sábado, 30 de noviembre de 2024

A los Impostores Burlones - p. Edgar Díaz

Los Burlones - Jan Steen - 1626-1679

Las dos Epístolas que San Pedro ha escrito y que figuran en el Canon de las Sagradas Escrituras constituyen “La Única Encíclica” del Primer Papa, el Príncipe de los Apóstoles. Ambas Epístolas son, por consiguiente, el Primer Escrito del Magisterio Infalible de la Iglesia.

¡Qué gracia de Dios comenzar un nuevo año litúrgico considerando la “Voz Elevada del Primado de Pedro” en los comienzos de la Iglesia!

En su Encíclica San Pedro nos previene de perversas doctrinas, entre otros temas. Es que ya antes de estas cartas, que datan entre los años 63 y 67, se habían introducido en la Iglesia falsos doctores que despreciaban las Sagradas Escrituras.

Y el tema principal que le preocupa a San Pedro, sobre el que gira este primer documento emanado de la autoridad infalible, es la defensa del misterio del futuro retorno de Nuestro Señor Jesucristo que en esos precisos momentos estaba siendo atacado por falsos doctores.

¡Increíble! ¡No acababa Jesús de subir a los cielos que ya estaban acechando en contra de su segunda venida!

Es la Parusía, por consiguiente, el primer tropiezo que la Santa Madre Iglesia tiene que superar, antes de que tuviese que salir incluso a esclarecer importantísimas verdades como la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, o la Maternidad Divina de Nuestra Señora.

San Pedro insiste sobre la Parusía y la Consumación del Siglo. Es que éste sería un problema a lo largo de toda la historia de la Iglesia. El tema de la Parusía era, es, y seguirá siendo actual y apremiante.

Los falsos doctores existieron desde los comienzos de la Iglesia y muchos imitadores aparecerían en todos los tiempos hasta el fin. Había, pues, que prevenir a la Iglesia presente, es decir, a la del tiempo de San Pedro, y también a la futura, la de los últimos tiempos. 

Tal vez San Pedro no imaginaba, o sí, no lo sabemos, que estaba escribiendo especialmente para tiempos muy excepcionales de la Iglesia, en los que no habría autoridad, y la posibilidad de zanjar una cuestión no existiría.

En antaño, temas tan discutidos como el de la Divinidad de Cristo, puesto en cuestionamiento por los Arrianos, y que se opone directamente al Dogma de la Santísima Trinidad, fueron dirimidos gracias a la autoridad existente, el Santo Padre.

Pero hoy estamos privados de su presencia. No podemos recurrir a él. Y en consecuencia, es necesario, pues, recurrir a la Verdad expresada en las Sagradas Escrituras, y a la Tradición, y al Magisterio de la Iglesia.

Es un gran mal dudar de alguna de estas tres fuentes de la Verdad. Sin embargo, el tema de la Infalibilidad de San Pedro se sigue discutiendo en los círculos de la Tradición Católica, aún cuando la Santa Madre Iglesia ya ha proclamado el Dogma.

A menudo se cita el incidente de Antioquía, entre San Pedro y San Pablo, para acusar a San Pedro de haber caído en herejía, lo cual no está de acuerdo con la verdad (cf. Gálatas II, 11-21).

El reproche de San Pablo a San Pedro no era sobre un error en la doctrina, sino en el proceder de San Pedro, quien no queriendo escandalizar a los judíos convertidos, se retiró de la mesa de los cristianos gentiles (cf. Gálatas II, 11-14).

San Pablo no tardó en censurar tal proceder como inconsecuente y peligroso, y le señaló a San Pedro la contradicción en su conducta. San Agustín, comentando este pasaje, alaba a ambos apóstoles: a San Pablo, por su franqueza, a San Pedro, por su humildad en aceptar la corrección.

La recriminación de San Pablo era tan solo sobre una incongruencia humana, un proceder subordinado a la esencia de la doctrina, que puede cambiar según las circunstancias, y que está sujeto a perfección.

De ninguna manera significa que San Pedro haya caído en herejía por este proceder. No negó ni la fe ni la moral de la Doctrina de Nuestro Señor Jesucristo. El Papa es infalible, pero no impecable.

