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Tetramorfos del Libro de Kells Siglo VIII Biblioteca del Colegio de la Trinidad Dublín Irlanda |
En su segunda venida, cuando todo obstáculo haya desaparecido, cuando ningún rastro de maldad quede, ningún hombre será excluido de su visita, cuando venga como Rey. “Y toda carne verá la salvación de Dios” (San Lucas III, 6), que replica a Isaías: “Y se manifestará la gloria de Dios, y la verá toda carne a una” (Isaías 40, 5).
Con el hebraísmo “toda carne” dice el Evangelista que todo hombre, es decir, todo ser humano, verá la salvación traída y obrada por Nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios. Excepto, claro está, aquellos que hayan rechazado voluntariamente su gracia.
En esta Navidad contemplaremos dos partos excepcionales: uno virginal, el otro espiritual. El nacimiento virginal de Nuestro Señor Jesucristo del seno de la Virgen, y el nacimiento espiritual de Nuestro Señor Jesucristo del seno del pueblo judío. El nacimiento espiritual de Nuestro Señor Jesucristo del seno del pueblo judío es la conversión de los judíos predicha por San Pablo (cf. Romanos XI, 25-32).
En el Primer Concilio de la Iglesia (cf. Hechos de los Apóstoles XV, 6), el Apóstol Santiago, el Menor, Primer Obispo de Jerusalén, apoyando a San Pedro, el Primer Papa, tuvo un discurso en el que indica las Dos Venidas de Cristo y la restauración de Israel:
“Varones, hermanos, escuchadme. Simón ha declarado cómo primero Dios ha visitado a los gentiles para escoger de entre ellos un pueblo consagrado a su nombre. Con esto concuerdan las palabras de los profetas, según está escrito: ‘Después de esto volveré, y reedificaré el Tabernáculo de David que está caído (cf. Amós IX, 11)’” (Hechos de los Apóstoles XV, 13-16).
Primero, un pueblo de gentiles consagrado a su nombre, la extensión de las promesas de Dios a los gentiles, y segundo, el restablecimiento del Tabernáculo de David, el cumplimiento de esas promesas: primero, la Santa Iglesia Católica, mayoritariamente constituida por gentiles, y después, la conversión de los judíos: “Y habrá un solo rebaño y un solo pastor” (San Juan X, 16).
La conversión de los judíos no debe entenderse como el paso de una religión a otra, del Judaísmo al Catolicismo, porque en realidad, el Catolicismo es el perfeccionamiento de la verdadera fe, que los judíos ya tenían a partir de la fe de Abraham.
Siempre hubo y siempre habrá una sola religión, la verdadera, la del verdadero Dios. En el Antiguo Testamento era la Fe de Abraham y la Ley de Moisés; en el Nuevo, esta Fe y esta Ley perfeccionada por el Evangelio. Por eso, conversión, en el caso de los judíos, no es el paso de una religión a otra, como suele normalmente entenderse.
La conversión de los judíos debe entenderse en el sentido de aceptar el desarrollo de la fe que venían profesando en la continuidad de esa verdadera fe o perfeccionamiento o cumplimiento de la Ley obrada por Nuestro Señor Jesucristo en su primera venida: “No penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas: no he venido para abrogar, sino a cumplir” (San Mateo V, 17).
Es por esto por lo que la Santa Iglesia Católica es llamada por San Pablo “La Israel de Dios” (cf. Gálatas VI, 16). La Israel de Dios es la continuación de la verdadera fe en la Santa Iglesia Católica. Al rechazar a Nuestro Señor Jesucristo se apartaron los judíos de la verdadera fe e hicieron a partir de su corrompida fe una nueva religión.
Así mismo, el Vaticano II, al apartarse de la verdadera fe, corrompió la fe transformándola en una nueva religión. Entender esto hoy es de gravísima importancia, porque muchos (incluso en la Tradición) siguen aún confundiendo y llamando Iglesia Católica a la fe que se profesa en el Vaticano con su cabeza Bergoglio.
