sábado, 16 de noviembre de 2024

A los de Tesalónica - p. Edgar Díaz

San Pablo - Valentín de Boulogne - 1591-1632

Inmediatamente después de la ascensión de Nuestro Señor Jesucristo a los cielos los cristianos aprendían la doctrina cristiana solamente a través de la tradición oral.

Los Evangelios no habían sido escritos todavía, se conocían solo a nivel oral. Las cartas de San Pablo recién se escribieron a partir del año 52 y el magisterio de la Iglesia apenas comenzaba a desarrollarse.

Tesalónica era una importante ciudad del Imperio Romano. En el segundo viaje apostólico de San Pablo apenas pudo detenerse allí por un breve tiempo, por causa de la sedición de los judíos. Por eso, posteriormente, les dirige una carta expresándoles el afecto que sentía por ellos.

Los cristianos de Tesalónica brillaban por su valentía en la fe y en las buenas obras. La carta era para confirmarlos en los fundamentos de la fe y la vocación a la santidad, y consolarlos acerca de los muertos (pues pensaban que ya no verían más a Jesús), con admirables anuncios que les revela la resurrección, y la segunda venida de Cristo.

San Pablo expresa a Dios su vivo reconocimiento por las grandes cualidades de estos primeros cristianos.

Era una comunidad bien organizada “que estaba en Dios Padre, y en Jesucristo, el Señor” (1 Tesalonicenses I, 1), es decir, que tenía su nacimiento en el designio divino, y su existencia se movía providencialmente en la esfera sobrenatural.

San Pablo da gracias a Dios por el evidente signo de salvación de esta comunidad que mostraban a través de la práctica de las virtudes eminentemente cristianas: “Gracia y Paz a vosotros” (1 Tesalonicenses I, 1).

Dios le muestra al hombre el camino de la virtud, y quien los sigue, se justifica ante Él. El buen comportamiento del hombre por la práctica las virtudes, lo santifica ante Dios. El querer ser virtuoso es signo de salvación.

A pesar de servirse solo de la tradición oral, las comunidades cristianas del primer siglo comprendían muy bien las nociones fundamentales de la doctrina, tales como la justificación ante Dios, o la santificación querida por Dios por medio de la deserción del pecado y la práctica de las virtudes. 

Su fe era simple; sin rodeos, ni escrúpulos, ni disquisiciones filosóficas. Creían simplemente la doctrina que se les presentaban, y no la cuestionaban. Sin esa simple fe habrían sucumbido ante el pagano mundo y los ataques del judaísmo que les rodeaba.

La acción de gracias de San Pablo a Dios (cf. 1 Tesalonicenses I, 2) es ofrecida en su nombre y en el de sus dos compañeros de trabajo, “Silvano y Timoteo” (1 Tesalonicenses I, 1).

San Pablo tiene el gozo de agradecer al Autor de todo bien, porque todos sus lectores, sin excepción, han manifestado admirables disposiciones para convertirse al cristianismo.

El primer motivo que enumera es la bellísima trilogía de las virtudes teologales, la fe, la esperanza, y la caridad, que tenían los Tesalonicenses.

Esta hermosa trilogía es un excelente resumen del cristianismo y de los deberes que impone, de tal modo que sin ellas no hay espíritu cristiano, y cuya práctica, es la base de toda la perfección evangélica.

Primeramente, la fe. Primeramente, no se le exige al hombre las obras de la ley, sino la fe en Dios, que se posee en Cristo, a través de su muerte en la cruz. Esta justificación ante Dios Padre solo se debe a la gracia de Dios y es un don gratuito de elección.

Después de creer en Dios, se le exige al hombre las obras de la fe. Éstas deben ser ostentadas, para mostrar a través de ella esa fe en Dios. 

Refiriéndose a las obras de los Tesalonicenses, San Pablo no lo hace en plural, sino en singular: “Nos acordamos ante Dios y Padre nuestro de la obra de vuestra fe” (1 Tesalonicenses I, 3).

Este modo de hablar, en singular, remarca que no se trata tanto de sus múltiples obras buenas, que pueden haber hecho por espíritu de fe, sino de una obra concreta hecha en conjunto, la cual, probablemente sea, como lo piensa San Juan Crisóstomo, la firmeza viril de los Tesalonicenses.