Pero suponiendo que San Pedro hubiera caído en herejía, tendríamos entonces que dudar de sus Epístolas, y habría contradicción en la Sagrada Escritura, por haber incluido el escrito de un Papa hereje en el Canon.

¡Todo encaja! Si sus Epístolas son dudosas, dudoso es también cómo trata San Pedro en ellas el tema de la Parusía. Vemos entonces cómo los Dogmas de la Infalibilidad del Papa, y de la Parusía, se entrelazan entre sí, y deben defenderse uno a otro.

Como el Dogma de la Parusía ya había empezado a ser atacado por los falsos doctores, San Pedro exhorta a los presbíteros a tener rectitud de espíritu: “Carísimos, … en ambas (cartas) despierto la rectitud de vuestro espíritu con lo que os recuerdo” (2 Pedro III, 1).

A todos “los que habían alcanzado la fe” (2 Pedro I, 1), tanto hebreos como gentiles, el Príncipe de los Apóstoles les envió un verdadero Apocalipsis dentro de sus cartas, para advertirles sobre el riesgo que corrían de perder la fe por la corrupción del ambiente pagano que les rodeaba que les decía que Jesús nunca volvería.

Pirot—citado por Straubinger—dice que la principal enseñanza dogmática de la segunda carta consiste incontestablemente en la certidumbre de la Parusía y, en consecuencia, en la certidumbre de las retribuciones que la acompañan.

Las garantías de esta fe en la Parusía son los oráculos de los profetas del Antiguo Testamento, y la enseñanza de los Apóstoles, testigos de Dios y mensajeros de Cristo.

Poco podría prometer la fe de aquellos cristianos que, llamándose hijos de la Iglesia, y proclamando que Cristo está donde está Pedro, se resignasen a pasar su vida entera sin preocuparse por saber qué dijeron, en sus breves cartas, San Pedro y San Pablo, para poder, como dice la Liturgia en la Colecta de la Misa de San Pedro, “en todo seguir el precepto de aquellos por quienes comenzó la religión”.

San Pedro expresamente había dicho que “procuraría que aún después de su partida, tuvieran siempre cómo traer a la memoria estas cosas” (2 Pedro I, 15).

Y traer a nuestra memoria lo que pasaron los primeros cristianos es recordar y prevenir que la mala doctrina de los falsos doctores, va siempre acompañada de la incredulidad en la Parusía de Cristo... 

Y esto es así por la sencilla razón de que la Parusía es y debe ser la suprema esperanza de todo católico. San Pedro hizo varias alusiones a ella:

“… a fin de que vuestra fe … redunde en alabanza, gloria y honor cuando aparezca Jesucristo …” (1 Pedro I, 7). Cuando aparezca nuestro Señor nuestra fe debe brillar.

Y continúa San Pedro: “… los profetas (del Antiguo Testamento) … vaticinaron acerca de la gracia reservada a vosotros, averiguando a qué época o a cuáles circunstancias se refería el Espíritu de Cristo que profetizaba (sobre sus) padecimientos y glorias posteriores. A ellos (a los profetas del Antiguo Testamento) fue revelado que no para sí mismos sino para vosotros, administraban estas cosas que ahora os han sido anunciadas por los predicadores del Evangelio, en virtud del Espíritu Santo enviado del cielo; cosas que los mismos ángeles desean penetrar” (1 Pedro I, 10-12). 

Los profetas del Antiguo Testamento querían saber a quién le tocaría ver a Nuestro Señor volver con gloria y majestad.

Entonces, exhorta San Pedro, “… a los presbíteros … como también (a sí mismo, como) partícipe de la futura gloria que va a ser revelada: ‘Apacentad la grey de Dios … Entonces, cuando se manifieste (Parusía) el Príncipe de los pastores, recibiréis la corona inmarcesible de la gloria’” (1 Pedro V, 1-4).

Pero resulta que “en los últimos días vendrán impostores burlones que mientras viven según sus propias concupiscencias, dirán: ‘¿Dónde está la promesa de la Parusía?’ (2 Pedro III, 3-4).