Esa no es la Iglesia Católica. Es otra fe, otros sacramentos, otra iglesia, y la autoridad de los Obispos Católicos (Tradicionalistas), o la jurisdicción, jamás puede venir a través de esa secta. Éste es, en definitiva, el problema que plantea la “Tesis Cassisiacum”.
El padre Julio Meinvielle profetizó así:
“La jerarquía de la Iglesia (la que piensa que la secta Vaticano II tiene jurisdicción sobre la Iglesia Católica), que debía servir para llevar las almas a Jesucristo, sirve en cambio para perderlas y esclavizarlas al demonio.
Esa misma jerarquía comenzó hace unos años (el padre escribe antes del Vaticano II) una nueva religión que se encamina a ser abiertamente una religión completamente distinta de la que nos enseñó Jesucristo y que nos han transmitido los Padres, Doctores, y Santos de la Iglesia.
De ahí el furor satánico que se ha desatado contra la Iglesia”.
La conversión de los judíos significa que deben ellos regresar a la verdadera fe que venían profesando pero con el perfeccionamiento de esa fe por Jesucristo incluido. Al rechazar a Nuestro Señor, ellos se quedaron fuera de ese perfeccionamiento de amor.
Esto lo experimentarán gracias a la labor de los Dos Testigos, y de San Juan. Será algo extraordinario, como lo fue la conversión de San Pablo en camino a Damasco, obrada por el mismo Cristo: Pablo fue bautizado por Ananías gracias a la visión que tuvo en la que Cristo le ordenaba bautizarlo (cf. Hechos de los Apóstoles IX, 17-18).
Luego, los judíos de los últimos tiempos, a imitación de San Pablo, serán también bautizados, más no por Ananías, sino por un Patriarca, Moisés, por un Profeta, Elías, y por un Apóstol, San Juan, ya que sin el bautismo del Espíritu Santo y la autoridad de la Iglesia que es San Juan, es imposible para ellos entrar nuevamente en la verdadera fe, la Israel de Dios, la Santa Iglesia Católica.
El Tabernáculo de David, o Casa de David, o Tienda de David, o Trono de David, que será reedificado, es lo que Ángel Gabriel le anunció a María: “He aquí que vas a concebir en tu seno, y darás a luz un hijo … Jesús … a quien el Señor Dios le dará el Trono de David, su padre” (San Lucas I, 31-32). Evidentemente, Nuestro Señor no ha tomado posesión aún del Trono de David, su padre, pues los judíos no lo han aceptado aún como el Mesías, más bien, lo mataron.
La expresión “el restablecimiento del Tabernáculo de David” ha siempre resonado en el sentido de la final restauración de Israel caída, y, ciertamente, esto no se ha cumplido con el establecimiento de la Iglesia. Luego, los dos rebaños, la Santa Iglesia Católica, y su aceptación por parte de los judíos, deben aún reunirse bajo un solo Pastor.
La visión apocalíptica de la mujer en el cielo (cf. Apocalipsis cap. XII) describe precisamente los inicios de la conversión de los judíos, que ocurrirá indudablemente durante los tiempos de la Parusía, porque esta conversión está precisamente marcada por la cifra típica de “mil doscientos sesenta días” (Apocalipsis XII, 6) que coincide con lo que en San Juan repetidamente—y también en Daniel—marca el período del Anticristo.
Los judíos, a cuya sangre perteneció María Santísima, y de cuya estirpe surgió la Santa Iglesia Católica, van a concebir a Cristo por la fe, y le van a dar a luz con grandes dolores por la pública profesión de fe. Será un parto espiritual, a diferencia de la Santísima Virgen María, que tuvo un parto virginal: “hallándose encinta, gritaba con dolores de parto y en las angustias del alumbramiento” (Apocalipsis XII, 2).
