVII, 22.23) casi al mismo tiempo.
“El que conmigo pone la mano en el plato, ese me entregará” (San Mateo XXVI, 23). Judas “mojó con Jesús en el plato” (San Marcos XIV, 20); “comió su pan” (San Juan XIII, 18), y más tarde “le besó” (San Mateo XXVI, 49).
¡Cuán tornadizo es el espíritu de los hombres! Hombres volubles, sin convicción profunda, que mudan su opinión según el viento y dejan ver sin darse cuenta sus perversas intenciones que muy bien disfrazan por mucho tiempo.
¿Quién hubiera podido sospechar que sentimientos tan leales como los de la bienvenida de Jerusalén pudieran transformase tan pronto en las más crueles torturas físicas y morales?
Jerusalén y Judas vieron que Jesús no era el Mesías que ellos se habían imaginado. Algunos fieles hoy suponen que seguir a Cristo les proporcionaría lo mismo que ofrece el mundo. Pero al no encontrar satisfacción en ello se desilusionan y vuelven atrás.
San Agustín dice que esta tentación espiritual de entregar a Jesús se llama “sugestión”. El diablo inspira sugestiones y las mezcla con los pensamientos humanos al punto tal que es casi imposible poder distinguirlos.
Sus sugestiones llevan a desgracias y destrucción, como la que experimentó Jerusalén; y a convertirse en diablos, y sufrir una muerte ignominiosa, como fue el caso de Judas.
Hay un mal espíritu que anda rondando en nuestras comunidades buscando a quien devorar (cf. 1 Pedro V, 8). La carne muere, pero el mal espíritu sigue vivo.
¿Cómo debería ser castigado quien después de la verdad enseñada y de los afectos prodigados muestra un empeño en traicionar esos beneficios?
“Mi alma está triste hasta la muerte” (San Mateo XXVI, 38). “Jesús se turbó en el espíritu” (San Juan XIII, 21). “Comenzó a entristecerse y angustiarse” (San Mateo XXVI, 37).
Cuando una causa urgente obliga a separar a los falsos hermanos antes de recoger la mies, no puede hacerse esto sin que la Iglesia se entristezca.
¿Cómo debe ser castigado el que se acerca a su mesa fingiéndose amigo siendo enemigo?
“Y adelantándose un poco, se postró con el rostro en tierra, orando y diciendo: ‘Padre mío, si es posible, pase este cáliz lejos de Mí; mas no como Yo quiero, sino como Tú’” (San Mateo XXVI, 39).
Debía aceptar la voluntad de su Padre.
*
Jueves Santo – 2024-03-28 – 1 Corintios XI, 20-32 – San Juan XIII, 1-15 – Padre Edgar Díaz