La fe debe estar siempre activa. Ninguna dificultad, o persecución, podía hacer tambalear su constancia. Según San Pablo, en muchos lugares, como también Santiago, “si la fe no produce obras es muerta” (Santiago II, 17).

Dios justifica al hombre; el hombre es justificado por Dios. Quien “cree en Aquel que justifica al impío, su fe (en Dios) se le reputa (se le considera) por justicia” (Romanos IV, 5). No cualquier obra buena, sino aquellas que son hechas por la fe.

Su fe queda reputada de reputación. Este hombre se distingue por su fe. Se reputa su fe como justicia ante Dios, y esto es un don gratuito, según el beneplácito de la gracia de Dios. Dios, en justicia, lo hace justo por su fe, y por las obras buenas que de ella derivan.

Entonces, la gracia tiene que ver con la amistad con Dios. ¡Uno debe saber esto! “Abraham creyó en Dios, y le fue imputado a justicia, y fue llamado, amigo de Dios” (Santiago II, 23).

La crucifixión de Nuestro Señor en la cruz es la causa de la justificación ante Dios. La fe en Jesucristo es una ley de reputación, una ley mayor que la judaica del Antiguo Testamento, perfeccionada por Jesucristo.

Cuando el impío acepta los méritos de Jesucristo en la cruz, cuando reconocer que Él murió para salvarlo, queda santificado. Y en el siglo I esto se sabía. Se sabía por predicación.

Esto era lo que les enseñaban a los primeros cristianos. Cristo, por su pasión, justifica al hombre ante Dios: “Delante de Él ningún hombre será justificado por solo las obras de la ley” (Romanos III, 20). 

Ante Dios, y Nuestro Señor, nadie será justificado por la antigua ley de los judíos, ni por la ley natural, los diez mandamientos inscritos en el corazón, porque la ley solo sirve para “conocer el pecado” (Romanos III, 20).

Después de la muerte en cruz de Nuestro Señor ya nadie puede ser justificado, ni por la ley natural, ni por la ley antigua judía, sino solo por sus méritos.

Los primeros discípulos sabían muy bien esta verdad y de eso se hablaba en las primeras comunidades cristianas del siglo I en sus reuniones.

Jesucristo en la cruz es quien llevó la pena de nuestros pecados en su cuerpo, a fin de que nosotros, muertos a los pecados, vivamos en justicia, y Él es quien por cuyas llagas fuimos sanados (cf. 1 Pedro II, 24).

Si los primeros cristianos estaban muertos al pecado por la fe que tenían en los méritos de Cristo, hoy en día, en pleno siglo XXI, la noción de morir al pecado, o de tener que evitar cometer pecado mortal está prácticamente olvidada.

Hay una tendencia a la mentalidad de vivir sumergido en el pecado. Es vivir estando muerto. Exclama San Juan Crisóstomo:

“¡Ay! ¿Qué hacen los cristianos? Dan a los negocios del mundo todas las horas del día, y no reservan ni un momento para pensar en Dios, y en su salvación. Nos traicionamos a nosotros mismos entregándonos por entero a los que no puede seguirnos en la otra vida”.

A los del siglo XXI San Pablo les dice:

“Considerad también vosotros (como los del primer siglo) que realmente estáis muertos al pecado” (Romanos VI, 11). Estamos muertos al pecado por el bautismo, es decir, no tendríamos que pecar más, y tendríamos que vivir a cada momento de nuestras vidas para Dios, en Jesucristo Nuestro Señor.

El bautismo nos hace morir al pecado, a no estar sumergidos en el pecado mortal.

Continuando con el elogio de la práctica de la trilogía de las virtudes teologales de los de Tesalónica, San Pablo da gracias también por su caridad: “Nos acordamos ante Dios y Padre nuestro … del trabajo de vuestra caridad” (1 Tesalonicenses I, 3). 

El trabajo es duro. La caridad de los Tesalonicenses, ya sea hacia Dios, como hacia el prójimo, era un duro trabajo. Pero ellos no retrocedían ante ningún obstáculo ni ante ningún sacrificio.

Y también por la esperanza: “la paciencia de la esperanza en nuestro Señor Jesucristo” (1 Tesalonicenses I, 3). 