Es “la mujer revestida de sol, y con la luna bajo sus pies, y en su corona doce estrellas” (Apocalipsis XII, 1), que “da a luz a un hijo varón (Nuestro Señor), que apacentará todas las naciones con cetro de hierro, y que será arrebatado para Dios y para el trono suyo” (Apocalipsis XII, 5),
José, el undécimo hijo de Jacob (Israel), figura de Nuestro Señor Jesucristo, había tenido un sueño: “Mirad, el sol y la luna y once estrellas se postraban delante de mí” (Génesis XXXVII, 9). Las doce estrellas de la corona con la que es vista la mujer son las doce tribus de Israel. La mujer del Apocalipsis es Israel.
La mención del cetro de hierro indica que “el recién nacido no es el Cristo en su humillación, tal como apareció en Belén (de la Santísima Virgen María), sino el Mesías omnipotente y rey del mundo entero”, explica Primacio, apoyándose en el texto del Salmo: “Con centro de hierro los gobernarás” (Salmo 2, 9).
Su arrebato para Dios y para el trono suyo indica la glorificación de Cristo, tanto la que actualmente tiene a la diestra del Padre, como la que tendrá en su triunfo final en la segunda venida, a la vista de todas las naciones: “Y toda carne verá la salvación de Dios” (San Lucas III, 6).
Algunos sostienen que la mujer que va al desierto es la Iglesia toda: “Y la mujer huyó al desierto, donde tiene un lugar preparado por Dios para ser sustentada por mil doscientos sesenta días” (Apocalipsis XII, 6), es decir, durante todo el tiempo del Anticristo. Pero, hay algunas grietas en cuanto a decir que se trata de toda la Iglesia.
En cuanto a la Iglesia, en el sentido del Cuerpo Místico de Cristo, ¿cómo explicar que ella diese a la luz al que es su Cabeza (cf. Colosenses I, 18), cuando, a la inversa, se dice nacida del costado del nuevo Adán como Eva del antiguo?
Ni siquiera podría decirse que convirtiéndose a Cristo podría darlo a luz “espiritualmente”, como antes lo dio a luz según la carne (cf. Romanos IX, 5), pues la Iglesia es Cuerpo de Cristo precisamente por la fe con que está unida a Él.
La Liturgia y muchos escritores patrísticos emplean este pasaje en relación con la Santísima Virgen, pero es sólo en sentido acomodaticio, pues la mención de los dolores del parto se opone a que se vea aquí una referencia a la Virgen María, la cual dio a luz sin detrimento de su virginidad.
No se trata, pues, de la Iglesia entera, ni de la Santísima Virgen María.
Gelin dice a este respecto que en cuanto refugiada en el desierto, la mujer no puede ser sino la comunidad judío-cristiana surgida a partir de la conversión de los judíos, según san Pablo (cf. Romanos XI, 25), en los tiempos finales.
Parecería que no todos los judíos sino una parte de ellos retornará a Dios en este tiempo, a saber, los que en ese momento sean fieles a “la casa de David, y los habitantes de Jerusalén” (Zacarías XII, 10), según el profeta Zacarías.
Pero, “a la mujer le fueron dadas las dos alas del águila grande para que volase al desierto, a su sitio donde es sustentada por un tiempo y (dos) tiempos y a la mitad de un tiempo, fuera de la vista de la serpiente” (Apocalipsis XII, 14), es decir, durante todo el tiempo del Anticristo.
No será ésta la primera vez que es llevada por un águila: “Os tomé sobre alas de águilas, y os he traído a mí” (Éxodo XIX, 4), le dijo Dios a Israel en el Sinaí.
Con dos alas volará al desierto. No dos alas de paloma, como podríamos pensar si fueran las alas del Espíritu Santo, o dos alas de cualquier otra ave poderosa, sino dos alas de águila.
Y no dos alas de cualquier águila, sino las de un “Águila Grande”: “Como el águila vigila su nido” así te cuidaré Yo; como “cuando revolotea sobre sus polluelos”; como cuando “extiende sus alas y los toma y los lleva sobre sus alas” (Deuteronomio XXXII, 11).