Sin ninguna duda preguntarán para hacer dudar de la Parusía, porque está también profetizado por San Judas que “en el último tiempo vendrán impostores que … disocian, hombres naturales, que no tienen el Espíritu” (San Judas I, 18-19).

A los “impostores burlones” se dirige San Pedro para que se atengan a los anuncios de los antiguos profetas y la predicación de los apóstoles (cf. 2 Pedro I, 16-21).

Es cierto, nadie conoce el día ni la hora de cuándo será la Parusía, ni siquiera los ángeles, ni el mismo Hijo del hombre (cf. San Marcos XIII, 32; San Mateo XXIV, 36; Hechos de los Apóstoles I, 7).

Pero también está dicho que vendrá “pronto”, y de esta afirmación hay numerosos testimonios (cf. Apocalipsis XXII, 12; 1 Corintios VII, 29; San Juan XVI, 16; Hebreos X, 25; Filipenses IV, 5; 1 Pedro IV, 7), por lo cual, debemos estar siempre esperándolo (cf. San Marcos XIII, 37): “Tened paciencia: confirmad vuestros corazones, porque la Parusía del Señor está cerca (Santiago V, 8).

¿Cómo dijo? ¿Esperándolo siempre? Por esta insistencia Noé sufrió el desprecio de sus contemporáneos que lo tomaron por loco.

Sus maldades pisoteaban los derechos de Dios y de los hombres, que les acarrearon el castigo del diluvio. Ante estos se presentó Noé, como “predicador de la justicia” (2 Pedro II, 5), para recordarles las leyes de Dios.

Pero su misión estaba condenada al fracaso. No le hicieron caso, sino que “siguieron comiendo y bebiendo … hasta el día en que entró en el Arca; como sucedió en tiempo de Noé, así será la Parusía (San Mateo XXIV, 37-38)—amonesta Nuestro Señor.

El contraste entre la fe de Noé y la incredulidad de sus contemporáneos se manifiesta hoy con respecto a la segunda venida: “Conforme a estas cosas será en el día en que el Hijo del hombre sea revelado” (San Lucas XVII, 30). Dios no les perdonó su incredulidad y les envió un diluvio. 

Tampoco perdonó “las ciudades de Sodoma y Gomorra, tornándolas en cenizas y dejando para los impíos una figura de las cosas futuras …” (2 Pedro II, 6-7). Les envió fuego. 

San Pablo habla sobre los últimos tiempos “en el que vendrán tiempos difíciles” (2 Timoteo III, 1). En estos tiempos difíciles estamos a punto de presenciar un intercambio de fuerzas nucleares que devastará regiones enteras del mundo.

Y da la razón de ello: “el Espíritu dice claramente que en posteriores tiempos habrá quienes apostatarán de la fe …” (1 Timoteo IV, 1). La razón de las calamidades como castigo para la humanidad es por el abandono de Dios, en especial, el de aquellos que conocen la Verdad.

Precisamente, la apostasía se manifiesta en el desinterés por el Dogma de la Parusía. No dan oídos a las profecías. “¿Qué refrán es ese … ‘Se van prolongando los días, y no se cumplen las visiones’?” (Ezequiel XII, 22). 

¿Dónde está la Parusía? “La visión que éste ve es para días lejanos; para tiempos remotos …” (Ezequiel XII, 27).

Aunque estas profecías tengan algún significado, no afectan a nosotros—dicen los incrédulos—sino que se cumplirán en tiempos remotos. Y continúan argumentando:

“Pues … todo permanece lo mismo que desde el principio de la creación. Se les escapa—dice San Pedro—porque así lo quieren (2 Pedro III, 4-5).

Esto es, porque no se dan el trabajo de estudiar con rectitud la Palabra de Dios, “sobre el poder y la Parusía de Nuestro Señor Jesucristo, (que San Pedro no nos ha dado) según fábulas inventadas, sino como testigo ocular que fue de su majestad …” (2 Pedro I, 16). 

