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La Inmaculada Concepción - Anton Raphael Mengs - 1728-1779 |
Son las once y cuarto del 8 de Diciembre del año de 1854. El cañón de Sant’Angelo retumba y enciende al mundo de alegría por el Dogma de la Virgen.
El Dogma de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María fue declarado por el Papa Pío IX fuera de un Concilio Ecuménico.
Este hecho no fue bien recibido por una veintena de obispos alemanes quienes consideraron el proceder del Papa una extralimitación de su poder.
Salió así a relumbrar la cuestión del Primado de Pedro y de la Infalibilidad Papal. En concreto, se le cuestionaba a Pío IX no tener infalibilidad para una definición solemne—magisterio extraordinario—sin la asistencia de un Concilio Ecuménico.
En la preparación para el Dogma de la Inmaculada Concepción el Papa había hecho declaraciones prohibiendo que esta enseñanza fuera atacada.
En la encíclica Ubi primum, del 2 de febrero de 1849, pedía a los obispos dispersos por el mundo que, como paso previo para la definición, y como prueba de la fe existente en la Iglesia, le manifestasen el deseo y devoción que sus pueblos tuvieran a este privilegio.
La respuesta del pueblo católico fue clamorosa. Los obispos del mundo le pidieron a una que definiese la Inmaculada Concepción de la Virgen con su supremo y autoritario fallo.
También los Cardenales y los teólogos que formaban una congregación especial para tratar el tema, después de un diligente examen, pidieron al Papa con igual fervor, la definición de la Inmaculada Concepción de la Madre de Dios.
Pero los tiempos no eran fáciles. Si bien el Papa estaba decidido a proclamar el Dogma no cree oportuno convocar a todos los obispos, sino únicamente a un número determinado de ellos, los cuales se reunieron en consistorio en la basílica de San Pedro el 8 de diciembre de 1854.
En ese día, para la exaltación y aumento de la fe católica, con la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los Apóstoles Pedro y Pablo, y la suya, con un “Motu Proprio”, la Carta Apostólica Ineffabilis Deus, sin la asistencia de un Concilio Ecuménico, el Papa Pío IX declaró, afirmó y definió el Dogma de la Inmaculada Concepción.
El Catecismo Mayor de San Pío X (número 131) enseña que un Concilio Ecuménico tiene asegurada la asistencia del Espíritu Santo.
Todo lo que trate y enseñe un Concilio Ecuménico, en materia de fe y moral, es magisterio solemne e irrevocable. Son sus palabras seguras e infalibles como la Palabra de Dios.
Sin embargo, también dice el Catecismo de San Pío X, en el número 196, que el Papa es cabeza visible de la Iglesia, porque él la rige visiblemente con la misma autoridad de Jesucristo, que es cabeza invisible.
Nuestro Señor prometió la infalibilidad a Pedro, y un Concilio Ecuménico goza de infalibilidad porque tiene a Pedro por cabeza visible. No es necesaria la asistencia de un Concilio Ecuménico para la infalibilidad Papal. Luego, pudo Pío IX definir un Dogma sin la asistencia de un Concilio.
Este hecho singular tuvo que ser esclarecido posteriormente en el Concilio Vaticano I (Primero) con la declaración del Dogma de la Infalibilidad Papal.
Esta definición dogmática zanjó la cuestión sobre la infalibilidad de Pedro en su magisterio extraordinario, sin la asistencia de un Concilio Ecuménico, como se le había cuestionado a Pío IX.
El Papa es infalible en su magisterio extraordinario, o solemne, y es esta verdad lo que el Dogma de la Infalibilidad viene a elucidar.
Luego, es Dogma de Fe que el Papa goza de infalibilidad por sí mismo, sin intervención de un Concilio Ecuménico.
Ahora bien, si cuando se proclamó el Dogma de la Inmaculada Concepción se cuestionó la infalibilidad del Papa en el magisterio extraordinario, hoy se cuestiona la infalibilidad en el magisterio ordinario.
Los enemigos de la Iglesia hoy dicen que un Papa es solo infalible cuando determina un dogma de fe (magisterio extraordinario). Y lo hacen a partir de una incorrecta interpretación del Dogma de la Infalibilidad.
