sábado, 1 de junio de 2024

El Primer Obispo de Jerusalén - p. Edgar Díaz

Santiago el Menor, Apóstol
Primer Obispo de Jerusalén
Su Discurso

Un sábado uno de los fariseos dio un banquete al que invitó a Jesús (cf. San Lucas XIV, 1). Uno de los convidados al banquete exclamó “¡Feliz el que pueda comer en el Reino de Dios!” (San Lucas XIV, 15).

La ocasión le dio pie a Jesús para enseñarles una parábola: “un hombre dio una gran cena a la cual tenía invitada mucha gente” (San Lucas XIV, 16).

Los primeros invitados se excusan ante la invitación (cf. San Lucas XIV, 18) y el hombre manda a invitar a otros (cf. San Lucas XIV, 21-23).

La interpretación tradicional de esta parábola es—como enseña San Cirilo—que los primeros invitados son los judíos que rechazaron a Jesús, y los otros los pueblos paganos en su reemplazo.

El gran festín es el Reino del Mesías, la Iglesia Católica, ya sea aquí en la tierra, como en su consumación en el cielo. 

Mas para los primeros, los jefes de los judíos, no hay interés en el Reino del Mesías. Nuestro Señor Jesucristo fue rechazado e hicieron que el pueblo también lo rechazara por una connivencia con el mal: 

“¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! Porque cerráis el reino de los cielos delante de los hombres, pues ni vosotros entráis, ni dejáis entrar a los que están entrando” (San Mateo XXIII, 13).

En el umbral de su segunda venida ocurre como ocurrió entonces, no entran, ni dejan entrar. Las señales ya están dadas y quien da el festín dice: “Venid, porque ya todo está pronto” (San Lucas XIV, 17).

Ante el rechazo de los primeros, quien da el festín manda: “Compele (tú) entrar … para que se llene la casa del Señor” (San Lucas XIV, 23). Es decir, da (tú) las razones por las que se debe amar la Parusía de Nuestro Señor y deja entrar.

“Nadie sabe el día ni la hora” (San Mateo XXIV, 36), responden. Es verdad; pero sí se saben las razones; sí se ven claramente los signos de los últimos tiempos; sí se ve la gran apostasía.

No alentar este amor tan determinante por la Parusía tiene consecuencias irreparables, y en esto, es preferible faltar por exceso que no por defecto.

La excelencia de los Santos Doctores de la Iglesia es la predicación del Evangelio. Muchas veces anunció Jesucristo que encontrarían grandes obstáculos:

“Todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús serán perseguidos” (2 Timoteo III, 12).

La instigación al mal del judaísmo-sionista, tanto para con los de su propio pueblo como para el resto de la humanidad, es efectuada a través de la manipulación de las Sagradas Escrituras, ya sea quitando libros o cambiando palabras.

Así surgieron varios movimientos—creaciones del judaísmo-sionista—para llevar adelante este maquiavélico intento. 

Al judaísmo que no cree que Jesucristo es el Mesías se les cierra las puertas quitando y tergiversando las Escrituras del Antiguo Testamento (que ellos llaman Biblia Hebrea). De esta manera se le dificulta al pueblo de corazón sincero el acceso a llegar a identificar a Jesucristo con el Mesías esperado.

Pero para el judaísmo-mesiánico que cree en Jesucristo como el Mesías de Israel el atajo es presentarlo como que no vino para perfeccionar la Ley.

Por eso, estos falsos cristianos siguen observando el Sábado en vez del Domingo y niegan el Dogma de la Divinidad de Cristo y, en consecuencia, el de la Santísima Trinidad, así como los protestantes. Todo esto es tendencioso. Oposición a la Iglesia Católica.

Cada uno de estos grupos tiene su propia Biblia. La Biblia Israelita Nazarena es la de los judíos-mesiánicos, y así como la Biblia propia de cada grupo protestante en su mayoría, en lugar de tener los 73 libros canónicos de la Biblia Católica, tiene 7 libros menos.