En la esencia de la disposición de Dios de resguardar a la mujer en el desierto durante el tiempo del Anticristo, aparece la figura de un hombre joven barbado, que mira hacia las alturas, y sostiene en las manos una pluma de ganso y un libro. A su lado derecho se localiza la figura de un águila con las alas abiertas. Así han pintado, la mayoría de los artistas, a San Juan Evangelista.
El libro y la pluma de ganso que porta el personaje nos permiten identificarlo como uno de los Evangelistas, y el águila nos habla de San Juan, ya que ésta es el ave que lo identifica en el tetramorfos, porque es el hombre de elevación espiritual, más inclinado a la contemplación que a la acción. Con su primer aleteo se elevó a las vertiginosas alturas del misterio de la Santísima Trinidad.
El tetramorfos es una representación de un conjunto de cuatro figuras, a partir de la visión que tuvo el profeta Ezequiel, en la que vio cuatro criaturas que, de frente, tenían rostro humano y, de espaldas y en cada lateral, tenían rostro animal (cf. Ezequiel I, 10).
Una visión muy similar aparece en un pasaje del Apocalipsis de San Juan (cf. Apocalipsis 4:1-9) que describe con rasgos de animales a cuatro seres vivientes que rodean al Trono de Dios: “y el cuarto viviente—lleno de ojos por delante y por detrás—era semejante a un águila que vuela” (Apocalipsis IV, 6-7).
Un Águila Grande es entonces, San Juan, que lleva en sus alas a la Israel de Dios al desierto.
Anteriormente había asistido San Juan a otra Madre: la Santísima Virgen María. Esto fue así porque San Juan era el más joven de los apóstoles de Jesús, el que siempre estuvo cerca de Jesús en las horas más solemnes.
Estuvo presente en la Ultima Cena, donde se recostó sobre el pecho de Dios mismo. En la Pasión, al pie de la cruz, junto a María: “¡He ahí a tu Madre! Y desde ese momento el discípulo la recibió consigo” (San Juan XIX, 27).
De ahí que las dos alas de un águila grande son una alusión a la protección que le brindará San Juan a la nueva comunidad de católicos convertidos del judaísmo llevados al desierto.
La misión de San Juan será de nuevo asistir a una mujer, que dará a luz espiritualmente a Nuestro Señor. Es decir, vendrá a predicar de nuevo, y a hablar cara a cara, no ya con tinta y papel, sino con la Iglesia de los recién convertidos (cf. Apocalipsis XI; 2 Juan).
En el desierto, estos nuevos cristianos estarán fuera de la vista de la serpiente. Estarán protegidos del abandono y del desprecio de los judíos no convertidos, y del inmenso mundo de apostasía y paganismo. Sin duda el desierto significa una protección espiritual.
Pero también, un sustento material. A la vez, se trata de un desierto físico, lo cual es muy interesante: “locum paratum sibi a Deo”, un lugar preparado para ella por Dios (Apocalipsis XII, 6).
La tierra de Moab, sobre toda la extensión este del Mar Muerto, colonizada desde tiempos muy antiguos por los nabateos, es donde hoy se encuentran las famosas ruinas de la ciudad de “Petra”.
Isaías le exhortó a la tierra de Moab que “esconda a los perseguidos”, que “no rechace a los errantes” judíos hijos suyos, que “deje habitar a los fugitivos”, que sea para ellos “un asilo contra el desolador” (cf. Isaías XVI, 3-4) de los últimos tiempos.
Que Dios mismo le sustente y le alimente indica quizás las penurias y pobreza que tendrá que pasar en el desierto bajo el imperio del Anticristo. El Dragón (el Diablo) y su representante en la tierra, el Anticristo, no le perderá ojo:
“¡Ay de la tierra y del mar! Porque descendió a vosotros el Diablo, lleno de gran furor, sabiendo que le queda poco tiempo … persiguió en el desierto a la mujer que había dado a luz al varón” (Apocalipsis XII, 12-13).