Como ya dijimos, el Dogma de la Infalibilidad zanjó la cuestión sobre la infalibilidad en el magisterio extraordinario.
Pero esto no significa, como concluyen los herejes, que el Papa no sea infalible en el magisterio ordinario. Mantener que un Papa no es infalible en su magisterio ordinario es una herejía.
Nuestro Señor Jesucristo dio a Pedro una prerrogativa por la que, en cuestiones de fe y de moral, sería siempre infalible, como siempre es infalible Dios.
Y si el Papa no es infalible en el magisterio ordinario luego puede enseñar el error. Éste es el caballito de batalla usado para justificar a los falsos Papas desde Roncalli-Juan XXIII hasta Francisco-Bergoglio.
Los enemigos de la Iglesia explícitamente usan la falsedad de que el Papa no goza de infalibilidad en su magisterio ordinario para afirmar que un hereje puede ser Papa, o que un Papa puede caer en herejía.
Esto es falso. Quienes sostienen esta aberración son condenados por la Iglesia como “malditos”.
Y es Dogma de Fe que el Papa es infalible tanto en su magisterio extraordinario, sin la convocatoria de un Concilio Ecuménico, como en su magisterio ordinario.
El Dogma de la Infalibilidad del Concilio Vaticano I (Primero) define puntualmente que el Papa, en cuestiones de fe y de moral, es infalible siempre.
Y esto puede probarse a partir de una de las enseñanzas del Concilio Vaticano I (Primero) que dice que “se debe creer con fe divina y católica la Sagrada Escritura, la Santa Tradición Apostólica, y el magisterio ordinario y extraordinario”.
Esta enseñanza está incluida además en el Código de Derecho Canónico (1917 - Canon 1792).
La “fe divina y católica” es la certeza de que la enseñanza ha salido de Dios mismo. A Dios debemos creerle. Él no puede engañarse ni engañarnos.
Tanto el magisterio extraordinario, como el ordinario, son enseñanza de Dios, libre de error, porque sobre fe y moral el Papa habla siempre con la asistencia prometida por Nuestro Señor Jesucristo de que su fe no caería.
***
En el grande y misterioso silencio que la Escritura guarda acerca de María, nada nos dice sobre su vida junto a San Juan: “He ahí a tu madre” (San Juan XIX, 27). Y desde ese momento el discípulo amado la recibió consigo.
De todas maneras, podemos deducir lo siguiente. Antes de su Ascensión a los Cielos, Jesús les dijo a sus Apóstoles, que se “quedaran en la ciudad hasta que desde lo alto fueran investidos de fuerza” (San Lucas XXIV, 49).
Y fiel a las instrucciones de Jesús, María perseveraba en oración en el Cenáculo con los Apóstoles.
Bien pudo Dios haberla eximido de la muerte, pues siendo, desde su concepción, inmaculada (en previsión de los méritos de Cristo), María quedó libre del pecado, y, por lo tanto, de la muerte.
Sin embargo, por su humildad, porque Ella no habría querido tener una prerrogativa más que su Hijo, murió, a semejanza de su Hijo.
Sin el pecado la muerte no habría entrado en el mundo: “por el pecado (entró) la muerte, y la muerte pasó a todos los hombres …” (Romanos V, 12). A todos, menos a María. María no murió como consecuencia de sus pecados, porque no los tuvo.
Los hombres aman la muerte. Es la deducción lógica de amar el pecado. Y la llaman, haciéndose dignos de pertenecerle:
“Con las manos y con las palabras los impíos llaman a la muerte; y reputándola como amiga, vienen a corromperse hasta hacer con ella alianza, como dignos de tal soledad” (Sabiduría I, 16).
Tristísima es la realidad del pecador: tener que vivir en una eterna soledad. Es logro del tremendo poder que Satanás tiene sobre este mundo, al punto de que Cristo le llama “príncipe” del mismo. ¿Quién podrá resistir?
Hubo una elección: el hombre, puesto entre el Reino de Dios, que le había dado todo, y el de Satanás, que no le daba nada. Con la desobediencia a Dios, Adán prefirió libremente creer a la víbora.
Entró así el hombre bajo la potestad del diablo, que tiene sobre él un derecho de conquista (cf. San Juan VIII, 44; Hechos de los Apóstoles XIII, 10; 2 Pedro II, 19).