Esta incredulidad soberbia es ceguera voluntaria, que deliberadamente niega la evidencia. Nuestro Señor advirtió que “ha venido a este mundo para un juicio; para que vean los que no ven; y los que ven queden ciegos” (San Juan IX, 39), por culpa propia.

“Los que ven” comenten pecado contra la luz, porque “la luz ha venido al mundo … (pero) … han amado más las tinieblas que la luz, porque sus obras son malas” (San Juan III,19), y en consecuencia, cometen pecado en contra del Espíritu Santo.

Les dice Dios: “Hombres de dura cerviz e incircuncisos de corazón y de oídos, vosotros siempre habéis resistido al Espíritu Santo” (Hechos de los Apóstoles VII, 51). 

El pecado contra la luz o contra el Espíritu Santo no tiene perdón, porque no es obra de la flaqueza sujeta al arrepentimiento, sino de la soberbia reflexiva y de la hipocresía que encubre el mal con la apariencia del bien para defenderlo.

“Tienen ciertamente apariencia de piedad” (2 Timoteo III, 5), dice San Pablo. Porque se presentan como defensores del bien. Lobos con piel de oveja. 

El misterio de la iniquidad solo aparecerá sin disimulo cuando se presente triunfante el Anticristo (cf. 2 Tesalonicenses II, 8; Apocalipsis capítulo XIII).

La ceguera culpable los hará perderse: “Toda seducción de iniquidad para los que van a perderse en retribución por no haber aceptado amar la verdad” (2 Tesalonicenses II, 10).

Solo que a diferencia del mundo de entonces, anegado por las aguas, “los cielos y la tierra de hoy están reservados para el fuego, guardados para el día del juicio y del exterminio de los hombres impíos” (2 Pedro III, 7). Ese día de juicio y exterminio para los impíos es la Parusía.

Mas, “no es moroso el Señor en su promesa (sino que) … tiene Él paciencia con (los pecadores), no queriendo que algunos perezcan, sino que todos lleguen al arrepentimiento” (2 Pedro III, 9). Si el mundo no ha entrado de lleno en guerra nuclear todavía es por la mano misericordiosa de Dios que se detiene, y no por una cuestión geopolítica.

Una explicación semejante sobre la aparente tardanza de la Parusía es ésta: cuando Nuestro Señor abrió el quinto sello (del Libro que solo Él era digno de abrir), San Juan vio “debajo del altar las almas de los degollados por causa de la Palabra de Dios y por el testimonio que dieron” (Apocalipsis VI, 9).

Y estos mártires por amar y defender la verdad “clamaron a gran voz, diciendo: ‘¿Hasta cuándo, oh, Señor, Santo y Veraz, tardas en juzgar y vengar nuestra sangre en los habitantes de la tierra?’” (Apocalipsis VI, 10).

Y se les respondió que deberían descansar aún por un poco más de tiempo “hasta que se completase el número de sus consiervos (los que sirven al mismo Señor) y de sus hermanos que habían de ser matados como ellos” (Apocalipsis VI, 11).

Solo la caridad de Dios para con los pecadores nos hace esperar la manifestación del Señor que tanto anhela la Iglesia: “¡Ven, Señor Jesús!” (Apocalipsis XXII, 20), expresión que tanto usaba San Pablo, y hoy tan olvidada por los católicos.

El Catecismo Romano dice que el misterio de la Parusía debe ser un tema de predicación y el objeto de nuestro constante anhelo como católicos. 

El Catecismo no solo pide que se confirme esta venida, sino que también “se la manifieste bien patente a la consideración de los fieles, para que, así como aquel día del Señor en que tomó carne humana, fue muy deseado por todos los justos del Antiguo Testamento desde el principio del mundo, porque en aquel misterio tenían puesta toda la esperanza de su libertad, así también después de la muerte del Hijo de Dios y de su Ascensión al cielo, deseemos nosotros con vehementísimo anhelo el otro día del Señor esperando el premio eterno y la gloriosa venida del gran Dios”.

Toda nuestra esperanza de librarnos del mal debe estar puesta en la Parusía, y sin dudar, predicarla con insistencia y con vehemencia debería ser nuestra principal ocupación.