Del Antiguo Testamento, por no considerarlos sagrados, quitaron: Tobías (por el Arcángel Rafael), Judit, Primer y Segundo Libros de los Macabeos, Baruch, Eclesiástico (o Sabiduría del Sirácida) y Sabiduría (de Salomón).

La Septuaginta (o Vetus Testamentum Graece iuxta LXX), generalmente abreviada LXX, es la traducción más antigua existente en griego koiné de los libros hebreos y arameos de la Biblia Hebrea.

En Alejandría, alrededor del año 130 antes de Cristo, los judíos se vieron en la necesidad de traducir sus escrituras al griego por haber olvidado el hebreo. La traducción fue hecha en base a los libros sagrados que utilizaban los judíos al momento. 

La Iglesia católica de los primeros siglos adoptó la Septuaginta como “escritura sagrada”, sin reserva alguna.

La mayoría de los textos del Antiguo Testamento citados por los Evangelistas y los Apóstoles—especialmente San Pablo en su defensa del Evangelio ante los judíos—pertenecen a la traducción de los LXX.

La Septuaginta constituye, entonces, un testimonio de fundamental importancia para remontarse al pasado más remoto de los textos del Antiguo Testamento, venerados por el pueblo de Israel en épocas anteriores al Señor Jesús, e incluso leídas, escuchadas de boca de los rabinos y maestros y estudiadas por el mismo entorno del Salvador, y constituye hoy el canon del Antiguo Testamento que adoptó la Santa Iglesia Católica desde siempre.

Después de la destrucción del Templo de Jerusalén (70 d. de C.) hubo una supuesta asamblea de rabinos en Jamnia. La existencia de esta asamblea fue propuesta por Heinrich Graetz en 1871 como justificación de la desaparición de las Biblias protestantes de los 7 libros del Antiguo Testamento ya mencionados.

Actualmente no se considera un hecho probado que dicha asamblea haya existido, donde supuestamente se discutió sobre el estatus sagrado de estos libros, es decir, si pertenecían o no a la Biblia.

En la refutación de la teoría de Graetz efectuada por Jack Lewis se lee que el Concilio de Jamnia es una hipótesis para explicar el cierre del canon hebreo excluyendo los libros mencionados. 

Pero el debate por los libros de los judíos aún sigue en pie, lo que prueba que aún no hay canon establecido de los libros sagrados de los judíos.

La Iglesia Católica adoptó el canon del Antiguo Testamento de los judíos antes de Jesucristo, mientras que los protestantes y judíos-mesiánicos, inducidos por los judíos-sionistas a la manipulación de los textos, el canon posterior a Nuestro Señor así como supuestamente fue presentado en Jamnia.

La razón es justificar lo que no es conveniente afirmar, tal como que los judíos mataron al Justo (cf. Sabiduría II, 12).

Además de esto, los judíos-mesiánicos y los protestantes cambiaron algunas palabras y conceptos ya establecidos por la Iglesia Católica.

Así, en vez de “cruz” se pone “madero” (cf. San Mateo XXVII, 40); en vez de “Señor” se pone “Yahweh” o “Jehová”; en vez de “Espíritu Santo” se pone “espíritu de santidad” (con minúsculas), que junto a llamar Yosef a San José y Myriam a la Santísima Virgen María, conforman el propósito de negar la concepción virginal por el Espíritu Santo.

“Bautizad en el Nombre del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo” (cf. San Mateo XXVIII, 19) es reemplazado por “sumergid todas las naciones en mi nombre”. Esta sustitución afecta al Bautismo.

En vez de “te aseguro hoy estarás en el paraíso” (cf. San Lucas XXIII, 43), se tiene “te aseguro hoy: estarás en el paraíso”. Este aparente insignificante cambio de puntuación elimina la posibilidad de infierno y purgatorio (“estarás en el paraíso, te lo aseguro hoy”), de donde los protestantes concluyen que todos van directamente al cielo.