La perseverancia en la esperanza es tener firmeza en la esperanza. No cedían ante la fatiga ni el desánimo, considerando a Jesucristo especialmente como el futuro remunerador de los cristianos fieles.

Además de gracias a Dios por las virtudes teologales, San Pablo agradece especialmente que los de Tesalónica sean así amados por Dios. El segundo motivo de su acción de gracia es el ser “amados de Dios” (1 Tesalonicenses I, 4). 

Si los israelitas fueron amados por Dios al punto de formar de ellos un pueblo privilegiado, cuánto más razonablemente los cristianos que han recibido de Él una intimidad y ternura mayor.

San Pablo indica esas demostraciones de afecto en la maravillosa elección de los Tesalonicenses: “vuestra elección” (1 Tesalonicenses I, 4). 

Por esta particular expresión quiere significar el eterno decreto por el cual Dios ha elegido libremente, sin algún mérito de su parte, tales y tales miembros de la humanidad culpable, para hacerles participar de la salvación que Cristo ha venido a traer al mundo.

Por lo que San Pablo ha visto y aprendido de ellos, está moralmente seguro, de que quienes forman parte de la Iglesia en Tesalónica están entre los elegidos. Afirma San Pablo que él “conoce la elección” (1 Tesalonicenses I, 4),

San Pablo lo dice con seguridad porque cuando les anunciaba el Evangelio sentía una fuerza extraordinaria de lo alto que salía de él: 

“Pues nuestro Evangelio llegó a vosotros no solamente en palabras, sino también en poder, y en el Espíritu Santo, y con toda plenitud …” (1 Tesalonicenses I, 5).

No fueron solamente palabras las que les dirigió, sino principalmente un poder, el del Espíritu Santo, y en Poder en toda su plenitud, que produce en ellos efectos permanentes.

Este poder del Espíritu Santo es garantía de ser obra de Dios. Es una fuerza superior a las fuerzas humanas, una asistencia sobrenatural.

Según la promesa de Nuestro Señor, la ayuda directa del Espíritu Santo es plenitud, es decir, da entera convicción, plenamente convencidos, con convicción ardiente de su fe.

También San Pablo estaba seguro de la elección de los de Tesalónica por el celo y la generosidad con que ellos aceptaban la fe. 

Este celo les garantizaba su perseverancia: “Vosotros os hicisteis imitadores nuestros y del Señor, recibiendo la palabra en medio de grande tribulación con gozo del Espíritu Santo” (1 Tesalonicenses I, 6).

Imitaron a San Pablo y a sus colaboradores en sufrir por el Evangelio, pero principalmente imitaron a Quien sufrió enteramente por el Evangelio, Nuestro Señor Jesucristo, recibiendo la predicación en mucha tribulación.

Por consiguiente, todo había sido sobrenatural en la manera por la que los Tesalonicenses correspondieron a la elección divina.

El resultado admirable de su sufrimiento, contrariamente a lo que sucede con los hombres en general cuando les sucumbe la tristeza, fue un santo gozo, cuyo autor es el mismo Espíritu Santo.

Mas no habían abrazado la fe solo para ellos mismos, sino también para propagarla en su entorno: “desde vosotros mismos ha repercutido la Palabra del Señor… se ha divulgado de tal manera que nosotros no tenemos necesidad de decir palabra” (1 Tesalonicenses I, 8).

Los de Macedonia y Acaya (cf. 1 Tesalonicenses I, 7), pueblos vecinos, se maravillaban de los de Tesalónica. 

Ellos mismos, los de Macedonia y Acaya, “cuentan de nosotros (de San Pablo y sus colaboradores) cuál fue nuestra llegada a vosotros (a los de Tesalónica), y cómo os (1) volvisteis de los ídolos a Dios para (2) servir al Dios vivo y verdadero, y (3) esperar de los cielos a su Hijo, a quien Él resucitó de entre los muertos: Jesús, el que nos libra de la ira venidera” (1 Tesalonicenses I, 9-10).

La conexión implacable: la verdadera fe, la Parusía, y la resurrección de entre los muertos. La Santa Misa agrega, en la Salmodia, que el Señor edificará Sion y allí será visto en su majestad. Por esto debemos llenarnos de júbilo. En Jerusalén será el arrebato.