Y “entonces, la serpiente arrojó de su boca en pos de la mujer agua como un río, para que ella fuese arrastrada por la corriente. Mas la tierra vino en ayuda de la mujer, pues abrió la tierra su boca, y sorbióse el río que el dragón había arrojado de su boca” (Apocalipsis XII, 15-16.
La tierra se tragó el río. Se salvaron de morir ahogados. Alguna peripecia así les salvará de la destrucción.
Y como el demonio no podrá destruirlos se irá en pos del resto de la Iglesia, protegida también por Dios, quizá en el mismo desierto de Moab, o en otro desierto, no lo sabemos:
“Y se enfureció el dragón contra la mujer, y contra el resto del linaje de ella, los que guardan los mandamientos y mantienen el testimonio de Jesús (la Iglesia entera)” (Apocalipsis XII, 17).
La persecución se extenderá a todos los santos, en el desierto de la paciencia (cf. Apocalipsis XIII, 10; XIV, 12), en el desierto de la apostasía muy grande, de la gran persecución, en el que los cristianos serán reducidos a ser “basura de este mundo” (1 Corintios IV, 13), y que, sin espíritu de autosuficiencia propia, cuenta solo con la gracia:
“He aquí que Yo te entrego algunos de la sinagoga de Satanás, que dicen ser judíos y no lo son, sino que mienten; he aquí que Yo los haré venir y postrarse a tus pies, y reconocerán que Yo te he amado” (Apocalipsis III, 9). Los judíos a los pies de los cristianos.
“Por cuanto has guardado la palabra de la paciencia mía, Yo también te guardaré de la hora de la prueba, esa hora que ha de venir sobre todo el orbe, para probar a los que habitan sobre la tierra” (Apocalipsis III, 10).
Dios protegerá a quienes hayan guardado su Palabra, en la paciente espera de la venida de Cristo, en el desierto de la Iglesia entera.
En medio de esa tremenda hora de la prueba, Dios resguardará a quienes le sean fiel. La fe de los creyentes será probada: en el medio de todas estas angustias, “¡Ay de las que están encintas y de las que críen en aquel tiempo!” (San Mateo XXIV, 19). ¿Cómo compaginar el deber de una familia numerosa con esta terrible advertencia?
La mujer de nuestra historia dará a luz en el desierto, y con dolores. María dio a luz en el Pesebre, sin dolor, pero con el dolor de la persecución y de la huida a Egipto persiguiéndole por detrás. Pero ambos partos terminan dando a luz a Jesucristo.
Solo la fe, la verdadera fe, les podrá dar la respuesta a esos padres que aunque en medio de la angustia y la incertidumbre quieren ser fieles a Dios en la procreación de los hijos. Dios sustentará a sus elegidos por su fe en Jesucristo, así como al hijo varón de la mujer en el desierto, y al Hijo de María en la persecución.
“Pronto vengo; guarda firmemente lo que tienes para que nadie te arrebate la corona” (Apocalipsis III, 11-12). ¡Sigue adelante con tu vida y tu fe intactas!
Estamos siendo testigos del abismo de Satanás. Anda suelto en la tierra, y nos muestra escenas terribles de infierno. No hay otra explicación a lo que está sucediendo en el mundo que decir que es obra de Satanás, y el exceso de mal que estamos experimentando va más allá de nuestra comprensión.
Mucha gente está muy sorprendida de horror por todo el mal que está ocurriendo en el mundo. ¿Quién actúa así? Satanás. Está suelto en el mundo. El mundo está más inestable que nunca.
Si se permite, podríamos hacer aquí una gradación para entender en lo posible cómo ha ido aumentando el mal en la tierra en estos últimos años.