En vez de “el Verbo era Dios” (cf. San Juan I, 1) se pone “el Verbo es poderoso”. Es decir, no es igual a Dios, no es Dios, y con esto se niega la Santísima Trinidad.

Bajo la autoridad del Primer Papa, San Pedro, el Primer Obispo de Jerusalén, el Apóstol Santiago el Menor, usando las auténticas escrituras, tomó la palabra y dijo:

“Simón (San Pedro) ha declarado cómo primero Dios ha visitado a los gentiles para escoger de entre ellos un pueblo consagrado a su nombre” (Hechos de los Apóstoles XV, 14). 

Santiago reafirma las palabras de San Pedro que insiste en que desde siempre los gentiles fueron considerados por Dios:

“Vosotros sabéis que desde días antiguos Dios dispuso entre vosotros que los gentiles oyesen por mi boca la palabra del Evangelio y llegasen a la fe—dice San Pedro” (Hechos de los Apóstoles XV, 7).

Dios había dispuesto que junto a los judíos entrasen también los gentiles a la Iglesia Católica. 

No ya como nación (como el caso de los judíos) sino por elección individual de los escogidos para ser hijos de Dios, que son “los que creen en su Nombre” (San Juan I, 12).

El discurso del Apóstol Santiago enfatiza, luego, la disposición de Dios desde siempre de la entrada de los gentiles al nuevo pueblo santo, la Iglesia Católica.

Esta disposición es de hecho anterior a lo anunciado por el profeta Amós al pueblo de Israel: “En aquel día levantaré el tabernáculo de David, que está por tierra … y lo reedificaré como en los días antiguos” (Amós IX, 11).

Si bien el sentido literal de estas palabras ha de aplicarse a la restauración del pueblo israelita, dice la Biblia Nácar-Colunga: 

“Después de tantas amenazas (del profeta al pueblo), Amós termina con una dulce promesa, la restauración de la tienda de David, es decir, de su reino ... Semejante promesa implica la promesa del Mesías y de su Reino—la Parusía—así como lo interpreta el Apóstol Santiago”.

Así lo interpreta el Apóstol Santiago en su discurso. Citó libremente al profeta Amós, y para precisar mejor su sentido, le añadió algunas palabras propias:

“Después de esto, volveré” (Hechos de los Apóstoles XV, 16). Es decir, después de la visita de Dios a los gentiles a través de la Santa Iglesia Católica. 

Y continúa el Apóstol Santiago, ahora con las palabras del profeta Amós: “y reedificaré el tabernáculo de David que está caído … lo levantaré de nuevo” (Hechos de los Apóstoles XV, 16). 

Después del ingreso de los gentiles al verdadero pueblo de Dios, la Israel de Dios, la Santa Iglesia Católica, después que “el tiempo de los gentiles haya llegado a su fin” (San Lucas XXI, 24) … “Volveré” (Hechos de los Apóstoles XV, 16), dice el Señor, en el discurso dado por el Apóstol Santiago.

En pocas palabras, después de la predicación del Evangelio por más de 2000 años a los gentiles, el Señor volverá, y con ello ocurrirá la profecía de Amós, que sintetizando es la conversión final del pueblo judío y su ingreso a la Iglesia Católica.

Quedan, pues, aún sin cumplir, las profecías de gloria para Israel: “Sal enseguida a las calles … y tráeme los pobres, y lisiados, y ciegos, y cojos …” (San Lucas XIV, 21).

En el mundo, aún permanecen cerrados los ojos de los ciegos, tapados los oídos de los sordos, inmóviles las piernas de los cojos, mudos los labios de los mudos, desierto y sin agua el desierto y la tierra árida (cf. Isaías 35, 5).

Pero llegado el momento, en el “suelo abrasado” (cf. Isaías 35, 7) por la ira de Dios, “habrá una senda, una calzada, que se llamará camino santo … y los que siguen este camino … no se extraviarán” (Isaías 35, 8).