La conversión al cristianismo de los de Tesalónica es reducida a tres puntos en concreto: 

Primero, el abandono del culto a los ídolos (en latín, simulacros, falsedades; es decir, todo lo que nos pueda dar una falsa seguridad, y un falso gozo); 

Segundo, la adhesión al Único Dios (sirviéndolo; siendo su esclavo), que es llamado vivo y verdadero, en oposición a las divinidades sin vida y sin realidad del paganismo. 

Y finalmente, la espera de los cielos del segundo advenimiento de su Hijo, el futuro Juez de vivos y muertos, el que fue resucitado por Dios: Nuestro Señor Jesucristo, “el que nos libra de la ira venidera” (1 Tesalonicenses I, 10), que ya se está manifestando en todas las calamidades que están sucediendo.

“En verdad, os digo, vosotros vais a llorar y gemir, mientras que el mundo se va a regocijar. Estaréis contristados pero vuestra tristeza se convertirá en gozo (San Juan XVI, 20).

“... Guerras y revoluciones ... pueblo contra pueblo ... reino contra reino ... grandes terremotos ... hambre y peste ... prodigios aterradores y grandes señales en el cielo” (San Lucas XXI, 9-11).

“La mujer, en el momento de dar a luz, tiene tristeza, porque su hora ha llegado; pero, cuando su hijo ha nacido, no se acuerda más de su dolor, por el gozo de que ha nacido un hombre al mundo(San Juan XVI, 21).

“Seréis entregados aún por padres y hermanos, y parientes, y amigos; y harán morir a algunos de entre vosotros, y seréis odiados de todos a causa de mi nombre. Pero ni un cabello de vuestra cabeza se perderá. En vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas(San Lucas XXI, 16-19).

“Así también vosotros, que tenéis ahora tristeza, Yo volveré a veros, y entonces vuestro corazón se alegrará y nadie os podrá quitar vuestro gozo. En aquel día no me preguntaréis más sobre nada. En verdad, en verdad, os digo, lo que pidiereis al Padre, Él os lo dará en mi nombre ... para que vuestro gozo sea completo” (San Juan XVI, 22-24).

Por cómo los Tesalonicenses vivían las virtudes cristianas, San Pablo concluye: “No tenemos necesidad de decir palabra” (1 Tesalonicense I, 8). 

“Convertidos los discípulos en maestros y doctores, hablaban e instruían con tanto valor y confianza, que a todos les arrastraban y convertían. No había muralla capaz de contener tal predicación, sino que, más vehemente que el fuego, (su ejemplo) avasallaba el orbe entero”, atestigua San Juan Crisóstomo.

Al final de los tiempos “os prenderán; os perseguirán; os entregarán a las sinagogas y a las cárceles; os llevarán ante reyes y gobernadores a causa de mi nombre. Esto os servirá para testimonio. Tened, pues, resuelto en vuestros corazones no pensar antes cómo habéis de hablar en vuestra defensa, porque Yo os daré boca y sabiduría a la cual ninguno de vuestros adversarios podrá resistir o contradecir” (San Lucas XXI, 12-15).

La fe de los Tesalonicenses es fe en Dios y no en los hombres. Por su fe en Jesucristo Nuestro Señor viven para Dios. Pasaron de ser paganos a ser cristianos, por la fe. Recibieron el bautismo que hace morir al pecado. 

Buscaron el arrepentimiento, la conversión a Dios, el dolor y la detestación de los pecados, que incluye el propósito de no volver a cometerlos.

Se cuidaron muy bien de practicar esos actos que les hacían perder la santidad que había recibido de Dios. Se arrepentían si las cometían. Sabían que eran per se pecados mortales.

“Ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los sodomitas, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los maldicientes, ni los que viven en rapiña, heredarán el reino de Dios” (1 Corintios IV, 9-10). 

Avergonzados de estos pecados se convertían a Dios y cambiaban de conducta. Ponían en acto su fe. Hacían buenas obras. ¿Cuáles buenas obras?

Todas las contrarias a los pecados que enumera San Pablo en su lista.

El que es fornicario, haga actos de caridad, y no fornique más; el que es idólatra, haga el acto de no ser más idólatra (deje sus dioses).