Hace quince años atrás, el problema del mal pasaba por la inmoralidad: pornografía, travestismo, homosexualidad, adulterio, fornicación... Hace unos diez años atrás, el mal nos sorprendió más aún con la corrupción. Descaradamente roban y estafan y traicionan por dinero a países enteros, y lo dicen y hacen abiertamente.
Hoy, el mal está ya en los niveles del genocidio. Está bien o justificado matar por conquistar. A muchísimos inocentes están matando. Sufrimiento por todas partes, y ¡nadie hace nada! Países bombardeados y ¡nadie hace nada!
No se oye a la Iglesia denunciar estos crímenes. Satanás está creando caos, desorden y confusión terribles, y la Iglesia en su jerarquía es sumisa, muda e inepta. No así la Iglesia del pueblo, que ordinariamente sufre todas estas cosas, pero está viva.
Día tras día tras día tras día tras día … y no hay solución. No hay nadie con autoridad para detener el mal. No hay otra explicación más que decir que Lucifer ha sido soltado y anda rondando por la tierra engañando a las naciones, y buscando a quien devorar.
Y la mayoría de los católicos no lo saben, no están preparados, y no van a saber qué hacer cuando se encuentren con el Anticristo, pues las cosas no se van a calmar, al contrario, irán peor en peor.
Si hay algo bueno en esto es que esto significa que estamos extremadamente cercanos a la venida de Nuestro Señor Jesucristo. Y no queremos hablar de otra cosa que no sea la venida de Nuestro Señor Jesucristo. No queremos hablar cosa alguna que no satisfaga los deseos de nuestro Rey.
Prepararse, arrepentirse, creer, amar y pedir su venida, para recibirlo en el más grande evento del universo, la segunda venida. ¡Muy muy pocos católicos se están preparando! Conversión, examen de conciencia todos los días, ponerse bien con Dios.
O se sigue al dios de este mundo, o se sigue a Nuestro Señor Jesucristo. ¿A quién tenemos que rendirle cuentas? Hoy, le rendimos cuentas al dios de este mundo.
Este mundo va a un encuentro con Nuestro Señor. Es hacia ahí donde está yendo. El mundo tiene fijada una fecha. Solo el Padre la sabe. Una fecha para encontrarse con Nuestro Señor Creador y Juez.
El creador está en controversia con el mundo. Un pleito tiene Dios con el mundo. Y hay una fecha en la corte. Y en esa corte Dios es el Juez, el Fiscal, el Jurado, en realidad, es la misma Corte.
Allí se presentarán todas las ofensas en contra de Él. ¡Este juicio está viniendo y la humanidad no lo sabe!
Con la mujer que huye al desierto comienza el tercer “ay” del Apocalipsis. en el que se describen las asechanzas de los poderes infernales que crecerán y crecerán hasta que sean derrotados por Nuestro Señor:
“¡Ay, ay, ay de los moradores de la tierra, a causa de los toques de trompeta que faltan de los tres ángeles que todavía han de tocar!” (Apocalipsis VIII, 13).
Y los toques de trompeta que faltan son a causa de la infidelidad: “Así es preciso que los hombres nos miren (a los sacerdotes): como a siervos de Cristo y distribuidores de los misterios de Dios” (1 Corintios IV, 1). El misterio de la Parusía no está siendo proclamado como se debería.
No están siendo fieles a lo que Dios les pide, sino a la complicidad con el mundo: “Ahora bien, lo que se requiere en los distribuidores (los sacerdotes) es hallar que uno sea fiel” (1 Corintios IV, 2).
En el desierto serán juntados todos los que han sido fiel y serán arrebatados en la venida del Señor.
Si nos equivocamos en algo, nos retractamos, solo nos interesa la verdad.
La burra de Balaam habló (cf. Números XXII, 21-33), por órdenes de Dios.
¡Ven Señor, no tardes, y perdona los pecados de tu pueblo!
Dom IV Adv – 2024-12-22 – 1 Corintios IV, 1-5 – San Lucas III, 1-6 – Padre Edgar Iván Díaz