Porque, ¿quién va a advertir de los peligros? Monseñor Straubinger pide a Dios que nos de la gracia de avisar de los peligros. Como Noé, construyendo su arca clavito por clavito, maderita por maderita, gritando a los cuatro vientos que iban a perecer por el diluvio.

Como Noé, debemos hoy advertir del peligro de dejarse marcar por la bestia. El engañó será tan grande que, como ocurrió en el año 2019, la gente correrá en masa a adorar a la bestia a cambio de comida y de una falsa paz.

Solo que el diluvio que experimentaremos esta vez será de fuego. “Pues Dios va a ejercer el juicio con fuego” (Isaías 66, 16), “cuando venga el Señor a juzgar el mundo por el fuego”, dice el Himno Dies irae.

“El día del Señor vendrá como un ladrón, y entonces pasarán los cielos con gran estruendo, y los elementos se disolverán para ser quemados, y la tierra y las obras que hay en ella no serán más halladas” (2 Pedro III, 10). Roma no será más hallada.

La venida de Jesucristo como Juez del mundo está indicada en el Evangelio de hoy: 

“Habrá señales en el sol, la luna y las estrellas y, sobre la tierra, ansiedad de las naciones, a causa de la confusión por el ruido del mar y la agitación (de sus olas). Los hombres desfallecerán de espanto, a causa de la expectación de lo que ha de suceder en el mundo, porque las potencias de los cielos serán conmovidas” (San Lucas XXI, 25-26).

“Conoced el tiempo” (Romanos XIII, 11)—exhorta hoy San Pablo.

“La noche está avanzada, y el día está cerca” (Romanos XIII, 12)—puntualiza.

“Andemos de día, honestamente … no en contiendas y rivalidades …” (Romanos XIII, 13).

¡Trabajemos para Dios! Y Dios quiere la Parusía cuanto antes. Es nuestra responsabilidad predicarla. Hagamos conocer la Primera Encíclica de Nuestra Santa Madre la Iglesia, las Cartas de San Pedro. ¡Encontremos un punto en común!

Edifiquemos el edificio de Dios (cf. 1 Corintios III, 9). Como “prudentes arquitectos”, San Pedro y San Pablo, “pusieron el fundamento” (1 Corintios III, 10). 

“Otro edifica sobre él. Mire, pues, cada cual cómo edifica sobre él” (1 Corintios III, 10). 

El día del Señor hará manifiesta la obra de cada uno. “El día la descubrirá, pues en fuego será revelado; y el fuego pondrá a prueba cuál sea la obra de cada uno” (1 Corintios III, 13).

La revelación del Señor Jesús desde el cielo con los ángeles de su poder—la Parusía—es en llamas de fuego …” (2 Tesalonicenses I, 7-8). El fuego es inevitable. Y viene. ¡Y hay que advertirlo!

Nuestro Señor tomará “venganza de los que no conocen a Dios y no obedecen al Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo” (2 Tesalonicenses I, 8).

“Cuando Él venga en aquel día a ser glorificado en sus santos y ofrecerse a la admiración de todos los que creyeron, porque nuestro testimonio ante vosotros fue creído” (2 Tesalonicenses I, 10).

Ésta es nuestra defensa del misterio del futuro retorno de Nuestro Señor Jesucristo siempre atacada por falsos doctores.

Ésta era la preocupación y el interés fundamental de los católicos de los años 60.

¡Esperamos que también lo sea para nosotros en este Año Nuevo Litúrgico que comienza! ¡Que así sea! Si nos equivocamos, nos retractamos.

Por la extensión del tema, continuaremos, Dios mediante, en una segunda oportunidad, con lo que resta de la Primera Encíclica del Magisterio Infalible, las cartas de San Pedro, y su fundamental mensaje sobre la Parusía y la Consumación del Siglo.

¡Ven Señor Jesús! ¡No tardes ya! ¡Concédenos la gracia de despertar conciencia sobre tu venida!

¡Debo estar loco por no haberte amado ni amarte tanto en mi vida! Amén.

Dom I Adv – 2024-12-01 – Romanos XIII, 11-14 – San Lucas XXI, 25-33 – Padre Edgar Díaz