Ese camino santo es la Parusía. Las profecías de gloria ocurrirán en la Parusía, como enseña San Pablo: 

“Os digo un misterio: No todos moriremos, pero todos seremos transformados … a la trompeta final; porque sonará la trompeta (del ángel del Apocalipsis) y los muertos serán resucitados incorruptibles, y nosotros seremos transformados” (1 Corintios XV, 51-52).

San Agustín y San Jerónimo sostienen que se librarán de la muerte los amigos de Cristo que vivan en el día de su segunda venida (cf. 1 Corintios XV, 23.53-54). Así lo indica también Santo Tomás de Aquino (cf. I-II, Q. 81, art. 3 ad 1). 

El Padre Bover dice al respecto: “Existen varios textos del Apóstol (San Pablo) que parecen afirmar que los fieles de la última generación serán gloriosamente transformados, sin pasar por la muerte... Tratándose de textos suficientemente claros y de una interpretación hoy día corrientemente admitida por exégetas y teólogos, bastará citarlos”.

“Pues esto os decimos con palabras del Señor: que nosotros, los vivientes que quedemos hasta la Parusía del Señor, no nos adelantaremos a los que durmieron. Porque el mismo Señor, dada la señal, descenderá del cielo, a la voz del arcángel y al son de la trompeta de Dios, y los muertos en Cristo resucitarán primero. Después, nosotros los vivientes que quedemos, seremos arrebatados …” (1 Tesalonicenses IV, 15-18).

En la Parusía resucitarán los muertos (los santos) y serán arrebatados los vivos (los justos). “Esto os decimos con palabras del Señor”, indica San Pablo.

En la Parusía habrá “vivos y muertos (resucitados)”. Esta expresión, que encontramos en el Credo, es tomada del Libro de los Hechos de los Apóstoles:

“Él nos mandó predicar al pueblo y dar testimonio de que Éste es Aquel que ha sido destinado por Dios a ser juez de los vivos y de los muertos” (Hechos de los Apóstoles X, 42).

“Es entonces un hecho—dice Santo Tomás de Aquino—que Cristo es el juez de vivos y muertos, ya sea que entendamos por muertos a los pecadores y por vivos a los que viven rectamente, ya sea que con el nombre de vivos se comprenda a los que entonces (en la Parusía) vivirán, y con el de muertos a todos los que (ya) murieron (y resucitarán en la Parusía)”.

“Te conjuro delante de Dios y de Cristo Jesús—le dice San Pablo a Timoteo—el cual juzgará a vivos y a muertos, tanto en su aparición como en su reino” (2 Timoteo IV, 1). Tanto en su parición (Parusía), como en su Reino.

“Porque para esto Cristo murió y volvió a la vida (la resurrección), para ser Señor así de los muertos como de los vivos” (Romanos XIV, 9). 

Hay distinción, entonces, de vivos y muertos entre los que conforman su Reino. Si su venida se identificara con el Juicio Final, ¿por qué hablar de vivos y muertos si en el Juicio Final ya todos estaremos muertos?

“Volveré” (Hechos de los Apóstoles XV, 16), añadió el Apóstol Santiago a la profecía de Amós. 

Y para que me vean y entren al Reino—dice el Señor—os he indicado “el camino santo”, es decir, el amor por mi regreso, para que se cumplan las profecías de gloria, y quien siga “este camino … no se extraviará” (Isaías 35, 8).

“¡Feliz el que pueda comer en el Reino de Dios!” (San Lucas XIV, 15).

“Haz, Señor, que profesemos siempre un gran respeto y un gran amor a tu Santo Nombre; ya que jamás retiras tu dirección a los que una vez has cimentado en la base inconmovible de tu amor” (Oración Colecta).

Si es necesario retractarse lo haremos; pedimos a Dios clemencia para todos los hombres de buena voluntad.

“Libra, Señor, mi alma de los labios injustos y de la lengua engañadora” (Salmodia).

¡Ven pronto, Señor, Jesús, junto con tu Madre, la Reina!

Amén.

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Domingo II después de Pentecostés – 2024-06-02 – 1 Juan III, 13-18 – San Lucas XIV, 16-23 – Padre Edgar Díaz