El que es adúltero, que abandone sus actos de adulterio con su prójimo; el que es afeminado, no se muestre más así delante de su prójimo, y compórtese de acuerdo con su anatomía, y a las costumbres viriles, o femeninas, según el caso.

El que es sodomita, deje de practicar actos de sodomía con el prójimo; el que es ladrón, deje de serlo; el que es avaro, deje de estafar a los demás.

El que es borracho, deje de comprar alcohol y deje de embriagarse, deje de hacer escándalo público y de lastimar su salud; el que es maldiciente, deje de maldecir, que es pecado público, deje de ofender a los demás con sus maldiciones.

El que practica la rapiña, el que toma a su prójimo por víctima, deje de hacerlo.

Éstas son las buenas obras que hay que ostentar, emanadas de la fe: “Porque el Hijo del hombre ha de venir, en la gloria de su Padre, con sus ángeles, y entonces dará a cada uno según sus obras” (San Mateo XVI, 27).

La fe es necesaria; pero las buenas obras lo son más aún, para mostrar esa fe.

Recurrid a lo que hacían en el siglo I: penitencia, arrepentimiento, aceptar los méritos de la cruz de Cristo, justificarse con el bautismo, la confesión…

Hoy, siglo XXI, todavía se siguen practicando los pecados que enumera San Pablo en el siglo I. Después de más de dos mil años de evangelización, se tienen las mismas conductas nefastas de entonces. Esto les molesta. 

“Paganos”—dice San Pablo; “Tales erais. Mas todos habéis sido lavados, santificados, justificados, en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo, y en el Espíritu de nuestro Dios” (1 Corintios VI, 11).

Lamentablemente muchos se han vuelto intrusos al catolicismo porque se ha vuelto al paganismo, es decir, se han vuelto bárbaros. Peor aún, se han tornado a la apostasía.

Resumiendo, las primeras comunidades cristianas en el siglo I sabían que la fe se les reputaba por creer en Aquel que nos ha salvado, Cristo en la Cruz.

Es Cristo quien santifica al impío. Por eso, no hay que vivir en pecado mortal, sino en santidad. No a la condenación de vivir en pecado mortal.

La santidad, o la justificación ante Dios, es igual a la amistad con Dios. Quien está en pecado mortal es un enemigo de Dios.

Nadie será justificado por las obras de la ley, es decir, la antigua alianza judía, ni la ley natural, cuya función es solamente la de indicar el pecado.

Las personas que vivan aisladas de la Iglesia Católica y pretendan salvarse por sí mismas practicando solamente la ley natural, deben olvidarse de la salvación.

Si en el primer siglo había que superar la dificultad de una religión completamente nueva y repugnante a la mentalidad pagana y judaica, amén de la hostilidad del poder político que divinizaba al César y condenaba a muerte a quien se negaba a adorarlo, hoy, después de veinte siglos de cristianismo, los obstáculos a vencer no son menores. 

La idolatría práctica es mucho más peligrosa que la idolatría teórica y es más difícil hacer cristiano a quien ha renegado de su bautismo, que convertir a un pagano o a un ignorante de buena fe.

“Yo advierto”—dice San Juan en el Apocalipsis; “Si alguien añade cosas a esta profecía (la del Apocalipsis), Dios le añadirá las plagas escritas en este libro; y si alguien quita palabras del libro de esta profecía, le quitará Dios su parte del árbol de la vida, y de la ciudad santa, que están descritos en este libro (Apocalipsis XXII, 18-19).

Nuestro Señor Jesucristo, que “da testimonio de esto, dice: ¡Sí, vengo pronto!” (Apocalipsis XXII, 20).

Y nosotros decimos: “¡Así sea: ven Señor Jesús!” (Apocalipsis XXII, 20).

Y San Juan concluye: “La gracia del Señor Jesús sea con todos los santos. Amén” (Apocalipsis XXII, 21).

Son las últimas palabras de la Biblia, que los primeros cristianos esperaban que se cumplieran fehacientemente en su tiempo, con verdadera fe, esperanza y caridad.

Dom VI post Epiph – 1 Tesalonicenses I, 2-10 – San Mateo XIII, 31-35 – 2024-11-17 – Padre Edgar Díaz