Desde entonces somos “hijos de ira” (Efesios II, 3) y Satanás nos reclama como cosa propia (Job I, 6), botín de la batalla que él ganó en el paraíso.
Porque Dios dio a Satanás poder sobre los hombres: “Todo cuanto tiene (el hombre) está en tu mano; pero no extiendas tu mano contra su persona” (Job I, 12).
Por este espantoso poder de Satanás le esperan al hombre las caídas más terribles, tanto más dolorosas cuanto más sorpresivas.
Por eso, solo en estado de contrición permanente puede vivir el hombre que heredó la condición de Adán: “Si no os arrepentís pereceréis todos” (San Lucas XIII, 3). Solo puede salvarse el hombre después de dejar de cometer pecado y convertirse a nueva vida.
Es indispensable admitir la caída del hombre, para gozar la gratuita Redención de Cristo, que tiene que reconquistar en estado de contrición, aplicándose permanentemente los méritos de Cristo y salvándose de un mundo en que Satanás reina, como lo dice San Pablo:
“Los incrédulos, en los cuales el dios de este siglo ha cegado los entendimientos a fin de que no resplandezca (para ellos) la luz del Evangelio de la gloria de Cristo, el cual es la imagen de Dios” (2 Corintios IV, 4).
Y el mismo Cristo: “Ya no hablaré con vosotros, porque viene el príncipe de este mundo” (San Juan XIV, 30).
El día en que nos persuadimos de esta verdad, tan trágica como elemental, adquirimos el verdadero concepto de nosotros mismos, y del mundo, y de todo lo humano, que es el pecado.
Entonces nos volveremos a esas verdades espirituales infinitamente dichosas: “Muertos estáis y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando Cristo, que es nuestra vida, aparezca, entonces vosotros también apareceréis con Él en la gloria” (Colosenses III, 3-4).
Muchos padres creen que los justos que vivan en la segunda venida del Señor no morirán, sino que se librarán de la muerte corporal (los padres griegos, San Jerónimo, Tertuliano).
Cuando la Sagrada Escritura dice que Jesús vendrá como un ladrón, no habla de la muerte, como algunos suponen, sino del Retorno de Jesús: “como ladrón de noche, así viene el día del Señor” (1 Tesalonicenses V, 2).
El destino de los justos es el de reinar con Cristo: “Brillarán los justos, y discurrirán como centellas por un cañaveral. Juzgarán a las naciones y dominarán a los pueblos. El Señor reinará sobre ellos eternamente” (Sabiduría III, 7-8).
Los justos “reposan en paz” (Sabiduría III, 3), esperando la resurrección de sus cuerpos, que será la plenitud de la Redención, el día del prometido retorno de Cristo: “estamos aguardando el Señor Jesucristo”, dicen los justos en el cielo, “Expectamus Dominum” (Filipenses III, 20).
Y al tiempo de la recompensa los justos reinarán: “En verdad, os digo, vosotros que me habéis seguido, en la regeneración, cuando el Hijo del hombre se siente sobre su trono glorioso, os sentaréis, vosotros también, sobre doce tronos, y juzgaréis a las doce tribus de Israel” (San Mateo XIX, 28).
Éstas son las grandes promesas hechas por Dios a sus amigos: “Salten de alegría los santos por tal gloria, griten de júbilo desde sus triclinios” (Salmo 149, 5).
Y por haber seguido a su Hijo la Inmaculada Concepción es Reina con Jesucristo.
Concluye el Papa Pío IX: “Gozo y júbilo y humildísimas y grandísimas gracias a Nuestro Señor Jesucristo … por el singular beneficio de ofrendar y decretar este honor a su Santísima Madre … que trituró la venenosa cabeza de la cruelísima serpiente, y trajo la salud al mundo … y que destruyó siempre todas las herejías … y que hará que la Santa Madre Iglesia Católica … reine de mar a mar hasta los confines de la tierra … por los caminos de la verdad y de la justicia para que se forme de todos los hombres un solo redil y un solo rebaño”.
¡Ven Señor, Jesús!
La Inmaculada Concepción – 2024-12-08 – p. Edgar Díaz